Gloria/Segunda parte/XXVI

Madama Esther

Esther Spinoza, mujer de Moisés Morton, opulentísimo negociante de Hamburgo, pero establecido en Londres, descendía lo mismo que su esposo de una familia hebrea española; pero si el linaje de Morton aparecía confuso por los enlaces con castas alemanas y holandesas, el de Spinoza conservábase puro, y siguiendo su clara genealogía, podían los últimos vástagos de él remontarse hasta Daniel Spinoza, judío de Córdoba, comprendido en la proscripción de 1492. Esther Spinoza era española de sangre, si no de nacimiento, española por la gravedad, por la vehemencia disimulada y contenida, por la fidelidad de los deberes, española también por la luz y la expresión melancólica de sus ojos negros, su esbelta figura y su gracioso andar.

Era además española por la lengua, y desde la cuna aprendió a hablar como Nebrija. Es sabido que todas las familias israelitas que proceden de las expulsiones españolas conservan su lengua, aunque adulterada por la falta de renovación; y todo el que viaje hoy por Constantinopla, Belgrado, Jerusalén, Venecia, Roma, el Cairo, por todos los puntos en donde buscó refugio aquel miserable polvo humano arrojado de España, oye hablar un castellano arcaico que produce en su ánimo dulce y melancólica sorpresa, cual si oyera un eco de la patria pasada y muerta, que aun después de cuatro siglos lanza desde el fondo de la tierra su gemido. Los judíos españoles, la mayor parte envilecidos, conservan la lengua de sus mayores y leen sus oraciones en los libros rabínicos impresos en nuestro idioma. En ellos el amor a la patria madrastra es tan vivo como el que tienen al suelo antiguo que no han de volver a ver, y la lloran como lloraban hace dos mil quinientos años sobre los ríos de Babilonia. En los judíos ricos, no se conservó tanto esa costumbre. Los Spinozas amaban, sí, aquella triste memoria de la segunda patria perdida; pero Esther la aborrecía de todo corazón, exceptuando tan sólo la lengua que cultivó con esmero y enseñó a todos sus hijos.

No profesaba su religión con entusiasta fervor, pero sí con lealtad, es decir, con un sentimiento dulce y firme que era, más que devoción, respeto a los mayores, amor al nombre y a la historia de una casta desgraciada. Esta era objeto de su pasión más viva, de un fanatismo capaz de reproducir en ella, si los tiempos lo consintieran, las grandes figuras de Débora la mujer-juez, de Jael la que con un clavo mataba al enemigo, de la trágica Judith y la dulce Esther. La moral la cautivaba; pero el rito no merecía de ella el mismo amor, y si lo practicaba con sus hijos y deudos, hacíalo por creer que convenía perpetuar aquel poderoso lazo de unión, especie de territorio ideal, donde se congregaba por la fe un desventurado pueblo sin patria. Esther era un modelo de las virtudes domésticas que son comunes en las clases elevadas de aquella raza, y que no deben sorprendernos ni dar motivo a comparaciones inconvenientes. Tampoco entraremos a dilucidar si el secreto de ellas, antes que en la moral intrínseca está, como muchos suponen, en la superior cultura y educación. Buena esposa y madre amorosa, había dado lugar a que se dijese de ella que merecía ser cristiana.

Esther y su esposo poseían enormes riquezas. De ellos podía decirse que Jehová había prosperado sus caminos. Vivían en paz dichosa, rodeados de los esplendores de las artes. Sus palacios hacían verosímiles las fábulas de la corte de Haroum-al-Raschid. Eran estimados de todo el mundo y distinguidos por los Reyes, que les sentaban a su mesa, porque habiendo adquirido aquella gente un poder financiero que en cierto modo suplía su falta de existencia política, sacaban de apuros a las Naciones. No tenían patria; pero las patrias más orgullosas doblaban la rodilla ante sus arcas. Títulos, honores, saludos, reverencias, consideración, respeto, adulación, todo lo que tienen los poderosos, lo tenían ellos. Eran como dioses, a quienes incensaban a porfía los Ministros de Hacienda de todos los países. Hasta el Papa, como Rey de Roma, les dio títulos, cruces y jamás les llamó deicidas, sino honorables señores. Hallándose en Roma Esther Spinoza, un cardenal le sirvió de cicerone para ver los museos. Otro cardenal le regalaba mosaicos, cameas y cornarinas. Otro le vendió un Cristo de marfil en mil libras, y en quinientas un Talmud español del siglo XIII manuscrito en vitela.

No reinaban en ninguna parte y reinaban en todas, porque el imperio de Baal es grande, y a él puede decirse que pertenecen la Tierra, el mundo y su plenitud, el Aquilón y el Austro. A la digna familia que nos ocupa nadie osó preguntarle jamás, en la elevada esfera donde vivía, si había dicho: Crucifica a este y suéltanos a Barrabás.

A pesar de estar cerca de los cincuenta años, Esther conservaba su admirable belleza, fenómeno del cual tenemos aquí no pocos ejemplos, y que se explica por el privilegiado temple de ciertas naturalezas, unido al bienestar social y a las incomparables ventajas de una vida sin agitaciones, sin trabajo físico ni más penas que las indispensables para que no sea realidad el mito de la dicha completa. Usaba pocos artificios de tocador, y estos, más que para quitarse años, empleábalos para que tuvieran buen ver los suyos, como si le inspirara orgullo aquella madurez tan primorosa, tan lozana, tan interesante, verdadero homenaje de la juventud a la vejez. Viéndola se comprendía la larguísima primavera de aquellas mujeres bíblicas que vivían ciento veinte y ciento treinta años como quien no dice nada.