Gloria/Segunda parte/XXV

Todo marcha a pedir de boca

No las tenía todas consigo el prudente don Buenaventura con la llegada importunísima de la madre de Daniel.

En cuanto a la aparición del purpurado, si al principio creyó ver en ella un motivo de entorpecimiento, pronto cambió de parecer. Su Eminencia, variando de ideas y propósitos con la estupenda nueva de la conversión, mostrábase en extremo tolerante, contento de aquel desenlace felicísimo, dos veces lisonjero por el triunfo de la Iglesia, y por la regeneración social de su adorada sobrinita. El viernes al medio día, después de la ceremonia de la adoración de la Cruz, a que asistieron el prelado y el pueblo entero con grandísimo recogimiento, D. Ángel habló a su hermano de una manera categórica, diciéndole:

-Siendo sincero su propósito de abrazar nuestra religión, como tú aseguras, todo cambia, hermano, todo es ya fácil y llano. El Señor se apiada de nosotros y nos saca súbitamente de nuestras confusiones y zozobras por uno de esos admirables caminos que Él solo sabe abrir. Vine con el ánimo preocupado y tenebroso, presagiando nuevas desdichas; pero he aquí que en vez de oscuridad encuentro luz, en vez de torbellino de dudas, una solución clara y natural... Ahora te diré cuál es el plan que me propongo seguir para que todo quede arreglado en un par de días. Roma, que siempre es previsora y generosa, ha dispuesto que en casos de conciencia se aceleren las formalidades y prácticas establecidas para dar entrada en la Iglesia a un catecúmeno. Aquí tenemos bien claro el caso de conciencia. Si no hubiera existido la prevaricación, procederíamos con más solemnidad y pausa; pero la conciencia inquieta exige que no se dilate la bendición purificadora. La reparación social y religiosa es urgente, hermano mío, y la Iglesia da una prueba de benignidad apresurándola.

De buena gana habría manifestado D. Buenaventura que le parecía inconsecuente, injusto y hasta inmoral este criterio romano que abrevia y dispensa en casos de prevaricación, mientras mortifica con dilaciones y obstáculos de todas clases a los individuos que sin rubor en la cara, piden juntamente bautismo y matrimonio; pero creyendo más prudente no hacer observaciones, calló.

-Yo había previsto este caso -añadió Su Eminencia-, como los había previsto todos, y no me coge desapercibido. Traigo de Roma instrucciones precisas y sé lo que debo hacer. El primer acto para llegar al fin es que Daniel Morton se presente ante toda la familia reunida y declare solemnemente su firme propósito de abrazar nuestra santa religión y de dar su mano de esposo a esa pobre joven, víctima de un arrebato de la fantasía. Declarado esto, el catecúmeno se someterá absolutamente a mí, prometiéndome obediencia ciega y poniéndose a mi disposición para recibir la enseñanza cristiana. Renunciando a toda influencia extraña y de familia, no reconocerá más autoridad que la mía y vivirá por espacio de dos o tres días en reclusión estrecha y en sitio que yo le designe. Exigiré de él una abdicación absoluta de su voluntad durante este plazo, un propósito firme y claro de recibir la instrucción cristiana, y le pediré pruebas de devoción. Sin esto no adelantaremos nada.

D. Buenaventura frunció ligeramente el ceño; mas su seráfico hermano, sin advertirlo, continuó así:

-Cuando se halle en disposición de recibir el bautismo, a juicio mío, yo se lo administraré; y a continuación, sin aparato ni ceremonias pomposas ni asistencia del público, les daré la bendición matrimonial. Todo podrá quedar terminado el segundo o tercer día de Pascua... ¡Oh! qué grandísimo favor me hará Dios si permite que sea yo quien diga a ese infeliz réprobo de raza deicida y que tantos trastornos y desgracias ha traído a nuestra familia: «Ven: todas tus faltas te son perdonadas. Si bebes del agua que yo te daré, para siempre no tendrás sed, porque será en ti una fuente de agua que salte para vida eterna...». Admiremos los designios de Dios que nos trajo con ese hombre tantas desgracias, y limpiemos el corazón de todo recelo o encono. Tengo la íntima seguridad de que nuestro difunto hermano Juan haría en el caso presente lo mismo que hacemos nosotros.

D. Buenaventura manifestó que para acelerar en lo posible la solución, declarase aquella misma tarde Daniel su propósito en presencia de toda la familia reunida. Mas el virtuoso prelado dijo que no quería privarse de oír el sermón de la Soledad que D. Silvestre predicaría aquella tarde, y que el día siguiente, Sábado Santo, día señalado por la Iglesia para la admisión solemne de los catecúmenos, era el más propio.

-¿Temes que esa madama Esther contraríe su buen propósito? -añadió-. Si la conversión es sincera, no hay que temer. No hay vigor que se iguale al de un alma iluminada por los destellos de la gracia divina y que se decide a echarse fuera de las tinieblas. Ni madres, ni padres, ni abuelos pueden nada contra un alma que ha visto la salvación y corre hacia ella.

Otras cosas santas y bellas dijo el prelado; mas no son del caso. D. Buenaventura corrió a casa del hebreo a quien no encontró, ni tampoco a su madre, que había ido con la señorita de compañía a visitar ¡cosa inaudita! al señor de Amarillo y su esposa. El único de la raza que estaba allí era Sansón, y por más señas que estaba preparándose con ayunos y mortificaciones, como muy devoto que era, para la celebración de la Pascua rabínica. A ratos leía el Salterio en alta voz con gestos que hacían reír a todos los de la casa, y como esto gastaba sus poderosas fuerzas, se confortaba al punto con cuatro o seis chuletas como ruedas de carro y botellas de cerveza.

Después de buscar a Daniel por todo el pueblo, D. Buenaventura le halló en casa de Caifás, circunstancia que no dejó de causarle extrañeza. Informole del plan de D. Ángel, teniendo el gusto de que el hebreo lo creyese muy bueno por todos conceptos. De nuevo hizo protestas de la firmeza de su propósito, asegurando que la intervención y los halagos de su madre no le harían vacilar.

Con todas estas cosas hallábase el generoso Lantigua muy satisfecho. Pero enturbiaba ligeramente su gozo la idea de la mala salud de Gloria, cuya naturaleza en los últimos días padecía frecuentes accesos febriles, en los cuales alternaba con el agotamiento de las fuerzas una actividad abrasadora y una como acumulación de vida que salía a borbotones por los ojos mirando, y por la boca hablando. D. Nicomedes, médico titular de Ficóbriga, a quien encontró aquella tarde, le hizo una pintura hipotética, mas no muy lisonjera, del estado en que a su parecer debían hallarse el corazón y el cerebro de Gloria. Era el tal un hombre excelente y muy sabio, soldado viejo de las batallas contra la muerte, y vivía en pueblo tan oscuro por amor a la soledad y porque se había cansado de ganar dinero en las grandes poblaciones. Tenía grandísimo afecto a los Lantiguas, y era decidor, algo extravagante. Pasaba por racionalista, aunque iba a misa, y se le veía en perenne paseo por aquellos campos, ya contemplando la Naturaleza, ya de cabaña en cabaña, sin más compañía que la de dos seres para él muy queridos, un perro negro y un paraguas azul.

Este hombre benéfico se alegró mucho cuando D. Buenaventura le dijo que las cosas iban a buen andar por el camino del casorio, y expresó en breves palabras su pensamiento, diciendo que la dilatación moral salvaría a la enferma; pero que la contracción la mataría. Condenó el misticismo como la más perniciosa congestión espiritual que podía sobrevenir a la enferma, y el descargo de un enorme peso del alma le pareció excelente antiflogístico. La paz, el contento y el amor humano, en su esplendente y natural desarrollo y armonizado con el divino, le parecieron admirables emolientes.

Tranquilizado con este dictamen el buen tío, se dirigió a su casa no sin prestar antes frívola atención a los rumores que en toda aquella tarde ocuparon a Ficóbriga, robándole hasta la devoción propia de tan luctuoso día... ¡Sí; madama Esther había visitado a D. Juan Amarillo y a su esposa! ¡Y ella y él la habían recibido, a pesar de ser Viernes Santo! ¡Y estaban en la casa las sobrinas de Teresita y la Gobernadora y otras muchas damas de lo más principal y florido de Ficóbriga!... ¡Y la casa parecía un ascua de oro!... ¡Y madama Esther se había mostrado muy amable, muy cariñosa con D. Juan y con Teresita!... ¡Y se decía que madama Esther, quitándose del dedo un anillo con brillante de gran tamaño lo había ofrecido a la señora de Amarillo, que después de rehusarlo cortésmente, se dignó tomarlo!