Gloria/Segunda parte/XXII

Esperanza de salvación

-Vengo -dijo el buen caballero algo turbado-, a anunciarte una visita, y no podrás ahora negarte a recibirla, porque se trata de una cosa muy importante, muy grave, muy lisonjera; en resumidas cuentas: ahí está y va a subir a verte, porque lo mando yo... Es cuestión de vida o muerte.

Gloria no contestó una sola palabra; tan confundida y absorta estaba. D.ª Serafina iba a decir algo, pero no pudo porque su hermano se retiró con presteza. No tuvieron tiempo de hacer comentarios sobre aquella visita y el misterioso anuncio, porque al poco rato regresó don Buenaventura acompañado de Daniel Morton, vestido completamente de negro, hermoso y tétrico. Parecía recién salido de una enfermedad grave, o que en una noche había vivido diez años. Gloria al verle sintió el más radical desconcierto en todo su ser y se quedó como muerta. Turbose de tal modo su espíritu, que creía soñar o ser presa de un delirio, cuando oyó a su tío pronunciar estas palabras:

-Querida Gloria, querida hermana, tengo el más vivo placer al anunciar a entrambas que nuestra santa religión ha hecho hoy una gran conquista. El Sr. Morton, que está presente, abraza el catolicismo.

El efecto de estas palabras fue tremendo, como la voz de Jehová en las alturas. Gloria y su tía eran dos estatuas.

-Lo que mi ilustre amigo dice -manifestó Daniel-, es verdad. Al tomar esta resolución he creído deber anunciarlo a quien puede vanagloriarse de ser el ángel de mi conversión.

Nada hay ni más glorioso ni más digno de regocijo para el cristianismo que la entrada de un infiel en el reino de Cristo; y sin embargo de esto, Serafinita que era, como hemos visto, una especie de candidato a la perfección cristiana, experimentó en el primer momento después de oír la plausible nueva una contrariedad vivísima. Esta contrariedad, justo es decirlo, pasó como un relámpago, porque la rectitud que moraba en el espíritu de la buena señora ocupando todo el lugar que le permitía la exaltación mística, estableció el dominio del Verbo, de la razón universal, o sea, de la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, según el Evangelista. Pero aun rindiendo culto a la razón externa, siempre quedó en el espíritu de la señora algo que no era el júbilo de la Iglesia triunfante. Podremos expresar, aunque pálidamente, el estado de su alma, diciendo que se resignó a alegrarse por la salvación del judío. Este sentimiento extraño tomaba la forma de lástima de su sobrina, por la desviación que iba a sufrir una preciosa vida llamada ya a las deliciosas esferas de la perfección.

-Querida hija -dijo D. Buenaventura, acariciando a Gloria-; al fin Dios ha oído tus oraciones y vas a recobrar tu dicha, tu paz, tu dignidad, por el procedimiento más plausible que puede imaginarse. Estás de enhorabuena y tu familia también.

-No quiero -dijo Morton dirigiéndose a Gloria-, que nadie se envanezca de esta resolución mía, sino tú sola.

-Yo más querría -repuso ella animándose-, que tan hermosa acción se debiera antes a la santidad de la doctrina de Jesucristo que a mí.

Serafinita se apresuró a tomar la palabra, diciendo:

-Nosotros no dudamos que esa frase sublime Soy cristiano, haya sido dicha con lealtad; no creemos que puedan los labios pronunciar el dulce nombre de Cristo mientras lo niega el corazón; pero este caballero no extrañará que exijamos alguna garantía. Para entrar en nuestra Iglesia es preciso recibir la instrucción cristiana y el agua del bautismo.

-Sé lo que me corresponde hacer -dijo Morton gravemente-, y a todo estoy dispuesto.

-Tan grande, tan inesperado, tan sorprendente es este suceso -dijo Gloria con emoción-, que necesito esforzarme mucho para creerlo... ¡Tú adorar a Jesucristo!... Vuelve los ojos a esa cruz y júrame por la imagen crucificada que es verdad lo que me dices, que lo haces con el firme propósito de ser cristiano y no por móviles que no son religiosos, que persistirás en tu designio, y que crees firmemente que la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo es no sólo la mejor sino la única verdadera.

Blanco como el marfil de aquella hermosa imagen que tanto en el rostro se le parecía, estaba Daniel, cuando extendió la mano hacia la cruz, y con los ojos bajos habló así:

-Lo que dije, dicho está. Por ese... te juro que es verdadero el propósito que he formado.

Más parecía reo convicto a quien el delito se le sale de la conciencia a los labios, que entusiástico neófito proclamando un Dios nuevo.

En el mismo instante de pronunciar su juramento, oyose un sonido áspero, estridente, desagradable, que de los aires venía. No era tañido de campana, ni rumor de ruedas, ni rechinar de goznes, sino un horrible choque de tablas con piedras, retumbando en hueco. Parecía que andaba por el cielo una legión de seres extraños calzados con almadreñas y bailando sobre guijarros.

-Ya tocan la carraca -dijo D. Buenaventura-. Sale la procesión... En cuanto a los trámites que ha de seguir este acontecimiento, mi hermano Ángel los decidirá. ¿No crees tú lo mismo, Serafina? Ayer recibí una carta de Ángel en que me decía que si hubiera conversión, él arreglaría todo de modo que en tres días quedase el bautismo celebrado y mi sobrina casada en paz y gracia de Dios. La extrañeza del caso es motivo para abreviar ciertas prácticas, y cuando mi hermano lo cree así, es porque la Iglesia lo permite. Por ahora -añadió dirigiéndose a Gloria-, creo que debemos fiar en su palabra.

-Fiaremos, sí -repuso Gloria mirando al extranjero con amor-; pero es tanto lo que esta idea me cautiva, es tanto el júbilo que siento, no por mi reparación sino por tu conversión, que quiero oírte decir: «Creo en Dios uno y trino, creo en Jesucristo». Es este un gozo que me hace llorar. Es la compensación de todo lo que he padecido, la prueba visible e innegable de que mi Dios no me abandona, y la promesa del Paraíso... Adora esa cruz, besa esa imagen, representación del que tus ascendientes injuriaron, escupieron, abofetearon y crucificaron, y con una palabra, una voz sola, breve si quieres, pero salida del corazón, pruébame que en tu alma generosa, a la cual no faltaba más que la luz, ha entrado ya esa luz; pruébame, no que abrazas el cristianismo, sino que te sientes cristiano.

Brillaba en los hermosos ojos de Gloria la inspiración divina. Sus palabras, como salidas de un corazón lleno de verdad, no podían oírse sin entusiasmo y devoción. El que ya no debemos llamar hebreo se levantó de su asiento. Estaba su rostro cadavérico, y sus manos temblaban como las del enfermo calenturiento.

-Creo en tu Dios, en el único Dios -exclamó con voz de delincuente-, en...

No pudo decir más. Su brazo cayó como si perdiera la vida, e inclinando la cabeza exhaló un suspiro semejante a aquel inmortal suspiro del Cristo, tan bien expresado en el momento de la agonía por el artístico marfil que estaba sobre la mesa.

-Perdóname, amor y salvación mía -balbució Morton-, perdónenme todos; pero no estoy suficientemente instruido aún en los dogmas cristianos, y temo decir algo que sea resabio del culto que abandono.

Gloria rogó al catecúmeno que se sentase. Le causaba terror su palidez, su consternación y sobresalto; pero esto tenía explicación satisfactoria por la singularidad de aquel acto, y el trastorno que la presencia de la mujer amada debía de producir en el alma del extranjero.

Venía de la plaza de Lantigua un rumor de gente y de religiosos cánticos. Pasaba la procesión de Jueves Santo, y Serafinita corriendo al balcón se arrodilló. Todos la imitaron. Gloria y Daniel estaban juntos a la derecha de la señora, D. Buenaventura a la izquierda.

Tras cuatro guardias civiles que iban despejando, pasó el negro pendón enarbolado por un hombre, pasó la cruz negra, acompañada de los dos ciriales, siguió el primero de los pasos que era la Oración en el Huerto; y los que conducían cruz, pendón, cirios e imagen, se quedaron mirando al balcón de Lantigua, donde había una cosa extraordinaria, inaudita, el judío de rodillas, mirando la procesión.

A la derecha se veía el alambre telegráfico lleno de pájaros en fila, con tanto comedimiento y gravedad atentos a la comitiva, que parecían tocados de la más pura devoción.

Oíanse allá lejos los acordes de fúnebre marcha, tañida por los implacables trombones y cornetines de la banda del pueblo, y la larga masa de gente avanzaba despacio por la calle principal. De las descubiertas cabezas sobresalían los ramos de olivo del primer paso, el flotante vestido de terciopelo bordado de oro, los feroces judíos azotadores, y más atrás una señora vestida de negro, y un palio negro también.

Pasó la primera imagen, pasaron dos filas de individuos que componían la cofradía más numerosa de Ficóbriga, todos con vela en la mano, y ni uno solo dejó de apartar su vista y su mente de los lastimosos cuadros de la Pasión para fijarlas en la casa de Lantigua.

Antes de que acabase la larga fila de los cofrades, vino el grupo de los azotes, y hasta los feroces judíos de sañudo aspecto parecía que se quedaban mirando al balcón de Lantigua, suspendiendo sus impíos golpes. Gran número de mujeres rodeaban aquel grupo, encapotadas con negros mantos las unas, otras con humildes pañuelos, señoras y aldeanas, amas y criadas, niñas y viejas, todas con los ojos encendidos de llorar; pero al llegar a la plaza ni una sola dejó de encontrar más interesante que todos los pasos el balcón de Lantigua, y un rumor de comentarios y una oleada de cuchicheos corrieron por la superficie de aquel mar de gente.

Tras el segundo paso iban los penitentes, hombres que habían venido de los pueblos inmediatos a visitar el monumento y a expiar sus culpas mediante el transporte de una grande y pesada cruz. Iban con el santo leño a cuestas y vestían la tradicional hopa negra con capuchón calado sin ningún resquicio por donde se violase el incógnito, ni más respiradero que los agujeros por donde daba luz a sus ojos el atribulado pecador que iba dentro de aquel horrible forro. También ellos, a pesar de hallarse acongojados por la compunción y abstraídos por la memoria de las faltas que estaban expiando a costa de sus fuerzas físicas, miraron por sus espantables claraboyas el balcón de Lantigua.

Venía después el Crucificado y por fin la Dolorosa, y alrededor de ella estaba lo más notable del pueblo. Los señores alcurniados llevaban las varas del palio, que iba detrás como de respeto; venía después el clero y por último el Ayuntamiento seguido de la banda de música y de la media compañía de carabineros. Marineros y señores, los del palio y los que cargaban la imagen, clérigos y monaguillos, Sildo con el incensario y Caifás con el piporro, cantores y alguaciles, el soplado alcalde don Juan y el jefe de los carabineros, los chicos que agitaban en la inquieta mano las carracas, todo lo viviente en fin miraba al balcón de Lantigua. El cura dijo algunas palabras por lo bajo al padre Poquito, y Amarillo frunció el ceño, como enojado de que un gran suceso excitara la curiosidad sin su permiso.