Gloria/Segunda parte/XXI
Jueves Santo
Gloria abrió los ojos después de un prolongado letargo durante el cual su fatigado espíritu logró algún reposo. Había soñado con la pasión de Cristo, con los horribles judíos que le azotaban, había visto elevar el madero con la Divina Persona clavada por pies y manos; y este cuadro lamentable que se le representaba al vivo por el poderoso fingir del sueño, llenó su alma de patética y dolorosa compunción. Al despertar vio a su tía encendiendo algunas velas delante de la efigie del Salvador, hermosa figura de marfil que le representaba en el momento de expirar y cuando, alzados los moribundos ojos al cielo, decía: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».
Serafinita había dispuesto la mesa como altar, poniéndole preciosas velas de esas que tan bien labran y adornan las monjas. No puso flores en los floreros, por temor de que el olor de ellas molestase a Gloria; pero sí las llenó de ramas de pino y otras matas verdes y sin aroma.
-¡Qué bien está, qué bien está eso! -dijo Gloria contemplando con gozo el altar
-Hija mía, ¿qué tal te encuentras?
-No muy bien, pero podré levantarme.
-Más vale que te quedes en la cama. Yo no pienso salir hoy ni ir a la iglesia, a pesar del gran día en que estamos. Debo acompañarte, querida mía, y juntas rezaremos el oficio del día, que es hermoso sobre toda ponderación.
-Muy bien pensado. Lo leeremos.
-Y nos deleitaremos en su sublimidad contemplando el amor de aquel que con ser Dios, quiso derramar su sangre por nosotros.
Después que Gloria hizo sus oraciones de la mañana, se levantó y se volvió a acostar vestida sobre el lecho. Francisca arreglaba su cuarto, mientras D.ª Serafina bajó a preparar algo sustancioso para que la enferma se desayunase. Nada más admirable que el celo que ponía aquella noble dama en todas las cosas, lo mismo en las grandes que en las pequeñas. Todo lo hacía conforme a su conciencia, y no se perdonaba cosa alguna, ni jamás dejó de hacer nada que le pareciese justo y conveniente. Era el alma de más rectitud que podía existir, y si hubiese destruido el género humano, Dios se lo perdonaría, porque sin duda lo habría aniquilado por convicción y creyendo que realizaba un bien. En ella no se conoció jamás ni sombra ni hipocresía. Todo su espíritu y sus creencias y su voluntad estaban claramente retratadas en sus acciones; ni existió conciencia más pura, porque en ella eran imposibles las reservas y distingos insidiosos. Y sin embargo, el alma tan limpia de perversidad podía ser dañosa... Mas para juzgar a Serafinita y condenarla por esto, sería preciso que Dios recogiese su Decálogo y lo volviese a promulgar con un artículo undécimo que dijese: «No entenderás torcidamente el amor de Mí».
Y para juzgarla los hombres y condenarla debían a su vez arrojar de los altares a muchos varones y hembras que subieron a ellos por ser como Serafinita.
Estaba preparando el almuerzo de su sobrina y se caía de debilidad por el estado en que la habían puesto los ayunos; pero el piadoso esfuerzo de su voluntad vencía al cuerpo, infundiéndole una resistencia poderosa, y por el absoluto desprecio de la carne, aparecía triunfante siempre el espíritu y dispuesto a todas las empresas cristianas que exigieran abnegación.¡Lástima grande que aquella santidad no fuese más humana!
Cuando Gloria almorzó, vino el médico y le ordenó el mayor reposo y que huyera de toda emoción viva. Serafinita rogó a la joven que diese un paseo por la habitación, lo que ella hizo de muy buen grado, admirando desde el balcón la hermosura de la mañana.
-¡Qué bello día! -exclamó-. Parece que en días así no puede menos de pasar algo grande.
-El día, querida sobrina -dijo Serafinita-, está lleno de la sagrada memoria que hoy celebra la Iglesia ¿No ves en la Naturaleza una especie de atención solemne, un recogimiento grave y placentero? Hoy celebramos la muerte y la vida, la muerte corporal del que expiró por darnos la vida... Yo leeré.
Serafinita se colocó junto al altar, y poniéndose las antiparras que su fatigada vista exigía, empezó la hermosa lectura, mientras Gloria tomaba asiento en un sofá junto al balcón. Empezando por los Maitines y Nocturnos, que son los oficios llamados Lamentaciones, y que la Iglesia canta en la tarde del día anterior, leyó el Salmo: «Salvame, ¡oh Dios! porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta ha enronquecido. Han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios... Dios, tú sabes mi locura y mis delitos no te son ocultos».
Ambas mujeres tenían su alma absorta en tan sublimes conceptos. D.ª Serafina recitó con entera voz la Lamentación: «¿Cómo está sentada sola la ciudad antes populosa? La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda... Amargamente llora en la noche. No tiene quien la consuele de todos sus amadores»...
Y así siguió la lectura con edificación de entrambas. Como Serafinita se fatigase, Gloria le rogó que le diese el libro, y con la emoción más viva leyó el Miserere: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia grande, y conforme a la multitud de tus piedades, borra mis iniquidades... Porque conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí».
La misa, la epístola de San Pablo a los Corintios, la Sequentia del Evangelio tocaron a Serafinita, que a su vez reclamó el libro. Después de leer todo lo concerniente a la cena, dijo a su sobrina:
-Hemos llegado al punto más interesante, más patético, más solemne de nuestra doctrina, la institución de la Eucaristía. Si tú, hija mía de mi alma, meditando mucho en esto, lograras penetrarte bien de la idea del sacrificio tan sublime, si consiguieran asimilártela y hacerla tuya, ¡cuán grande facilidad hallarías para dar al problema de tu vida la solución que te propongo! ¿Pero no te dice nada tu corazón, no se enternece contemplando el inmenso amor de la sacratísima víctima del Calvario? Lo que a gritos dice tu situación social y los acontecimientos, ¿no lo ha de decir tu corazón? Yo veo tan claro esto, niña mía, que no comprendo cómo puedes dudar.
Gloria, con los ojos bajos, inclinada la cabeza sobre el pecho, callaba, trenzando los hilos de lana del pañuelo que cubría sus hombros.
-Dada tu situación no veo otro camino -añadió Serafinita-. Mucho habían de cambiar los sucesos, para que la lógica de tu porvenir cambiase. Sería preciso que ese infiel empedernido abriese sus ojos a la luz cristiana, sería preciso que se verificase una de esas conversiones ruidosas que hacen época en el mundo... y esto es difícil aunque no imposible. ¿Dime, lo crees tú imposible? ¿Das crédito a los rumores que han corrido?
-No -repuso lacónicamente Gloria.
-¿Crees tú que abrace nuestra santa fe?... ¡Oh! si así sucediera, yo, viendo en esto los designios de Dios, sería la primera que te diría: «Cásate; tu deber es casarte. El Señor lo manda». Tu amor quedaría legitimado por el glorioso hecho de traer al rebaño una oveja, que no por venir tan tarde sería mal recibida... Entonces es verdad que no podrías aspirar a la perfección cristiana, que consiste en desprenderse de los afectos humanos, pero podrías acercarte mucho a ella por otros caminos... No hay que pensar en este medio, hija mía. Tú misma has dicho que no tienes esperanza.
-Es verdad -murmuró Gloria-. Ninguna tengo.
-Pues debes tenerla -dijo Serafinita.
Gloria alzó vivamente los ojos fijándolos en su tía con gran curiosidad.
-Debes tenerla -repitió la señora con aplomo.
-¿De qué?
-No de casarte, no -dijo Serafinita sintiendo en su alma la inspiración apostólica más viva que nunca-, no de casarte, sino de traer a ese infiel a nuestra santa fe.
-¿Cómo?
-Por medio de la oración, unida al sacrificio.
-No entiendo bien, tía -repuso Gloria poniendo sumo interés en aquel asunto.
-Por medio de la oración -repitió la dama con entusiasmo-, y mejor aún por medio del sacrificio. ¿Acaso esto necesita explicarse?
-Me parece que lo voy entendiendo.
-Si haces a Dios el inmenso, el doloroso sacrificio que te he propuesto como el mejor camino para salvar tu alma; si haces el sacrificio de consagrarle por entero toda, absolutamente toda tu vida, arrancándote del mundo y de los mundanos afectos; si haces esto, Gloria, amor mío, y pides a Dios que te conceda la redención de un alma, ciega hasta ahora a la verdadera luz, ¿cómo es posible que Dios te lo niegue?
-¡Oh Jesús mío!... si eso fuera verdad...-exclamó Gloria deshaciéndose en lágrimas-. Y parece que ha de ser verdad, que ha de poder suceder como usted dice...
En el semblante de Serafinita brillaba un destello de alegría infinita, el júbilo del triunfo evangélico.
-¡Oh! -exclamó oprimiendo su pecho-. Yo tengo una convicción profunda... Mi corazón se abre como un abismo lleno de voces y a gritos clama que ese hombre será salvo por tu mediación.
-¡Señora!... -exclamó Gloria exaltándose como su tía-. Yo he orado tanto, tanto, que tal vez...
-No, desgraciada, no basta la oración. Es necesario el sacrificio, es necesario que llegues, y ante esos pies taladrados por el clavo, pongas tu corazón dolorido, tu vida toda, tu voluntad, tus acciones, tu porvenir, tu universo, tu carne y tu espíritu, diciendo: «Señor, tómalo todo, toma todo lo que recibí de ti. No quiero ya nada que no seas tú, tú solo, ni más amor que el tuyo por entero. Abrásame en tu fuego y hazme temblar noche y día con las dulces ansias que resultan de estar incesantemente amándote, contemplándote, oyéndote en mi interior, magnificándome con tu gloria, padeciendo con tu pasión. Este resto de existencia que conservo mientras no me lleves a tu lado, sólo será para tener voz con que nombrarte a todas horas, labios con que besar tu santa imagen, y si das a mi cuerpo el santo tormento de que me duelan tus heridas, mayor gozo tendrá mi alma. Perezcan los ojos de mi cuerpo, que de nada me sirven, y así te verán mejor los del alma. Perezca mi belleza, que no por ella te he de agradar sino por la pureza y la violencia de mi amor. Soy toda tuya, Señor, y aun así no creo ofrecer bastante al que murió por redimirme del pecado».
D.ª Serafina se había levantado y con su majestuoso ademán daba mas prestigio y realce a la admirable elocuencia con que se expresaba.
-Lo que usted dice -manifestó Gloria-, resuena en mi corazón como un eco del cielo.
-Dios aceptará tu sacrificio y lo premiará -añadió Serafinita-. La inagotable bondad del Amado se te revelará bien pronto. Oirás su voz en tu interior; le verás allá en lo profundo y en lo más negro de tu mirar, cuando cierres los ojos en la dulce oración. ¿Cómo no ha de concederte lo que le pides, si le pides un nuevo triunfo para su Iglesia? ¿Qué premio más digno puede ambicionar un alma consagrada a Dios? «Señor, le dirás, trae a tu seno a un ser que me fue querido y que tiene la desgracia de carecer de la verdadera luz».
-El Señor me oirá -dijo Gloria cruzando las manos-. Tía, querida tía, mi alma se llena repentinamente de fe; en mí ha entrado una luz prodigiosa; siento como una gran lluvia... Soy otra... Suena dentro de mí una voz como el trueno... Me parece que Dios me dice: Sí, sí, sí.
-Sí, sí, sí -repitió Serafinita con exaltación que rayaba en frenesí-. Y se salvará, abominará de su execrable secta, y entrará en el Paraíso.
La piadosa señora, que había estado tantos meses predicando a su sobrina las excelencias de la vida ascética; que había agotado todos los argumentos, todas las razones, todos los sofismas sin conseguir nada, lograba al fin su objeto: ¿cómo? tocando una fibra más sensible que todas las fibras del corazón de su sobrina, la fibra del amor humano. Al llegar allí el espíritu rebelde gimió doloridamente sucumbiendo; y lo que antes le pareció monstruoso e inútil, pareciole después bello, grande y sublimemente provechoso. Estremecida hasta lo más íntimo de su ser, sintió la bullidora expansión del amor, pidiendo su consecuencia natural, el sacrificio.
-Acepto, acepto... -exclamó levantándose, ágil, inquieta, exaltada, cual si recibiera por milagro prodigiosas fuerzas.
Pero extendiendo después un brazo, llevándose la izquierda mano a los ojos, murmuró con súbito desaliento:
-¡Mi pobre hijo!...
-Dios, el Criador de todas las cosas -gritó Serafinita acudiendo veloz a agarrar a su víctima que se le escapaba-, miró a la tierra pervertida por el pecado, y enviando a ella a su Hijo en carne mortal, le vio padecer y morir como un hombre... ¡Y aquel era el Verbo, la razón universal, la justicia, la ley... el Hijo!... Lo que hizo Dios por redimir el género humano que formó de barro, ¿no lo podrá hacer una miserable criatura por salvar a otra de las eternas llamas del infierno?... ¿y no sería capaz esta criatura de hacer un sacrificio tanto más aceptable cuanto más noble es el afecto sacrificado? ¡Dios infinito, inmenso, más grande que todo lo grandísimo ve morir a su Hijo!... y tú... ¿Acaso le pierdes? ¿acaso le matan?
-Madre querida -exclamó Gloria contestando a las caricias de su tía con otras no menos ardientes-. Soy de usted. No vacilo más. Ya no tengo voluntad. Venga la cruz, pronto, pronto. Mi espíritu la acepta... ¡Oh! ¡qué idea! ¡qué sublime idea!
Cayó sin aliento en la silla.
Serafinita no se sentó, y en pie dijo:
-Partamos esta misma tarde. No debe perderse tiempo.
Sin duda temió volubilidades y arrepentimientos.
-Esta misma tarde -repitió Gloria, pálida, sin aliento, transfigurada, como si tuviera ya marcada la hora para salir de este mundo.
-Nos prepararemos en un instante; arreglaremos todo para ir a tomar el tren en Villamojada.
-Saldremos sin que lo sepa mi tío.
-Eso no: se lo diremos. ¿A qué ese engaño indigno de nosotras?... Es preciso preparar todo -dijo la señora con febril impaciencia-. Es verdad que no necesitamos gran cosa.
-Es verdad... Yo...
Gloria no pudo seguir la frase porque se sintieron pasos. Abriose la puerta y apareció D. Buenaventura.