Gloria/Segunda parte/XVIII

Pasión, sacrificio, muerte

-Acuéstate -dijo D.ª Serafina, cuando se quedaron solas en la alcoba de esta, después de bajar D. Buenaventura y de salir Francisca, a quien la señora mandó retirarse-. Estás cansada.

-Sí, mucho -dijo Gloria con desfallecimiento, apoyando su cabeza en la palma de la mano y el codo en el lecho.

-Acuéstate -repitió D.ª Serafina quitando el mantón a su sobrina-. Ven, te desnudaré.

-No tengo fuerzas para nada -dijo Gloria dejando caer los brazos después de que se incorporó un instante-. Haga usted el favor de llamar a Francisca, no tengo fuerzas para nada.

-Yo estoy aquí -indicó la señora desabrochando el vestido de Gloria.

-No, tía, por Dios, yo lo haré -dijo la joven levantándose.

Después D.ª Serafina se arrodilló delante de ella, con objeto de descalzarla.

-No... tía, ¡por amor de Dios! -exclamó la joven rechazando con rubor aquel servicio-. ¡Usted de rodillas delante de mí, usted como una criada!

-Así verás como es la humildad -dijo Serafina-. ¿Qué importa que yo sea tu criada? Debemos creernos siempre inferiores a los demás. La mejor manera de conservar la humildad es creer que todos valen más que nosotros.

-No, no lo puedo consentir.

-Me causarás pena si te opones a que te sirva, querida hija. Déjame. Es mi gusto. Tú necesitas de mi auxilio porque estás fatigada, pobre y desgraciada niñita.

-En fin, entre las dos saldremos del paso.

Gloria procuró vencer su fatiga, y al fin descansó en su lecho, del cual había salido tres horas antes. Los gallos cantaban más fuerte, anunciando la proximidad del día.

-¿Quieres tomar algo?

-No, querida tía, gracias.

-¿Tienes sueño?

-Tampoco.

-¿Te molesta mi compañía? ¿Quieres que me vaya o que me quede?

-Que no se separe usted de mí es lo que deseo; pero no quiero que usted esté en vela por mí.

-¿Te agrada mi compañía?

-Mucho... Me consuela mucho oír su voz... Yo quisiera hablar algo también. Tengo muchas cosas que decir.

-Pues dímelas.

-O mejor será que me calle. Si no está usted muy cansada, querida tía, no me deje sola porque no dormiré y estaré pensando horribles disparates... Pensaré mucho en el afán que me ha sacado de mi casa a hurtadillas tres noches, y en otras cosas que me turban.

-Te acompañaré si quieres.

-Siéntese usted ahí, junto a mi cama, y repréndame por mi mala conducta. No debí hacer lo que he hecho, ¿no es verdad?

-Quizás esta falta no sea tan grande como tú crees.

-¿Merece perdón?

-Sí, merece perdón, y yo te lo doy con toda mi alma -repuso amorosamente Serafinita, poniendo su suave y blanca mano sobre el angustiado seno de Gloria-. ¿Has podido creer otra cosa de mí? ¿Has visto en mí alguna vez crueldad, violencia o coacción brutal? ¿He empleado otros medios que la exhortación, el ruego y el natural prestigio que los mayores ejercen sobre los pequeñitos, sobre los niños?... Porque tú eres una niña, un tierno arbolito al cual es preciso guiar y poner derecho para que jamás y por ninguna causa se tuerza de nuevo. La prohibición de ver a tu hijo y la dura ley de tenerlo alejado de ti en estas circunstancias no es mía, es de nuestro común padre espiritual, de mi bendito hermano Ángel. Y ya sabes que debemos obediencia ciega al prelado y respeto al hermano.

-Mi tío es muy santo, muy bueno; yo le respeto y le quiero mucho -dijo Gloria-; pero en este caso... no sé... yo creo que su conducta conmigo y con mi pobre hijo desvalido no es la más generosa ni la más humana.

-Por todos los santos, niña mía -dijo doña Serafina con aflicción-, por tu alma, querida, que está en grandísimo peligro, no digas tales cosas. Ese es tu flaco, la soberbia, la independencia de juicio, la crítica, la perversa crítica de actos y de ideas emanadas de la autoridad. Hija de mi corazón, mientras no te sometas por entero, no tendrás paz; mientras no renuncies a ese perverso juicio de las determinaciones superiores, no alcanzará tu espíritu sencillez ni pureza, ni la humildad que ha de acercarte a Dios.

-No lo puedo remediar, querida madre, por más que trato de sojuzgar mi entendimiento, por más que le pongo ligaduras y le azoto y le pisoteo... sí, todo eso hago... pero aun haciéndolo así no puedo conseguir nada. Todas las fuerzas de mi espíritu no pueden obligar al pensamiento a que se convenza de que un hijo desvalido debe estar separado absolutamente de la madre que le dio el ser, de que eso no es una violación de las leyes más santas, y de que Dios apruebe crueldad tan grande.

-¡Oh, hija mía, expresada de ese modo tu querella parece razonable! ¡Qué horrible cosa! ¡separar a un hijo de su madre, privarle a él de las caricias y de los cuidados de la que le llevó en sus entrañas!... ¡Quitarle a ella el goce más puro y el afán más legítimo que en humano corazón puede existir, después del amor y del goce de Dios!... ¡Qué barbarie! En efecto, dicho así, parece el caso presente un ejemplo del más fiero y despiadado rigor.

-Es verdad que lo parece -dijo Gloria gimiendo.

-Te tengo lástima, la compasión más viva que se puede tener por una criatura -dijo Serafina apartando su mano del pecho de la joven, como una divinidad que retira su protección-. Hablas y piensas vulgar y torpemente con las vanas ideas de los necios y los soberbios. No penetras el sentido de las cosas, porque no eres sencilla y humilde en tu criterio, porque no tienes el desprecio de tu propio juicio, que es lo que conduce a entender las más elevadas cosas sin trabajo, por la misteriosa luz que se recibe del cielo... Ven acá y dime; ¿acaso mi hermano te ha negado en absoluto las delicias de la maternidad? ¿Acaso ha mostrado saña o prevención contra ese pobre niño? ¿No te envió su bendición para ti y para él, no te escribió diciéndote que te ama hoy como antes, que te perdona todos tus yerros, que se enternece sólo de pensar en esa inocente criatura que has dado a luz, y que la ama con fraternal cariño?...

-Sí, es verdad, es verdad... -repuso Gloria anegada en llanto-. Yo sé que mi tío es el mejor de los hombres... yo también le adoro a él... pero...

-¿Pero qué?... ¡Ay! pobre hija de mi corazón, siento que mis palabras claven otra vez el cuchillo en tu reciente herida no curada; pero es preciso. No, no basta concebir un hijo y darlo a luz para tener derecho a los inefables goces de la maternidad. No ha nacido, no, ese desdichado niño, a quien pusimos por nombre Jesús para que hasta el nombre indique nuestro deseo de criarlo en Jesucristo; no nació, digo, ese infeliz niño de padres unidos por el Sacramento; no nació entre las aclamaciones alegres de una familia, ni entre el regocijo de la Iglesia nuestra madre; no nació rodeado de esa aureola de honra y felicidad que circunda al heredero de una familia ilustre; no nació deseado, sino temido; no nació como una esperanza sino como un horror, y tú misma, al sentir en tu seno las palpitaciones que eran aviso de esa vida nueva que arrancaba de ti, no temblabas de alborozo sino de vergüenza, porque lo que en el orden natural hubiera sido el más dulce consuelo de tu alma y la gala más rica de tu familia y de tu nombre, era en este caso la encarnación de tu infamia. Nació inocente, sí, y sin más culpa que la que todos al nacer traemos; nació digno de ser amado y educado, pero no nació en la sacrosanta ley de la familia cristiana. Lleva en sí el baldón de tu ignominiosa caída, de tu caída, que no vacilo en recordarte, porque tu mayor gloria es padecer, y sólo padeciendo has de regenerarte... ¿Has olvidado que tu caída es la más deshonrosa que se puede imaginar? Jamás el demonio tendió lazo más horrible. Escogió la mejor criatura para víctima, y para cebo... un hombre de raza maldita por Dios y que expía el crimen de deicidio con su dispersión y envilecimiento.

Gloria que había oído la anterior arenga con indecible congoja, sintió, al llegar el último punto, que sus cabellos se erizaban, que sus músculos se contraían, que su sangre se paralizaba... Extendió su mano como para imponer silencio a la señora, y con la otra se oprimió la frente.

-Te mortifico -dijo Serafinita-. Callaré, pues, porque no puedo faltar a la caridad. Pero por tu parte debes desear la mortificación, debes buscar el padecimiento y renovar tus dolores y clavarte cien veces estas espinas y estos clavos, pues sólo cuando no te canses de padecer, cuando hayas bebido el cáliz de la pasión, serás salva y regenerada, hija mía querida.

-Pues siga usted, quiero oír.

-No; sólo me resta decirte que mi hermano ha considerado con gran sabiduría que ese niño debía ser reclamado por Jesucristo, puesto en salvo, en seguridad, con garantías de que nunca dejará de pertenecer a nuestra santa fe católica.

-Pues qué -dijo Gloria vivamente-, ¿temen que yo sea capaz de apartar a mi hijo de la fe de Jesucristo?

-Tú no... si bien tus ideas no son las más a propósito para darle una educación verdaderamente cristiana... Y mientras no veamos completa y absolutamente limpio tu corazón de liviandad, de vanidades sentimentales...

-Pues qué, ¿no lo está ya? -dijo Gloria vivamente.

-¡No, querida hija mía, no lo está! Bien conozco que existe aún la levadura del desordenado afecto y de las mundanas imaginaciones que trastornaron tu alma y sumieron en terribles calamidades a tu familia. Mientras esa levadura exista no podemos esperar nada de provecho para tu perfección moral.

-Si algo me queda -repuso Gloria con resignación-, yo lo iré arrancando poco a poco, que no he de hacer yo en un día lo que personas muy santas no consiguieron sino a fuerza de paciencia, abstinencias y mortificaciones.

-Tienes mucha razón -dijo Serafinita con complacencia-; pero es la verdad que el estado de tu espíritu no es el más a propósito para que te entreguemos a tu hijo. «Mientras exista sobre la tierra el que la engañó, ha dicho mi hermano, Gloria estará en peligro de caer de nuevo». Pues bien, desgraciada, ese hombre no sólo existe, sino que te persigue, te ha buscado... está aquí, en Ficóbriga, y anoche... Con respecto a tu hijo, la voluntad de mi hermano es bien clara. «Puedes concederle, me escribió desde Roma el mes pasado, algún consuelo, permitiéndole ver a esa tierna criatura, aunque no conviene que se exalten demasiado sus sentimientos maternales. Puedes permitirle este desahogo tan natural y de tan buen origen; pero si por acaso el Malo se presentase en Ficóbriga, establece la incomunicación más absoluta; esconde a nuestro buen Jesús, que criamos para el cielo, ponlo donde sus extraviados padres no puedan alcanzarlo, porque temo mucho que perdamos esta tierna alma, ofrenda piadosa de nuestra familia al que hiriéndonos nos ha mostrado su poder, y mortificándonos su misericordia».

Gloria al oír esto cayó en profundo y lúgubre silencio.