Gloria/Segunda parte/XVII

Declaración

Serafinita dormía tranquilamente, cuando empezó a soñar que el mundo se partía en dos pedazos, al golpe de un martillo celestial que iba a destruir en pocos momentos la obra de siete días, endurecida por seis mil años. Mas esta idea pasaba por la serie de transformaciones y de matices, que enlazan lo soñado con la realidad. Tuvo miedo, dudó si creer a sus sentidos que le anunciaban un terremoto, hizo la observación de que en otras ocasiones había soñado con cataclismos, incendios y quebrantamientos de astros cuyos pedazos llovían sobre el nuestro; pero su conocimiento fue muy claro al fin, y diose por despierta.

Sintió voces en la casa, y Francisca, llegando a su puerta, dijo con voz angustiada:

-Señora, señora, levántese usted.

-Francisca... ¿qué?... ¿hay fuego?

-No señora... levántese usted.

-¿Hay fuego, mujer?

-No señora, otra cosa peor.

-¡Jesús, María y José! -exclamó D.ª Serafina, invocando con su acostumbrado fervor y piedad a Dios y los santos.

Comenzó a levantarse con mucha presteza, pero las piernas le temblaban, y chocaban sus dientes unos con otros...

-Señora -volvió a decir Francisca-, ¿no se levanta usted?

-¿Qué hay?

-La señorita Gloria...

-¿Pero qué le pasa, mujer?

Quiso acelerar más la operación de vestirse, y evocando las fuerzas de su espíritu que eran grandes, trató de sobreponerse a su pavor. Estaba aún a media tarea cuando sintió los pasos de su hermano que bajaba precipitadamente. Después sintió voces desconocidas en el comedor.

-Esa pobrecita -pensó-, habrá tenido un susto, una pesadilla, habrá alarmado la casa... Pero esas voces desconocidas...

Salió al fin, y en el pasillo, Francisca que volvía de la cocina le dijo:

-No ha sido nada, un desmayo. Ya ha vuelto en sí.

Fácil es comprender el estupor de Serafinita al ver a su sobrina vestida como si acabara de llegar de la calle, y a dos hombres desconocidos, uno de los cuales la asistía juntamente con D. Buenaventura. La piadosa y noble señora permaneció en pie, aterrada, los ojos fijos, el labio a punto de soltar la palabra, extendida una mano, todo su cuerpo y fisonomía como estatua labrada en representación del ideal del asombro. Sansón estaba junto a la puerta, serio y estirado como un centinela; mas a una señal de su amo se retiró.

-No es nada -dijo D. Buenaventura lleno de turbación y pareciendo muy disgustado de la presencia de su hermana-. ¿Para qué te has levantado, Serafina?...

-¡Ha salido!... -exclamó la señora con espanto señalando a su sobrina-. ¡Ha salido...! ¡Gloria!

-No... es que -repuso D. Buenaventura pálido y balbuciente-. Sí... en efecto... salió... Ya ves cómo ha regresado. La pobre ha tenido un susto.

-¿Y ese hombre quién es?-preguntó Serafinita señalando al hebreo.

-Es... un señor... un amigo mío -replicó Lantigua.

-Daniel Morton -dijo él inclinándose con respeto.

Serafinita tembló como si sintiera súbito y abrasador el calofrío de una enfermedad fulminante. Acudió a ella prontamente D. Buenaventura temiendo que la impresión recibida la trastornase, y afectando tranquilidad que estaba muy lejos de tener, dijo:

-Querida hermana, no te aflijas sin motivo. Aquí no ha ocurrido nada de particular. Este caballero pasaba casualmente cuando...

-¿Por qué no decir la verdad? -manifestó Daniel interrumpiendo-. Yo detuve su coche cuando volvía...

Gloria, que había recobrado el conocimiento y lloraba en silencio, cayó de rodillas delante de su tía, besole las manos, y entre ahogados sollozos, bebiéndose las lágrimas, habló así:

-Señora, tía de mi corazón, he faltado, he pecado contra la obediencia, contra la resignación, he faltado a mis votos y al deseo y a las órdenes de usted; pero merezco perdón porque soy madre... Soy madre y he ido a ver a mi hijo, de quien me separa una prohibición justa; pero a la cual no me puedo resignar.

A la declaración de Gloria sucedió tétrico silencio, por lo cual aquella fue más solemne y pareció que sus palabras subsistían sonando y quedaban como grabadas en el silencio mismo.

D. Buenaventura levantó a la joven del suelo, hízola sentar, colocose a su lado D.ª Serafina que también lloraba y los dos hombres permanecieron en pie consternados y mudos.

-No he podido resistir en mi afán -continuó Gloria-. Me he portado, querida madre mía, como los hipócritas, como los ladrones, y he salido en silencio, a deshora, cuando todos dormían, acompañada de un hombre humilde que en todo me obedece... Esta es la verdad. Lo digo porque ha tiempo que esto se me sale del corazón y no puedo ocultarlo, porque me dan ganas de salir a la calle y decirlo a gritos... Lo digo también porque no se crea lo que no es, al verme entrar como he entrado...

-Sosiégate, hija mía -dijo Serafinita con ternura-. Creo que tus móviles siempre son buenos y honrados. Esto mismo que me cuentas y que me ha dejado absorta, esta misma desobediencia ha sido impulsada por un sentimiento noble, por el más noble de todos después del amor de Dios, sí, después.

A las palabras de D.ª Serafina sucedió otro espacio de silencio, que las hizo, como las de Gloria, más solemnes, dejándolas, por decirlo así, esculpidas.

-Por eso -continuó la señora acariciando las manos de su sobrina-, no me atrevo a dirigirte una sola palabra de reconvención... Ahora me explico lo que oí de tus salidas de noche... ¿Por qué has hecho esto?... ¡Qué confusión!... Pero no es oportuno reprender... no... Un preciosísimo sentimiento te ha guiado... No necesito que me expliques el hecho de volver acompañada... Segura estoy de que no es culpa tuya.

D.ª Serafina miró al hebreo sin rencor ni curiosidad, como si se tratara más bien de pedirle estrecha cuenta de la perdición de un alma que de confundirle con anatemas.

-Ahora, a descansar -propuso D. Buenaventura-; estás fatigada, hijita. Vamos arriba... No se piense más en lloros ni sofoquinas. A descansar.

-Este hombre- balbució Serafinita, señalando a Morton- no necesitará que le demos hospitalidad. Tendrá su casa donde pasar la noche.

-Estoy dispuesto a retirarme -dijo Morton, pálido como un muerto-; pero, si la señora me lo permite, antes hablaré un poco con su señor hermano.

-Yo también tengo que hablar. Al momento soy con usted -dijo D. Buenaventura, enlazando con el brazo la cintura de su sobrina para conducirla a lo alto de la casa.

Morton se quedó solo, esperando al banquero, que no tardó en volver. El poderoso argumento de ternura que guardaba este para la ocasión más favorable habíase al fin enunciado por sí mismo.

En el vestíbulo de la casa, Roque y Francisca entablaron viva disputa con Sansón, intentando convencerle de que debía ponerse inmediatamente en la calle; pero este, haciendo más gestos que un molino de viento, ya que con la lengua no podía explicarse, les decía que mientras su amo estuviese dentro de la casa, él no saldría. Reforzó luego Francisca su argumento con empellones y denuestos terribles. Al fin transigieron, conviniendo en que ni a la calle saldría, ni aguardaría a su amo dentro de la casa, quedándose entre infierno y cielo, o sea en el jardín. Al bajar la gradería de la puerta principal, decía en alta voz, recordando los libros santos: «Mejor es que se encuentre un hombre con una osa a quien hayan robado sus cachorros, que con una mujer necia».