Gloria/Primera parte/XVII

El vapor Plantagenet

Retrocedamos unas cuantas horas.

Después que Su Ilustrísima, bajando de paseo a la playa, dijo aquellas palabras: «¡pobres marineros, pobres navegantes!» siguieron andando a toda prisa para guarecerse en la casilla del resguardo. Todos deploraban el chasco, y aunque D. Ángel reía para animar a los demás, antes se oían quejas que felicitaciones en el grupo. El grave doctor López Sedeño tuvo la mala suerte de meter su pie derecho en barro hasta la pantorrilla, con lo que todos recibieron un gran disgusto. Por fin llegaron a la casilla del resguardo, que fue como tocar la tierra después de un largo viaje por entre escollos y tempestades.

-Es cosa de cantar un Te-Deum -dijo Romero sacudiéndose la ropa.

D. Ángel, tomando asiento en un barril vacío que le presentaron con tal objeto, repitió:

-¡Pobres marineros!

En el mismo instante oyose un cañonazo. Era un buque que pedía auxilio. Miraron todos y entre la bruma del mar vieron un fantasma que elevaba sus brazos al cielo con desesperación, vomitando humo.

-¡Un vapor, un vapor! -gritaron todos.

En el pequeño muelle reuniéronse al punto muchos marineros y pescadores.

-¡Se estrella contra Los Camellos!

A la izquierda de la boca de la ría había una serie de rocas que se mostraban completamente en marea baja, y en la pleamar eran indicadas por móviles espumarajos del agua. Uno de los peñascos tenía forma parecida a un camello, y de aquí vino el nombre de Los Camellos dado a todo el arrecife.

-¡Jesucristo les ampare! ¡Pobres marinos! -exclamó el obispo, asomándose también a la puerta-. ¿Conocen ustedes ese barco?

-Es inglés -indicó un marinero.

-Ya, es el Plantagenet -dijo un forastero que a la sazón se encontraba allí-. He visto este vapor la semana pasada atracado a los muelles de Manzanedo descargando géneros ingleses.

-¿Y se perderá, se perderá? -preguntaron ansiosos D. Juan, D. Ángel y los demás de la partida.

-Debe de haber perdido el timón, y no puede gobernar -dijo un robusto y hermoso marinero, que vestía grueso camisón de lona, pantalones recogidos dejando ver toda la pierna desnuda, y cubría su varonil cabeza de Neptuno con un sueste de hule que por todos sus bordes despedía el agua.

-¡Pero se ahogará esa pobre gente! -exclamó con terror el Sr. de Lantigua-. Germán, Germán, es preciso hacer un esfuerzo.

-Es ir a buscar la muerte, señor -repuso Germán llevando la mano a la delantera del sueste.

El Plantagenet, mientras de este modo se discutía sobre su suerte, se acercaba más a Los Camellos. Arrojaba el vapor silbando con verdadera rabia, como lanza su grito el animal herido que presiente la muerte. Era un buque pesado y sin elegancia. Como nave de carga, su casco parecía un almacén negro, y su arboladura sin garbo ni esbeltez consistía en tres palos con escaso cordaje. Tenía dos vergas en el palo de trinquete, y en el de mesana que era pequeñísimo flotaba un jirón rojo, ennegrecido por el humo, en cuyas aspas podía reconocerse las insignias de la Gran Bretaña. La proa de puntal se alzaba desmesuradamente, mostrando hasta el último número de las medidas de flotación y las planchas rojas de hierro mal pintado. Daba grandes tumbos a babor y estribor, mostrando ora la horrible panza, ora la cubierta en desorden, negra y húmeda, las escotillas, el cajón de la máquina, el puente y la chimenea negra con dos anillos blancos y una T, emblema de la casa Taylord and Co, de Swansea, poseedora de treinta y dos buques de carga y pasaje.

El pobre barco inspiraba esa compasión hondamente patética que acompaña al espectáculo de los grandes peligros. Se le veía forcejear con las olas, tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose a los ojos de los que están a salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre náufrago, que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por las dos grandes portas de las anclas, abiertas a manera de narices. La hélice trabajaba con frenesí tornillando el agua y sacando hirvientes virutas de espuma. Tragaba el casco inmensos sorbos de agua y al tumbarse las arrojaba en catarata por los portalones, sin cesar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida.

-A los condenados ingleses -dijo Germán-, les pasa esto por borrachos.

-Sabe Dios los cuartillos de aguardiente que tendrá a estas horas en el buche el capitán.

-No digáis desatinos, hijos míos -manifestó con angustia el señor obispo-, y ved si podéis salvar a esos desgraciados.

Germán puso un gesto que daba miedo.

-Ese buque venía a nuestro puerto -dijo el prelado, buscando todos los medios para interesar a los rudos marineros ficobrigenses-, con el fin de traernos riquezas, mercancías, dinero, trabajo.

-Perdone Su Ilustrísima -gruñó uno de los presentes-. El Plantagenet no puede entrar en esta ría. No es sino que pasaba para Inglaterra, se sintió con averías y quiso guarecerse en el abra de Ficóbriga, aguantándose a máquina. Pero se le rompió el timón, y ya ve Su Ilustrísima... Dentro de dos horas no quedará nada.

-Sí, ya veo que el buque no puede salvarse; pero la tripulación, la tripulación...

En aquel momento el pobre Plantagenet volvió la proa a Noroeste, y hundió toda la popa en el agua. Había caído en la trampa. Los agudos escollos, como tenazas de hierro, trincaron la quilla de popa y la hélice: la presa no debía ser soltada ya. Alzaba el buque moribundo la proa, dejando en descubierto todo el codaste y a ratos parte de la quilla. Ya no se movió más sino con movimientos pequeños; y en su convulsión postrera, temblaban las rotas jarcias; y el mastelero de trinquete con la doble cruz formada por las vergas se doblaba como un báculo roto. Entonces las olas avanzaron triunfantes sobre el cadáver de la nave que ya era un cuerpo inmóvil, y se posesionaron de él ebrias de feroz gozo. Una entraba frenética y se metía hasta las bodegas; otra pasaba por encima de la cubierta robando cuanto hallaba al paso; una subía, salpicando, por las escalas de las jarcias hasta tocar las cofas; otra se estrellaba sobre la convexa armadura negra; y otra, la más fatua de todas, daba un salto hasta la chimenea y entraba por la boca de ella para inundar las máquinas.

-¡Hijos míos! -exclamó el obispo en tono grandioso, alzando la mano bendecidora de los pueblos-. No sois cristianos, no sois españoles, si dejáis perecer a esa pobre gente.

Los marineros gruñeron. Se miraron unos a otros buscando entre ellos al más valiente. Pero el más valiente no parecía.

-No se puede, Ilustrísimo Señor, no se puede -dijo al fin Germán encogiéndose de hombros.

-Parece que se aplacan las olas -manifestó D. Juan que trataba de convencer a dos marineros amigos suyos.

-¡Ánimo, muchachos!

-En nombre de Nuestro Señor Jesucristo -dijo Su Ilustrísima con exaltación evangélica-, os suplico que salvéis a esos pobres náufragos. ¡En nombre de Nuestro Señor Jesucristo!...

Profundo silencio. Alguno se rascaba la oreja. Alguno se escabulló bonitamente, subiendo a Ficóbriga.

-Señor, que nos vamos a ahogar todos -exclamó Germán-. ¿No ve usía esos mares como montañas?

-Fuera de aquí cobardes -gritó una voz enérgica, terrible, única voz digna de alzarse entre la espantosa música de los mares.

Era la voz del cura.

-¿Qué, se atreverá el señor cura?...

-¿Pues no me he de atrever? -vociferó don Silvestre arrojando manteo, canaleja, paraguas, inútil carga de fastidiosos dengues. Su impetuosa naturaleza, su indómito valor, hecho a los combates con la Naturaleza, mostrose en sublime cuadro.

-¡Bien, bien por el soldado de Cristo! ¡Bien por el sacerdote!... ¡Aprended, hombres sin fe! -exclamó el obispo derramando lágrimas de piedad y admiración.

D. Silvestre se arremangó los brazos, mostrando las musculosas manos de oso, aquellas manos que lo mismo tomaban la hostia que el reino. Quitada también la sotana, se encajó una camisuela de lana.

-¡Venga la trainera, un cable, dos!... A ver quiénes son los bravos que me van a acompañar.

-Yo, yo, yo...

Y todos querían ir.

-Tu, tú, tú, tú... -dijo rápidamente el cura, escogiendo su escuadrón.