Gloria/Primera parte/XVI

Ya llegó

-Está bueno -dijo animosamente Gloria-. Vamos.

Después de dar a los chicos todos los cuartos que llevaba, la señorita y el sacristán salieron. Gloria se recogía el vestido, Caifás ponía cuidadosamente el paraguas de modo que su Divina Pastora se mojase lo menos posible, y le indicaba los charcos del camino y las piedras salientes donde debía poner el pie.

-Estoy con cuidado -repitió Gloria-. ¿Qué sucederá en mi casa?

Cerca de la Abadía, y a mayor altura que ella, contenido por grueso muro de mampostería sobre la calle de la Poterna, estaba el cementerio de Ficóbriga. Gloria nunca pasaba por allí sin sentir religiosa emoción.

-¡Qué mala noche para mis pobres hermanitos, Caifás!- dijo.

-Ellos no tendrán frío como nosotros -repuso el sacristán.

-Es verdad; pero somos tan materiales, estamos tan apegados a la tierra, que no podemos pensar nada del alma si no lo referimos al cuerpo.

Sopló de súbito otra racha del Noroeste tan fuerte, que los dos viajeros tuvieron que detenerse. A Caifás se le volvió el paraguas del revés y tuvo que hacer grandes esfuerzos para defenderlo del viento que quería arrancárselo de las manos. Una rama arrastrada por el huracán pasó rozando el rostro de Gloria. Después la lluvia los azotó a entrambos con furia.

-¡Jesús, Dios nos favorezca!- exclamó la señorita.

Lívida claridad iluminó a Ficóbriga, y Gloria vio una cinta de fuego que bajo culebreando hasta los techos de la villa, a punto que el trueno retumbaba en los altos cielos llenos de agua.

-¡Un rayo! -gritó con angustia-; Caifás, Caifás... ¿no te parece que ha caído en mi casa?

Detúvose espantada y sin aliento mirando hacia el Oriente; mas en la negrura de la noche no se distinguían con precisión los edificios.

-Por allá parece que cayó, pero mucho más lejos. No tenga la señorita cuidado; ha caído en la ría.

-Corramos, Caifás. Me he quedado muerta. ¡Dios mío, qué nerviosa estoy esta noche! Juraría que el rayo cayó sobre mi casa.

-Es el hombre que ha bajado del cielo -dijo Mundideo riendo-; el hombre con quien yo soñé.

-Tú estás borracho... por Dios, José, ¿querrás callar?... Mira que estoy muy nerviosa esta noche. Me haces daño.

-Pues callo.

-Aprieta el paso... vaya: al fin estamos cerca. Veo luz en la ventana del cuarto de papá. Parece que todo está tranquilo.

La noche era oscurísima; mas no tanto que no se viese perfectamente la claridad de la superficie de un gran charco que las aguas habían formado en la plazoleta frente al palacio de Lantigua.

-Bonito está esto, Caifás. Si es un lago la plaza...

-Yo pasaré a la señorita en brazos -dijo Caifás disponiéndose a hacer lo que decía.

-No, no es preciso. Por aquí, por el callejón se puede pasar a la casa vieja. Me parece que está abierta la portalada.

Ya hemos dicho que el palacio de Lantigua lo componían dos casas, la vieja morada solariega de los primeros Lantiguas y la moderna que fabricó el indiano y que fue heredada por D. Juan. Ambos edificios estaban unidos exterior e interiormente; pero la vieja no tenía sino un par de piezas habitables. Lo demás se había destinado a graneros y almacén. En la planta baja había un hermoso establo y las cocheras. Por la portalada de la casa antigua entró Gloria, después de dar las gracias a Mundideo por su compañía.

Subió rápidamente la escalera vieja, atravesó el largo corredor desierto y entró en una vasta pieza que servía para conservar frutas en cuelga y contenía sacos vacíos, arcas y otros objetos. De allí se pasaba a otra pieza que estaba amueblada y servía de comunicación con la casa nueva. Gloria empujó la puerta y al pronto sorprendiose mucho de ver luz allí donde no habitaba nadie.

Entró y miró a todos lados, quedándose atónita y sin habla por breves momentos. Allí había un hombre.

Estaba tendido en la cama y cubierto con gruesas mantas, a excepción de la cabeza. Sobre la cercana mesa había una luz. Gloria dio algunos pasos hacia el lecho y observando aquella cabeza, vio un rostro lívido y dolorido, con algunas manchas amoratadas como de golpes, entreabierta la boca, cerrados los ojos, ligeramente fruncido el ceño, húmedo el pelo. El perfil de aquella cara era perfecto, la frente hermosísima, entre oscuros cabellos desordenados. De las cejas rectas ligeramente arqueadas hacia la sien, partía la nariz aguileña, fina, intachable, como cortada por diestro cincel. Bigote castaño y barba del mismo color, un poco puntiaguda y ligeramente bifurcada en su extremidad, remataban dignamente un rostro que era de los más acabados que pueden imaginarse. Gloria, en aquel breve instante de observación, hizo un paralelo rápido entre la cabeza que tenía delante y la del Señor que estaba en la Abadía, dentro de la urna de cristal y cubierto con blanquísimas sabanas de fina holanda.

Pero no había tenido tiempo de hacer deducción alguna cuando se abrió la puerta que comunicaba con la casa nueva y aparecieron D. Ángel y D. Juan. Andaban con cuidado para no hacer ruido.

-¡Oh! ¿Ya estás aquí? -dijo D. Juan-. ¿Por dónde has entrado?

-Por la portalada.

-Hija, no te había mandado buscar, porque no hemos tenido un punto de reposo. Ya ves.

D. Juan señalaba al hombre.

-Nos hemos llevado un rato, hija... -dijo el obispo con orgullo-. Pero por bien empleado. Hemos realizado un acto heroico.

Gloria preguntaba con la mirada.

-Ahí le tienes, ahí tienes a un desgraciado joven a quien acabamos de salvar del furor de las olas. ¡Qué satisfacción tan pura, Dios mío!

-Pero no hagamos ruido -dijo D. Juan-. El médico ha dicho que no hay ya cuidado; pero que se le deje descansar.

-¿Y quién es? -preguntó Gloria.

-Es... el prójimo. ¿Qué nos importa? ¡Bendito sea Dios que nos ha permitido hacer esta obra de caridad!

-Sino es por D. Silvestre...

-¿D. Silvestre le sacó?

-De en medio de las olas, hijita. Todavía estoy conmovido. ¡Qué tarde hemos pasado! Pero triunfamos, triunfamos de los elementos, y todos se salvaron. Los pobres náufragos están repartidos por las casas de Ficóbriga, y a nosotros nos ha tocado este... Pero estás hecha una sopa, hija. Ve a mudarte de vestido.

El hombre se movió entonces y dijo algunas palabras en lengua que ninguno de los presentes entendió.