Gloria/Primera parte/VIII
Un pretendiente
Estalló como he dicho el cohete en los aires, y casi en el mismo instante resonaron las campanas de la Abadía, mezclándose el agudo son de la esquila con la hueca salmodia del fabordón para anunciar a los habitantes de Ficóbriga el feliz suceso. Salieron todos a la calle; abandonaron la playa marineros y calafates; de los campos acudieron labriegos y pastores; afluyó de todas partes enjambre de chiquillos; todos los funcionarios municipales aparecieron de gran etiqueta, y ninguna persona quedó en su casa. La cariñosa manifestación provenía de que los Lantiguas eran muy queridos en la localidad, especialmente el don Ángel.
De todas las personas importantes que salieron al encuentro de Su Ilustrísima, el más apresurado fue D. Silvestre Romero, cura de la villa. Siguiole correteando, según se lo permitían sus piernecitas, el llamado D. Juan Amarillo, varón rico y pálido, que no llevaba tal apellido por ser, como era, el usurero de la comarca, sino porque lo heredó de sus dignos padres. Fue también el boticario, industrial ingeniosísimo que iba en camino de ser rico, y no se quedó atrás, sino que fue de los primeros en correr al camino, abrochándose el recién puesto y de antiguo raído pantalón, D. Bartolomé Barrabás, el liberalote del país, ex-dómine con puntas de filósofo, hogaño maestro de escuela, con pespuntes de hombre político, y aun de orador y también de periodista. Siguiéronle varios indianos paso a paso, marchando con gravedad y compostura, porque hombres que habían pasado toda su vida trabajando no podían igualarse a los chicos de las calles ni a los holgazanes, como D. Bartolomé Barrabás. Iban acompañados de sus sombreros de pelo, para tan alta ocasión sacados de las sombrereras, y también de sus paraguas, que desafiaban a las nubes.
Cuando D. Ángel llegó a las primeras casas del pueblo, se bajó del coche para abrazar a su hermano y sobrina. Una exclamación inmensa, como el bramido del mar irritado, le saludó. De entre aquel tumulto de entusiasmo saltaron al aire gorras y sombreros. Los paraguas de los indianos, cual aves majestuosas, desplegaron sus alas negras para recibir unas cuantas gotas que a la sazón caían. Abalanzose el gentío hacia Su Ilustrísima para besarle el anillo, y muy difícil le fue a D. Ángel llegar a la Abadía para orar breve rato. De la Abadía a la casa continuaron las apreturas, y fue preciso que la autoridad municipal, siempre vigilante en lo que al buen orden de los pueblos se refiere, interviniese para apartar a un lado y otro a la pegajosa muchedumbre.
Cuando el prelado entró en la casa quiso orar también un rato en la capillita de ella; pero le advirtió su hermano que estaba fuera de uso por su deterioro, y que los albañiles preparaban todo para repararla pronto. En la sala baja el prelado conversó un rato con las eminencias ficobrigenses que habían salido a recibirle.
En la casa había gran movimiento de personas que iban de aquí para allí, y subían y bajaban. Gloria se dirigía precipitadamente a la escalera para subir a dar ciertas órdenes, cuando encaró con un joven. Ambos sonrieron; ella, con sorpresa, él con alegría.
El señor obispo había traído consigo a tres personas, dos del orden sacerdotal y un laico.
El laico era un joven como de treinta años muy cumplidos, delgado y rubio, de ojos oscuros acompañados de sutilísimas gafas de oro, cejas muy arqueadas como curva de puente antiguo, barba abundante y azafranada, fisonomía inteligente y porte caballeroso y hasta cierto punto elegante. Eran fáciles sus maneras y su habla un poco campanuda, como de quien gusta oírse y se ha oído mucho en estrados, en las Cortes o en las varias academias de mancebos aprovechados que hay en Madrid. Nada había en su persona de asacristanado o frailesco, como pudiera creerse el verle venir en compañía de clérigos.
Este personaje fue el que encaró con Gloria en el primer peldaño de la escalera, inmutándose un poco al verla.
-¡Cómo! ¿Usted por aquí, Rafael? ¿Ha venido usted con mi tío? -le preguntó la señorita, después del primer saludo.
-He venido con Su Ilustrísima; pero me quedé un poco atrás, porque nuestro coche se detuvo en la cuesta -repuso el mancebo estrechando la mano de la joven-. Ya sé que todos están buenos. El Sr. D. Juan hecho un mozalbete. Usted siempre tan linda...
-Yo creí que usted no saldría de Madrid. Como ahora están las cosas tan enredadas por allá...
-Por allá y por aquí y por todos lados... No sé adónde irá a parar el mundo. Yo he venido a Ficóbriga para cierto asunto de elecciones y también para uno mío... Ya se lo dirá a usted D. Juan. He venido en el mismo tren que Su Ilustrísima, que después me ofreció su coche y hospitalidad en su casa. No la acepté por no molestar. Además tengo compromiso con mi íntimo amigo el señor cura para vivir con él unos días.
-Estará usted mucho tiempo por aquí, ¿no es verdad?
-Me estaría toda la vida -dijo el joven con evidentes señales de debilidad amorosa en su grave semblante, y arqueando las cejas de un modo excesivo, hasta ponerlas en mitad de la frente-. El mes pasado la vi a usted por última vez en casa de D.ª María del Rosario... ¡Qué pícara! ¡Dejarnos en tal soledad...! ¿Se acuerda usted de lo que hablamos allí la última noche de tertulia?
Gloria se echó a reír.
-Dos días después fui a casa de mi amiga. El pájaro había volado. Ficóbriga y siempre Ficóbriga. Aborrezco a este pueblo.
-¡Aborrece a este pueblo!
-No, ahora no -respondió con viveza el de las gafas-. Es un paraíso este lugar. Por desgracia el asunto de las elecciones me entretendrá poco más de dos semanas... ¡Qué dulce es vivir aquí, tan cerca de usted, Gloria!... Parece un sueño, y sin embargo, es verdad!... Verla todos los días, a todas horas...
-El honor es para nosotros, Sr. del Horro. Pero dispénseme usted... Voy a mandar que bajen los azucarillos... ¡Francisca, pero Francisca...!