Gloria/Primera parte/VII
Los amores de Gloria
Pero en los días en que esta historia empieza tenía ya diez y ocho.
Aún no se le habían conocido amores, ni noviazgos, ni inclinación a ningún mozalbete, ni señales de que hubiese entregado parte mínima de su corazón a hombre nacido. Y don Juan no la tenía sometida a inquisitorial vigilancia, ni le prohibía que fuese al teatro, al paseo y a las tertulias en compañía de sus primas. El atareado padre descansaba tranquilo fiando en la rectitud exquisita y honestidad perfecta de su cuñada D.ª María del Rosario.
Pero si la juventud masculina que Gloria reconocía no despertaba en ella ni aun mediano interés, no por eso su corazón dormía. Había perdido a su madre a los doce años de edad. Quedáronle dos hermanitos, el uno de tres años, y el otro de quince meses, con los cuales hizo el papel de madre, hasta que ambos murieron, con intervalo de pocos días. Ella misma, después de cuidarles en su enfermedad con extremado celo, les había cerrado los ojos, les había vestido, les había puesto flores en las sienes y en las manos, y al fin había cerrado la caja, cuando Caifás se los llevó al camposanto de Ficóbriga. Las dos inocentes criaturas ocuparon siempre lugar muy grande en el corazón de su hermana, y esta no pasaba sin derramar lágrimas por el rústico cementerio de la villa, donde aquellos habían dejado su mortal vestidura.
Además el corazón de Gloria estaba lleno de un amor inefable y celestial inspirado por su tío D. Ángel, obispo de ***. Le consideraba como un santo bajado de los altares, o mejor dicho, del cielo, para departir con ella, darle buenos consejos y vivir bajo su mismo techo y comer de su mismo pan.
Gobernaba aquel santo varón una diócesis de Andalucía, y muy rara vez venía a Madrid; pero últimamente sus achaques le obligaron a buscar alivio en el país natal, y solía pasar algunos meses de verano en Ficóbriga en compañía de su hermano y sobrina. No era su primer visita aquella reciente en que le hemos visto llegar, anunciado por los cohetes. Dos años antes había estado también.
La afición pura y entrañable de Gloria a su tío pertenecía al orden de sentimientos que consigna en su primer artículo el Decálogo. Le amaba como a una representación de Dios en la tierra. Recordaba que en una grave enfermedad que ella padeciera en la niñez, su tío había venido de la diócesis para verla; recordaba haber sentido al verle alegría tan viva, que cuerpo y alma se reanimaron con ardor desconocido. Figurósele que una mano celestial la sacaba del negro abismo en que iba sumergiéndose. Ya convaleciente, se le permitía jugar en el cuarto, mas no salir de él.
El Obispo, dejando a un lado su breviario, tomaba asiento junto a la mesa donde Gloria tenía un completo ajuar diminuto de casa, con preciosos mueblecitos, vajilla de comedor y cocina y dos docenas de damas y galanes de alta categoría, de las cuales unas estaban en visita y otras recibían. Su Ilustrísima discutía largamente con Gloria sobre la colocación que debía darse a las sillas y sofás, y ambos se pasaban las horas muertas con las imaginarias visitas y los cumplidos y saludos de las mudas personas de cartón. Llegada la hora de la comida para los habitantes de encima de la mesa, y el patriarca por un lado y la chiquilla por otro, parecían la gente más atareada del mundo, limpiando cacerolas del tamaño de dedales, espumando cazuelas en cuyo seno unos pedacitos de pan hacían las veces de pavos y gallinas, y soplando hornillos sin lumbre.
«Que ponga usted bien esos manteles, tío...». «Allá voy, hijita, y no seas tan viva de genio...». «¿Qué tal? ¿Está ya frita la merluza?...». «Divinamente; como que me están dando ganas de comérmela...». «Vaya, lave usted esos platos, mientras yo limpio los cuchillos, pronto...». «Pues manos a la obra...». «Todo está preparado; que entren las señoras...». «Pues allá van las señoras...». «Música, tío, música...». «Pues allá va la música... Ton, torontón...». Al coloquio de las dos voces igualmente infantiles aunque de distinto tono, sucedía entonces musical murmullo al modo de himno de Riego o marcha real acompañada de golpecitos sobre la mesa, dados con las patitas de palo de una muñeca.
En aquellos solitarios diálogos dentro de una estancia donde ningún extraño podía penetrar, no se oía nada teológico; pero a veces caían boca arriba las figurillas: olvidábase todo, cacerolas, visitas, cocina, sofás, ceremonias; Gloria fijaba sus ojos en el placentero semblante de su tío; preguntábale cómo era el Cielo, y entonces el ángel y el santo empezaban a hablar de ello con tanto fervor como los desterrados hablan de la patria.
Más tarde, años adelante, cuando Gloria disputando con su padre comenzaba a dar las muestras de precocidad que hemos expuesto, D. Ángel se reía de tan buena gana que era cosa de seguir disparatando para gozar de su alegría. El obispo se cercioraba frecuentemente (y esto con la mayor seriedad) de la ortodoxia de su sobrina, y en punto tan delicado jamás tuvo ocasión de censura, antes al contrario, de grandes alabanzas y de que el inmenso amor que le tenía se aumentase.
Aquí punto.