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EN LA RULETA

¡N

ADIE más!

¡Negro el 24!

Está libre,—exclama una voz ahumada, y el rastrillo del pagador pasa barriendo ilusiones sobre la carpeta de colores.

Y la rueda de la fortuna sigue dando vueltas con indiferencia estoica, mientras cien corazones redoblan sus latidos, mientras doscientos ojos, cansados por el insomnio, se revuelven rabiosos en sus órbitas, esperando ávidos, que la bolilla de marfil caiga en uno de sus círculos de metal blanco.

Allí está el jugador ennpedernido, de ojos éxtrávicos y mirar difuso, que ha pasado las tres cuartas partes de su existencia barajando naipes y proyectando combinaciones.

Allí está el anciano, ayer venerable, el que en sus últimos días ha sido arrojado por un puntapié de la fortuna á aquel antro de perdición, según unos, y áncora de salvación, último refugio de desgraciados, según otros.

Y allí está también el niño que pisa por primera vez los umbrales de una casa de juego, y que al entrar á ella con el corazón palpitante, como el de aquel que acaba de cometer su primer crímen, no ha sabido si huir, como un valiente, ó si estirar, como un cobarde, su mano temblorosa hacia el montón de fichas que galantemente le brindaban sus amigos de parranda.

El silencio es de tumba. No se oye ni una palabra en la sala. Todos miran. ¡Aquella pequeña rueda de metal, colocada en el centro de la gran mesa, es la única que habla en voz baja, muy baja, con todas aquellas estátuas de carne que la rodean!

¡Hay algo cómicamente solemne en aquel cuadro!

Los que no juegan, porque sus últimos centavos han ido á parar á manos del cajero, yacen recostados en la pared, retirados de la mesa, con un aire tan triste, abandonados de tal manera á aquel ensimismamiento profundo ocasionado por la pérdida, que uno llega á pensar que en el mundo á aquellos infelices no les queda más apoyo que aquella sucia pared.

El dinero pasa de mano en mano con rapidez vertiginosa.

No hay embriaguez comparable á la del juego, y pocos organismos capaces de resistir á sus emociones.

«¡Sangre de jugador!» se dice, y con fundada razón, cuando alguien, arrastrado por no sé qué corriente diabólica, llega á los extremos mas desesperantes. El juego es una locura, el juego es una enfermedad y de las más contagiosas, es cierto, pero hay naturalezas prediapuestas. Conozco individuos cuya mayor gloria seria convertir el mundo en una inmensa ruleta y á sus habitantes en fichas de cien pesos.

¡Cuánto tipo digno de estudio! Aquel es poeta y borracho. Ha hecho lindísimos versos, que sus amigos conservan en la memoria. Es un luchador, pero á ratos. Le falta constancia. Tiene momentos de energía. Combate entonces con ardor, con vehemencia, por alcanzar un laurel, y al ir á recogerlo, cuando la esperanza sobre su frente aletea con sus alas azules, se encoge de hombros, exclamando:—¡para qué!—y haciendo un gesto de desprecio y desdén se hunde en las sombras como un vencido. El público no le conoce, y prefiere ser uno de tantos séres anónimos, de esos que son nadie, pudiendo serlo todo.

Aquel otro es el verdadero tipo del bohemio. Es bohemio de raza. En él todo es misterioso. No se sabe cómo vive. De día no se le vé en ninguna parte: debe estar durmiendo, pero todos ignoran su guarida. Como ave nocturna, aparece cuando empiezan á reinar las sombras, y..... á beber. Allí está. Acaba de sentarse frente á una mesa. Sobre ella hay un vaso de alcohol. Este es ya su único placer. Cuando el sol surja de nuevo, él de nuevo irá á dormir, después.... otra vez á beber.

Y este otro es un imbécil. Bebe porque cree que es una hazaña beber. Juega porque cree que es una hazaña jugar. Se envilece y se encanalla, pues piensa que sólo así puede hacerse hombre.

Ya la luz del nuevo día entra: como por asalto lento á la sala á confundirse con la azulada luz del gas. Es hora de terminar la jugada. ¡Van las tres últimas! ¡Cómo sienten todos que así sea... Los que ganan, porque sueñan en pingües resultados; y los que pierden, porque esperan eternamente el desquite.

¡Van las tres últimas! Ante estas palabras se ven brillar con más intensidad todos los ojos; ante estas palabras se ven mover con apresuramiento de fiebre todas las manos. Los números se recargan. Muchos, pensando rehacerse de un solo golpe, arrojan el resto de su dinero a un número favorito ¡Allá vá! ¡Que el diablo se lo lleve!..... Y otra vez las voces fatídicas:

¡Nadie más!

¡Negro el 24!

¡Diez plenos! esclama esta vez la voz ahumada, y el rastrillo del pagador pasa de nuevo barriendo ilusiones sobre la carpeta de colores...