XXV

¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria, ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no era como el cielo de España; yo miraba a aquella gente, oía su lengua extraña modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente tampoco como la gente de España. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el vacío formado por su ausencia no lo habrían frenado cien vidas otorgadas en cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé de ver lo que tenía ante los ojos, y muy intensa congoja me hizollorar como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían dejado en Gerona ninguna Siseta.

Al llegar a la muralla vimos formados en fila a los frailes y soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban; pero el padre Rull despedía llamas por sus negros y varoniles ojos. En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio. Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía. Estuvimos parados largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato, la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.

Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento donde pasamos la noche, se había considerado como un gran lujo de comodidades para estos pícaros insurgentes y bandidos, que tan heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una lóbrega mazmorra sin aire, empedrada deagudísimos guijarros, entre cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos fuertísimos la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro dejaba entrar sólo al medio día un rayo de luz, insuficiente para que nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida, si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo el mismo Álvarez, escribió una carta al general Augereau, notificándole los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación. Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con la perversa cena que nos ponía. Si el gobernador necesitaba alguna medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a aquella deliciosa vida con que éramos regalados.

En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó Diciembre y el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo el gran Álvarez, que al resistir tangrandes padecimientos mostró tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las largas y tristes horas departía con nosotros sobre la guerra, contábanos su gloriosa historia militar y nos infundía esperanza y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero suelo.

Al fin nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos consumíamos viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona, tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta noticia, a pesar de alejarnos de España nos produjo inmensa alegría porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran gusto que sentíamos por perderle de vista lo mismo que a su aparato. Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y iban los frailes con nosotros. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.

Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y caritativo que a escondidas de los franceses, sus compatriotas,prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero que le conducía, el cual, condolido de sus males e ignorando que fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos. Agradecidos a su bondad quisimos recompensarle; pero no consintió en admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.

Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al general, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se pareciese a un mueble, siquiera fuese el más mezquino y pobre. Agotada la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel inmundo sitio para quien por su categoría y además por su lastimoso estado tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación, y al fin después de vacilar, vino a decir en sumaque el alojamiento no era cuenta suya. Por fin el cochero, con orden o por simple tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa resistencia parecía tocar ya al último límite.

A la mañana siguiente cuando nos íbamos a poner de nuevo en marcha, aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe que nos conducía. Abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que monsieur Álvarez debía volver a España. Esto nos alegró sobre manera, por la esperanza de ver pronto la patria querida, y hasta sospechamos, si, apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes, la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo, creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos despedimos de ellos tiernamente recogiendo encargos, recados, cartas y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D. Mariano al saber que se variaba de rumbo, dijo: «Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde quieran».

Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos que se sucedierondesde Sitjans a la frontera española, ni sé cómo por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último, señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel terrible via crucis, la cual ocurrió en la misma frontera, y un poco más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado, y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores del oficio, oímos esta frase, que aunque dicha en francés, fácilmente podía ser comprendida: «Monsieur Álvarez debe volver, pero los edecanes y asistentes no».

Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado general, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó una verdadera desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos que abandonar a su general; otros, creyendo mal camino para convencer a nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia en España le sería tan insoportable al menos, como la prisión en el Castillet. Suplicamostodos en diverso estilo que nos dejasen asistir y consolar a nuestro querido gobernador, pero esto fue inútil. Como complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba. Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su muerte que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomo de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas, y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses perdieron en todos ellos veinte mil hombres.

Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera ir acompañando y sirviendo al general a uno de nosotros, para que al menos no careciese aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras siguientes: «Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda».

Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él, y unos por un costado otros por el opuesto, le besamoslas manos regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro del coche, y los gendarmes lo sacaron a viva fuerza, amenazándole con fusilarle allí mismo, si no se reportaba en las manifestaciones de su dolor. El general, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa nacional, y que aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir para poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el nuestro. El cupé partió a escape y nos quedamos en Francia, sujetados por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir las demostraciones de nuestra ira. Seguimos con los ojos llenos de lágrimas de desesperación el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y cuando dejamos de verle, Satué bramando de ira, exclamó: «Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie lo vea».