XXIV

Adiós, señores; me voy a Francia, me llevan. Los sucesos que he referido habíanme hecho olvidar que era prisionero de guerra, como los demás defensores de la plaza, y era forzoso partir. Solamente en razón de mi enfermedad me fue permitido, como a otros muchos, el permanecer allí desde el 10 hasta el 21, de modo que con el mal acababa la dulce libertad.

Adiós, señores; me voy, adiós, pues tanta prisa me daba aquella canalla, que no digo para despedirme de mis caros oyentes, pero ni aun para abrazar a Siseta y sus hermanos me alcanzaba el breve tiempo de que disponía. Notificada la marcha, nos señalaron hora, nos recogieron y haciéndonos formar en fila, camina que caminarás a Francia. Los castigos impuestos por contravenir el programa de circunspección que nos habían recomendado, eran: la pena de muerte para el conato de fuga, cincuenta palos por hablar mal de JoséBotellas, cantar el dígasme tú Girona, o nombrar a D. Mariano Álvarez. -Adiós, Siseta, adiós, Badoret y Manalet, cara esposa y hermanitos míos. Cuidado con lo que os he advertido. El prisionero os escribirá desde Francia, si antes no logra burlar la vigilancia de sus crueles carceleros. Adiós. No os mováis de aquí, mientras yo no os lo mande, ni penséis por ahora en tomar posesión de vuestros alcornoques, que eso y mucho más se hará más adelante. Acompañad a la desgraciada hija del gran D. Pablo, y alegrad sus tristes horas. Adiós, dad otro abrazo a Andrés Marijuán, a quien llevan preso a Francia por haber defendido la patria. Tengo confianza en Dios, y el corazón me dice que no he de dejar los huesos en la tierra de los cerdos. Ánimo: no lloréis, que el que ha escapado de las balas, también escapará de las prisiones; y sobre todo no es de personas valerosas el lagrimear tanto por un viaje de pocos días. Salud es lo que importa, que libertad... ella sola se viene por sus pasos contados, sin que nadie lo pueda impedir. Adiós, adiós.

Así les hablaba yo al despedirme, y por cierto que carecía completamente del ánimo y entereza que a los demás recomendaba, faltándome poco para dar al traste con mi seriedad; pero convenía en aquella ocasión echármela de hombre de bronce. Mi gravedad era ficticia y no hay heroísmo más difícil que aquel que yo intentaba al despedirme de Siseta y sus hermanos. La verdad es que tenía el corazón oprimidocomo si mano gigantesca me lo estrujara para sacarle todo su jugo.

Siseta se quedó en la calle de la Neu, agobiada por su profunda aflicción. Badoret y Manalet me acompañaron hasta más allá de Pedret, y no fueron más adelante porque se lo prohibí, temiendo que con la oscuridad de la noche se extraviaran al regresar. Salimos, pues, en la noche del 21. Delante iba rodeado de gendarmes a caballo el coche en que llevaban a D. Mariano Álvarez: seguían los oficiales, entre los cuales estaba mi amo, y dos o tres asistentes completábamos el primer grupo de la comitiva. Más atrás marchaba toda la clase de tropa, soldados convalecientes de heridas o de epidemia en su mayor parte. La procesión no podía ser más lúgubre, y el coche del gobernador rodaba despaciosamente. No se oía más que lengua francesa, que hablaban en voz alta y alegre nuestros carceleros. Los españoles íbamos mudos y tristes.

Hicimos alto en Sarrià, donde se nos agregaron los frailes que habían salido antes que nosotros con el mismo destino, y con sus paternidades a la cabeza nada faltó para que la comitiva pareciese un jubileo. Daba lástima verlos, porque si entre ellos había jóvenes robustos y recios que resistían el rigor de la penosa jornada, no faltaban ancianos encorvados y débiles que apenas podían dar un paso. La gendarmería los arreaba sin piedad, y lo más que se les concedió fue que alguno de nosotros les ofreciera apoyo llevándolos del brazo. Elpadre Rull sofocaba su impetuosa cólera, y marchando delante de todos con resuelto paso, revolvía sin duda en su mente proyectos de venganza. Los legos, que cargaban repletas alforjas, repartían graciosamente en cada descanso raciones de pan, queso, frutas secas y algún vino, de lo cual algo se rodaba siempre hacia la parte seglar de la caravana, aunque no mucho. Algunos gendarmes franceses, más humanos que sus jefes, también nos ofrecían no poca parte de sus víveres.

De este modo llegamos a Figueras a las tres de la tarde del 22, y sin permitirle descanso alguno, fue el gobernador enviado al castillo de San Fernando. Frailes y soldados quedaron en el pueblo, y solamente subimos con aquel los del servicio del propio general o de sus ayudantes. Marchamos todos tras el coche, y al llegar dentro de la fortaleza, la debilidad de D. Mariano era tal, que tuvimos que sacarle en brazos para trasportarle de la misma manera al pabellón que le habían destinado, el cual era un desnudo y destartalado cuartucho sin muebles. Entró el héroe con resignación en aquella pieza, y echose sin pronunciar queja alguna sobre las tablas, que a manera de cama le destinaron. Los que tal veíamos, estábamos indignados, no comprendiendo tan baja e innoble crueldad en militares hechos ya de antiguo a tratar enemigos vencidos y rivales poderosos, pero callábamos por no irritar más a los verdugos, que parecían disputarse cuál trataba peor a la víctima. Luego que seinstaló, trajeron al enfermo una repugnante comida, igual al rancho de los soldados de la guarnición; pero Álvarez, calenturiento, extenuado, moribundo, no quiso ni aun probarla. De nada nos valió pedir para él alimentos de enfermo, pues nos contestaron bruscamente que allí no había nada mejor, y que si durante el cerco habíamos sido tan sobrios, comiésemos entonces lo que había.

Con la resignación y entereza propias de su grande alma, resistió Álvarez estas miserias y bajas venganzas de sus carceleros; y sólo le vimos inmutado cuando el gobernador del castillo, que era un soldadote de mediana graduación, brusco, fatuo y muy soplado, empezó a dirigirle impertinentes preguntas. La insolencia de aquella canalla nos tenía ciegos de ira, pues no sólo el gobernador de la plaza, sino oficialejos de la última escala, se atrevían a hacer preguntas tontas e importunas a nuestro héroe, que ni siquiera les hacía el honor de mirarles.

Las preguntas eran no sólo contrarias a la cortesía, sino al espíritu militar, pues en todas ellas se le pedía cuenta a nuestro jefe del gran crimen de haber defendido hasta la desesperación la ciudad que el gobierno de su patria le había confiado. No parecían militares los que con insultos y burlas groseras mortificaban al hombre de más temple que en todo tiempo se pusiera delante de sus armas. Álvarez, siempre caballero aun en presencia de gente de tal ralea, les respondió sencillamente:-Si ustedes son hombres de honor, hubieran hecho lo mismo en mi lugar-. Tan sublime concepto no lo comprendían la mayor parte, y solamente algunos oficiales distinguidos, penetrándose del indigno papel que estaban haciendo, se apresuraron después de la respuesta del general, a poner fin al denigrante interrogatorio.

Mi amo enviome al instante al pueblo en busca de carne para aderezar la comida del enfermo, y gracias a mi prontitud y diligencia, pronto pudimos servirle una comida mediana. Delante de los franceses, que nos negaban todo auxilio, Satué puso el puchero, soplaba el fuego otro oficial español, y convertidos todos en cocineros, nos disputábamos chicos y grandes el honor de asistir al enfermo. Pasó bien la noche; pero serían las dos de la madrugada, cuando con estrépito llamaron a la puerta del pabellón, diciéndonos que nos dispusiéramos a seguir el viaje a Francia. Álvarez, que dormía profundamente, despertó al ruido, y enterado de la continuación de la jornada, dijo sencillamente: -Vamos allá-. Quiso incorporarse sobre las tablas en que con nuestros capotes le habíamos arreglado un mal lecho, y no pudo... ¡Tan agotadas estaban sus fuerzas!... Pero en brazos le llevamos nosotros al coche, y con un frío espantoso, azotados por la lluvia de hielo y pisando la nieve que cubría el camino, emprendimos el de la Junquera. Una precaución ridícula habían añadido los franceses a las que antes tomaran para custodiarnos. Esto hacereír, señores. Además de la fuerte escolta de caballos, sacaron también de Figueras dos piezas de artillería, que iban detrás de nosotros, amenazándonos constantemente. Es que su recelo de que nos escapásemos era vivísimo, y con ninguna de las cautelas ordinarias creían segura la persona de D. Mariano Álvarez, inválido y casi moribundo. Éramos muy pocos en aquella segunda jornada, porque los frailes y la tropa quedáronse en Figueras hasta el amanecer. Ignoro si para tener a raya las fogosidades del padre Rull, se pertrecharon también con un par de baterías de campaña y algunos regimientos de línea.

En la Junquera nos detuvimos muy poco tiempo; siguiendo luego por Francia adelante, llegamos a Perpiñán a las siete de la noche del mismo día 23, y después de detenemos en casa del gobernador, nos llevaron al Castillet, fortaleza de ladrillo, de airosa vista, obra del rey D. Sancho, la cual habrán visto cuantos hayan estado en aquella ciudad. Sin más ceremonias, destinaron para habitación de Álvarez un tenebroso aposento a manera de calabozo, con más humedades que muebles, y tan inmundo y sucio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su temple resignado y fuerte, no pudo contenerse y exclamó con indignación: ¿Es este sitio propio para vivienda de un general? ¿Y son ustedes los que se precian de guerreros? El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas palabrotas francesas, que me pareció querían decirpoco más o menos: «es preciso tener paciencia». Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos, pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos. Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para el gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos los cobrase a peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos más con su interesante presencia.

Pero él o no entendió o quiso mostrarnos todo el peso de su impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo, que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces; quedábamos luego a oscuras, nos vencía el dulce sueño;pero no habíamos trasportado los umbrales de esta rica y apacible residencia del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse por la vista y el tacto de que estábamos allí.

Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos en que estábamos solos: «Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza». Pero D. Mariano, calmó su arrebato, condenando una imprudencia que podía ser a todos funestísima. La noche fue por tanto, y merced a las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de que no teníamos noticia y allí dio rienda suelta a las groserías y los insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo: «Pero por fortuna, hemos pescado a once de los prófugos, y han sido arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás».

Álvarez se sonrió y dijo: ¿Con que volaron, eh?... y en su rostro por un instante dibujoseligera expresión festiva. A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles, prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a las importunidades de la candileja, y nos dispusimos para dormir; pero ¡ay!, estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el mayor era presenciar cómo padecía en silencio sin hallar alivio en sus males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.

Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos, y como le indicáramos que el enfermo a causa de la horrorosa fiebre no podía moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho, y pidiendo su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fueradel castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de angustia dije para mí: «Nos van a fusilar».