Fortunata y Jacinta: 2.03.04
«Yo me he llevado chascos en mi vida -dijo meneando la cabeza como los muñecos que tienen un alambre en el pescuezo-; pero un chasco como este no me lo he llevado nunca. Me la has dado completa, a fondo, de maestro... Cierto que no tengo poder sobre ti... Si te pierdes, bien perdido estás. No me vengas a mí después con arrumacos. Te crié, te eduqué, he sido para ti una madre. ¿No te parece que debías haberme dicho: 'pues tía, esto hay'?».
-Cierto que sí -replicó vivamente Maximiliano-, pero me daba reparo, tía. Ahora que me he soltado paréceme la cosa más fácil del mundo. De esta falta le pido a usted perdón, porque reconozco que me porté mal. Pero se me trababa la lengua cuando quería decir algo, y me entraban sudores... Me acostumbré a no hablar a usted más que de si me dolía o no la cabeza, de que se me había caído un botón, de si llovía o estaba seco y otras tonterías así... Oiga usted ahora, que después de callar tanto me parece que reviento si no le cuento a usted todo. La conocí hace tres meses. Estaba pobre, había sido muy desgraciada...
-Sí, sí, me han dicho que es muy corrida. Tienes buenas tragaderas -afirmó doña Lupe con crueldad.
-No haga usted caso... los hombres son muy malos. ¿No conviene usted conmigo en que los hombres son muy malos? Y dígame usted ahora. ¿No es acción noble traer al buen camino a una alma buena que se ha descarriado?
-¡Y tú, tú -chilló la de Jáuregui con espanto, persignándose-, te has metido a pastor!
-Pero aguárdese usted, tía. No juzgue usted las cosas tan de ligero -insistió Maximiliano, apurado por no saber expresarse bien-. ¡Si ella está arrepentida! Ni ha sido tampoco tan mala como a usted le han dicho. Si es un ángel...
-¡De cornisa! Buen provecho.
-Créame usted, y cuando la conozca...
-¡Yo... conocerla yo! De eso está libre... Repito que buen provecho te haga tu oveja, mejor dicho, tu cabra descarriada.
-Pero si no es eso... es que yo no me expreso bien. Dígame una cosa, ¿el querer ser honrada no es lo mismo que serlo? ¿Dice usted que no? Pues yo no lo veo así, yo no lo veo así.
-¿Cómo ha de ser lo mismo querer ser una cosa que serlo?
-En el terreno moral sí... Si conmigo es honrada y sin mí podría no serlo, ¿cómo quiere usted que yo le diga, anda y vete a los demonios? ¿No es más natural y humano que la acoja y la salve? Pues qué, las obras grandes y ¿cómo diré?... cristianas, ¿se han de mirar por el lado del egoísmo?
Creyó el pobre muchacho que había puesto una pica en Flandes con este argumento, y observó el efecto que en su tía había hecho. La verdad es que doña Lupe se quedó un instante algo confusa sin saber qué responder. Al fin le contestó con desdén:
«Estás loco. Esas cosas no se le ocurren a nadie que tenga sesos. Me voy, te dejo, porque si estoy aquí, te pego, no tengo más remedio que romperte encima el palo de una escoba, y la verdad, si eres poco hombre para ese amor tan sublime, aún lo eres menos para recibir una paliza».
Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez.
«Óigame usted... tía. Yo la quiero a usted mucho; yo le debo a usted la vida, y aunque usted se empeñe en reñir conmigo, no lo ha de conseguir... Vamos a ver. Lo que yo hago ahora, lo que la tiene a usted tan enojada es, según voy viendo, una acción noble, y mi conciencia me la aprueba, y estoy satisfecho de ella como si tuviera a Dios dentro de mí diciéndome: bien, bien... Porque usted no me puede hacer creer que estamos en el mundo sólo para comer, dormir, digerir la comida y pasearnos. No; estamos para otra cosa. Y si yo siento dentro de mí una fuerza muy grande, pero muy grande, que me impulsa a la salvación de otra alma lo he de realizar, aunque se hunda el mundo».
-Lo que tú tienes -afirmó doña Lupe queriendo sostener su papel-, es la tontería que te rebosa por todo el cuerpo... y nada más. No me engatusarás con palabritas. Vaya que de la noche a la mañana has aprendido unos términos y unos floreos de frases que me tienen pasmada... Estás hecho un poeta... en toda la extensión de la palabra; yo siempre he tenido a los poetas por unos grandes embusteros... tontos de atar... Tú no eres ya el sobrinito que yo crié. ¡Cómo me has engañado!... ¡Una mujer, una manceba, un belén...!, y ahora viene la de me caso, y a Roma por todo. Anda, ya no te quiero; ya no soy tu tiita Lupe... No te echo de mi casa por lástima, porque espero que todavía has de arrepentirte y me has de pedir perdón.
Maximiliano, ya completamente sereno, movió la cabeza expresando duda.
«El perdón ya lo pedí por haber callado, y ya no tengo que pedir más perdones. Todavía hay algo que usted no sabe y que le quiero decir. ¿Cómo la he mantenido durante tres meses? ¡Ay, tía! Rompí la hucha; tenía tres mil y pico de reales, lo bastante para que viva con modestia, porque es muy económica, sumamente económica, tía, y no gasta más que lo preciso».
Esta revelación hizo vacilar un momento la ira de doña Lupe. ¡Era económica!... El joven sacó la hucha, y mostrándola a su tía, reveló el suceso como la cosa más natural del mundo, reproduciéndolo a lo vivo. «Mire usted, cogí la hucha vieja, después de traer esta, que es enteramente igual. Machaqué la llena; cogí el oro y la plata y pasé a esta el cobre, añadiendo dos pesetas en cuartos para que pesara lo mismo... ¿Quiere usted verlo?».
Antes que doña Lupe respondiera, Maximiliano estrelló la hucha contra el suelo, y las piezas de cobre inundaron la habitación.
«Ya veo, va veo que no tienes desperdicio -observó doña Lupe recogiendo la calderilla-. ¿Y cuando se te acabe el dinero? ¿Vendrás a que yo te dé? ¡Ay, qué equivocado estás!».
-Cuando se me acabe, Dios me socorrerá por algún lado -dijo Maximiliano con fe.
Estaba excitadísimo y tenía el rostro encendido. Doña Lupe no había visto nunca tanto brillo en aquellos ojos ni animación semejante en aquella cara. Cuando entre los dos hubieron recogido las piezas, la tía las envolvió en un número de La Correspondencia, y arrojando el paquete sobre la cómoda, dijo con soberano menosprecio:
«Ahí tienes para el regalo de boda».
Maximiliano guardó en la cómoda el pesado paquete, y después se puso la capa. Doña Lupe no se atrevió a retenerle, pues aunque su corazón se llenó de sentimientos de soberbia y autoridad, nada de esto pudo traducirse al exterior, porque en el momento de intentarlo, un freno inexplicable la contuvo. Sentía desvanecida su autoridad sobre el enamorado joven; veía una fuerza efectiva y revolucionaria delante de su fuerza histórica, y si no le tenía miedo, era innegable que aquel repentino tesón la infundía algún respeto.
Aquella mujer que dormía a pierna suelta después de haber estrangulado, en connivencia con Torquemada, a un infeliz deudor, estaba intranquila ante los problemas de conciencia que le había planteado su sobrino tan candorosamente. Si quería tanto a esa mujer, ¿con qué derecho oponerse a que se casara con ella? Y si tenía la tal inclinaciones honradas, y buen síntoma de honradez era el ser tan económica, ¿quién cargaba con la responsabilidad de atajarla en el camino de la reforma? Doña Lupe empezó a llenarse de escrúpulos. Su corazón no era depravado sino en lo tocante a préstamos; era como los que tienen un vicio, que fuera de él, y cuando no están atacados de fiebre, son razonables, prudentes y discretos.
Al día siguiente, después de otro altercado con su sobrino, apuntaron vagamente en su alma las ideas de transacción. Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de que le prestaba energías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de una ola muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe reflexionó mucho todo aquel día, y como tenía un gran sentido de la realidad, empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras acciones los hechos consumados, y el escaso valor de las ideas contra ellos. Lo de Maxi sería un disparate, ella seguía creyendo que era una burrada atroz; mas era un hecho, y no había otro remedio que admitirlo como tal. Pensó entonces con admirable tino que cuando en el orden privado, lo mismo que en el público, se inicia un poderoso impulso revolucionario, lógico, motivado, que arranca de la naturaleza misma de las cosas y se fortifica en las circunstancias, es locura plantársele delante; lo práctico es sortearlo y con él dejarse ir aspirando a dirigirlo y encauzarlo. Pues a sortear y dirigir aquella revolución doméstica; que atajarla era imposible, y el que se le pusiera delante, arrollado sería sin remedio... De esta idea provino la relativa tolerancia con que habló a su sobrino en la segunda noche de confianzas, la maña con que le fue sacando noticias y pormenores de su novia, sin aparentar curiosidad, aventurándose a darle algunos consejos. Verdad que entre col y col le soltaba ciertas frescuras; pero esto era muy estudiado para que Maxi no viera el juego. «No cuentes conmigo para nada; allá te las hayas... Ya te he dicho que no quiero saber si tu novia tiene los ojos negros o amarillos. A mí no me vengas con zalamerías. Te oigo por consideración; pero no me importa. ¿Que la vaya yo a ver? ¡Estás tú fresco...!».
A Maximiliano le había dado su metamorfosis una penetración intermitente. En ocasiones poseía la vista rápida y segura del ingenio superior; en ocasiones era tan ciego que no veía tres sobre un burro. Las pasiones exaltadas producen estas pasmosas diferencias en la eficacia de una facultad, y hacen a los hombres romos o agudos cual si estuviera el espíritu sometido a una influencia lunática. Aquel día leyó el joven en el corazón de doña Lupe y apreció sus disposiciones pacificadoras, a pesar de las frases estudiadas con que las quería disimular. Hizo además un razonamiento que demuestra la agudeza genial que adquiría en ciertos momentos de verdadero estro, adivinando por arte de inspiración los arcanos del alma de sus semejantes. El razonamiento fue este: «Mi tía se ablanda; mi tía se da a partido. Y como Fortunata no le debe dinero, ni se lo deberá nunca, porque estoy yo para impedirlo, ha de llegar día en que sean amigas».