Fortunata y Jacinta: 2.03.03

III
Parte Segunda (Capitulo III)

de Benito Pérez Galdós
Doña Lupe se quedó que no sabía lo que le pasaba.

«¡Papitos, Papitos!... No, no te llamo... vete... ¿Pero has visto qué insolente? Si no es él, no es él... Es que me le han vuelto del revés, me le han embrujado. ¿Habrá tunante? Si estoy por seguirle y avisar a una pareja de Orden Público para que me le trinquen... Pero a la noche nos veremos las caras. Porque tú has de volver, tú tienes que volver, sietemesino hipócrita... Papitos, toma, toma; bájate por los fideos y el azúcar. Yo no salgo, no puedo salir. Creo que me va a dar algo... Mira, te pasas por la botica y pides un frasco de aceite de hígado de bacalao, del que yo traía. Ya saben ellos. Dices que yo iré a pagarlo... Oye, oye, no traigas eso. ¡Si no lo va a querer tomar...! Tráete una vara. No, no traigas tampoco vara... Te pasas por la droguería y pides diez céntimos de sanguinaria. A mí me va a dar algo...».

Estaba en efecto amenazada de un arrebato de sangre, y la cosa no era para menos. Nunca había visto en su sobrino un rasgo de independencia como el que acababa de ver. Había sido siempre tan poquita cosa, que donde le ponían allí se estaba. Voluntad propia, no la tuvo jamás. En ningún tiempo fue preciso ponerle la mano encima, porque un fruncimiento de cejas bastaba para traerle a la obediencia. ¿Qué había pasado en aquel cordero para convertirle en algo así como un leoncillo? La mente de doña Lupe no podía descifrar misterio tan grande. Tras de la cólera y la confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna faena penosa. Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había empezado a poner, y volvió a llamar a la mona para decirle: «No hagas más que unas sopas de ajo. El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusaré las cuarenta».

Tomando la sillita baja, que usaba cuando cosía, la colocó junto al balcón. Le dolía la cintura y al sentarse exhaló un ¡ay! Para coser usaba siempre gafas. Se las puso, y sacando obra de su cesta de costura, empezó a repasar unas sábanas. No le repugnaba a doña Lupe trabajar los domingos, porque sus escrúpulos religiosos se los había quitado Jáuregui en tantos años de propaganda matrimonial progresista. Púsose, pues, a zurcir en su sitio de costumbre, que era junto a la vidriera. En el balcón tenía dos o tres tiestos, y por entre las secas ramas veía la calle. Como el cuarto era principal, desde aquel sitio se vería muy bien pasar gente en caso de que la gente quisiese pasar por allí. Pero la calle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que hace ángulo con ella, son de muy poco tránsito. Parece aquello un pueblo. La única distracción de doña Lupe en sus horas solitarias era ver quién entraba en el taller de coches inmediato o en la imprenta de enfrente, y si pasaba o no doña Guillermina Pacheco en dirección del asilo de la calle de Alburquerque. Lugar y ocasión admirables eran aquellos para reflexionar, con los trapos sobre la falda, la aguja en la mano, los espejuelos calados, la cesta de la ropa al lado, el gato hecho una pelota de sueño a los pies de su ama. Aquel día doña Lupe tenía, más que nunca, materia larga de meditaciones.

«¡Que se esté una sacrificada toda la vida para esto!... Él no lo sabe, ¿qué ha de saber, si es un tontín? Le ponen el plato delante, ¿y qué sabe las agonías que ha costado ponérselo?... Pues si le dijera yo que cada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla... según lo que costaba traerlo a casa...! No sé qué habría sido de mí sin el Sr. de Torquemada, ni qué hubiera sido de Maxi sin mí. ¡Lucida existencia sería la suya si no hubiera tenido más arrimo que el de sus hermanos! Dime, bobo de Coria, ¿si yo no hubiera trabajado como una negra para defender el panecillo y poner esta casa en el pie que tiene; si no discurriera tanto como discurro, calentándome los sesos a todas horas y empleando en mil menudencias estas entendederas que Dios me ha dado, ¿qué habría sido de ti, ingratuelo?... ¡Ah! ¡Si viviera mi Jáuregui!».

El recuerdo de su difunto, que siempre se avivaba en la mente de doña Lupe cuando se veía en algún conflicto, la enterneció. En todas sus aflicciones se consolaba con la dulce memoria de su felicidad matrimonial, pues Jáuregui había sido el mejor de los hombres y el número uno de los maridos. «¡Ay, mi Jáuregui!» exclamaba echando toda el alma en un suspiro.

Don Pedro Manuel de Jáuregui había servido en el Real Cuerpo de Alabarderos. Después se dedicó a negocios, y era tan honrado, pero tan sosamente honrado, que no dejó al morir más que cinco mil reales. Oriundo de la provincia de León, recibía partidas de huevos y otros artículos de recoba. Todos los paveros leoneses, zamoranos y segovianos depositaban en sus manos el dinero que ganaban, para que lo girase a los pueblos productores del artículo, y de aquí vino el apodo que le dieron en Puerta Cerrada y que heredó doña Lupe. También recibía Jáuregui, por Navidad, remesas de mantecadas de Astorga, y a su casa iban a cobrar y a dejar fondos todos los ordinarios de la maragatería. En política hizo gran papel D. Pedro por ser uno de los corifeos de la Milicia Nacional, y era tan sensato, que la única vez que se sublevó lo hizo al grito mágico de ¡Viva Isabel II! Falleció aquel bendito, y doña Lupe se hubiera muerto también si el dolor matara. Y no se vaya a creer que le faltaron pretendientes a la viudita, pues había, entre otros, un D. Evaristo Feijoo, coronel de ejército, que le rondaba la calle y no la dejaba vivir. Pero la fidelidad a la memoria de su feo y honrado Jáuregui se sobreponía en doña Lupe a todos los intereses de la tierra. Después vino la crianza y cuidado de su sobrinito, que le dieron esa distracción tan saludable para las desazones del alma. Torquemada y los negocios ayudáronla también a entretener su existencia y a conllevar su dolor... Pasó tiempo, ganó dinero, y lentamente vino la situación en que la he descrito. Frisaba ya doña Lupe en los cincuenta años, mas estaba tan bien conservada, que no parecía tener más de cuarenta. Había sido en su mocedad frescachona de cuerpo y enjuta de rostro, y tenía cierto parecido remoto con Juan Pablo. Sus ojos pardos conservaban la viveza de la juventud; pero tenía cierta adustez jurídica en la cara, acentuada de líneas y seca de color. Sobre el labio superior, fino y violado cual los bordes de una reciente herida, le corría un bozo tenue, muy tenue, como el de los chicos precoces, vello finísimo que no la afeaba ciertamente; por el contrario, era quizás la única pincelada feliz de aquel rostro semejante a las pinturas de la Edad Media, y hacía la gracia el tal bozo de ir a terminarse sobre el pico derecho de la boca con una verruguita muy mona, de la cual salían dos o tres pelos bermejos que a la luz brillaban retorcidos como hilillos de cobre. El busto era hermoso, aunque, como se verá más adelante, había en él algo y aun algos de falseamiento de la verdad.

Descollaba doña Lupe por la inteligencia y por el prurito de mostrarla a cada instante. Así como a otras el amor propio les inspira la presunción, a la viuda de Jáuregui le infundía convicciones de superioridad intelectual y el deseo de dirigir la conducta ajena, resplandeciendo en el consejo y en todo lo que es práctico y gubernativo. Era una de esas personas que, no habiendo recibido educación, parece que la han tenido cumplidísima, por lo bien que se expresan, por la firmeza con que se imponen un carácter y lo sostienen, y por lo bien que disfrazan con las retóricas sociales las brutalidades del egoísmo humano.

De la memoria de su Jáuregui llevó el pensamiento a su sobrino. Eran sus dos amores. Subiéndose las gafas que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz, prosiguió así: «Pues conmigo no juega. Le pongo en la calle como tres y dos son cinco. Tendré que hacer un esfuerzo, porque le quiero como debe de quererse a los hijos... ¡Yo que tenía la ilusión de casarle con Rufina o al menos con Olimpia!... No, me gusta mucho más Rufina Torquemada. Cuidado que soy tonta. Al verle tan huraño, y que se escondía cuando entraba doña Silvia con su hija, creía que hablarle a este chico de mujeres era como mentarle al diablo la cruz. Fíese usted de apariencias. Y ahora resulta que hace meses sostiene a una mujer, y se pasa el día entero con ella y... Vamos, yo tengo que ver esto para creerlo... Y otra cosa: ¿cómo se las arreglará para mantenerla?... La hucha está allí con su peso de siempre...».

Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó en cavilaciones tan abstrusas que no es posible seguirla. Su mente se sumergía y salía a flote, como un madero arrojado en medio de las bravas olas. La buena señora estuvo así toda la tarde. Llegada la noche, deseaba ardientemente que el sobrino entrase de la calle para descargar sobre él todo el material de lavas que el volcán de su pecho no podía contener. Entró el sietemesino muy tarde, cuando su tía estaba ya comiendo y se había servido el cocido. Maximiliano se sentó a la mesa sin decir nada, muy grave y algo azorado. Empezó a comer con apetito la sopa fría, echando miradas indagatorias e inquietas a su señora tía, que evitaba el mirarle... por no romper... «Debo contenerme -pensaba ella-, hasta que coma... Y parece que tiene ganitas...». A ratos el joven daba hondos suspiros mirando a su tía, cual si deseara tener una explicación con ella. Más de una vez quiso doña Lupe romper en denuestos; pero el silencio y la compostura de su sobrino la contenían, haciéndole temer que se repitiera el rasgo varonil de aquella mañana. Por fin, apenas cató el joven unas pasas que de postre había, se levantó para ir a su cuarto; y apenas le vio doña Lupe de espalda, se le encendieron bruscamente los ánimos y corrió tras él, conteniendo las palabras que a la boca se le salían. Estaba el pobre chico encendiendo el quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció en la puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «Zascandil».

No se inmutó Maximiliano ni aun cuando doña Lupe, repitiendo su apóstrofe, llegó al cuarto o al quinto zascandil. Y como si esta palabra fuera el tapón de su ira, tras ella corrieron en vena abundante las quejas por lo que el chico había hecho aquella mañana. «Y no quiero hablar ahora del motivo -añadió ella-; de esa moza que te has echado... y que sin duda empieza por pegarte su mala educación. Voy a la patochada de esta mañana. ¿Crees que tu tía es algún trapo viejo?».

El muchacho se sentó en la silla que junto a la cama estaba, y apoyando el codo en esta, aguantó el achuchón, sin mirar a su juez. Tenía un palillo entre los dientes, y lo llevaba de un lado para otro de la boca con nerviosa presteza. Ya se le había quitado el gran temor que la hermana de su padre le infundía. Como ciertos cobardes se vuelven valientes desde que disparan el primer tiro, Maximiliano, una vez que rompió el fuego con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntad libre del freno que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómeno puramente nervioso, y en ella tenían no poca parte también sus rutinarios hábitos de subordinación y apocamiento. Mientras no hubo en su alma una fuerza poderosa, aquellos hábitos y la diátesis nerviosa formaron la costra o apariencia de su carácter; pero surgió dentro la energía, que estuvo luchando durante algún tiempo por mostrarse, rompiendo la corteza. La timidez o falsa humildad endurecía esta, y como la energía interior no encontraba un auxilio en la palabra, porque la sumisión consuetudinaria y la cortedad no le habían permitido educarla para discutir, pasaba tiempo sin que la costra se rompiera. Por fin, lo que no pudieron hacer las palabras, lo hizo un acto. Roto el cascarón, Maximiliano se encontró más valiente y dispuesto a medirse con la fiera. Lo que antes era como levantar una montaña, parecíale ya como alzar del suelo un pañuelo.

Oyó en calma los desahogos de su tía. ¡Cuántos argumentos se podían oponer a los que la buena señora disparaba con más ardor que lógica! Pero lo que es en argumentar con palabras ¡qué diablo!, todavía no estaba él fuerte. Argumentaba con hechos. En esto sí que se pintaba solo. Cuando su tía tomó respiro dejándose caer sofocada en la silla próxima a la mesa, Maximiliano rompió a hablar a su vez; pero no era aquello razonar, era como si cogiera su corazón y lo volcara sobre la cama, lo mismo que había volcado la hucha después de cascarla.

«La quiero tanto -dijo sin mirar a su tía, y encontrando palabras relativamente fáciles para expresar sus sentimientos-, la quiero tanto, que toda mi vida está en ella, y ni ley ni familia ni el mundo entero me pueden apartar de ella... Si me ponen en esta mano la muerte y en esta otra dejar de quererla y me obligan a escoger, preferiré mil veces morirme, matarme o que me maten... La quise desde el momento en que la vi, y no puedo dejar de quererla, sino dejando de vivir... de modo que es tontería oponerse a lo que tengo pensado, porque salto por encima de todo y si me ponen delante una pared la paso... ¿Ve usted cómo rompen los jinetes del Circo de Price los papeles que les ponen delante cuando saltan sobre los caballos? Pues así rompo yo una pared si me la ponen entre ella y yo».
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