VI



 Hasta entonces la mujer del cholo no había percibido nada de este espectáculo misterioso que se operaba sobre ella y su cariño. Su agreste e ingenua sensibilidad apenas había notado solo el aspecto exterior de cuanto venía desarrollándose en torno de ambos. Sabía que Balta no era el mismo de antes para con ella, y, a lo más, que habíase tornado raro y neurasténico. Pero nada más. Ella no sabía el porqué de todo esto. Cuando quería saberlo,a costa de un examen más o menos detenido y hondo, o de una observación asidua y constante sobre su marido, fallaban sus fuerzas de investigación, y todo razonamiento volvía atrás, impotente y pequeño para tamaña empresa. Adelaida apenas había tenido tiempo para aprender a leer y escribir, y su espíritu hallábase todavía más intacto y en bruto que el de Balta. Por otro lado, sentía por él un religioso respeto, y en general no se habría atrevido a exigirle en ningún momento una confesión, o a arrancarle una punta siquiera del hilo en que los dos estaban enredándose de modo irremediable y fatal.

 Cuando volvió Balta de su largo y solitario peregrinaje por los páramos, agonizaba la tarde y bajaba una granizada furiosa. Las centellas y los truenos sucedíanse en alternativa desordenada y vertiginosa.

 Adelaida, que había vuelto ya del pueblo, esperaba a su marido, ansiosa y presa de inconsolable zozobra.

  –¿Dónde te has ido, por Dios? -exclamó ella, en un apasionado rapto de alegría, saliendo a su encuentro hasta el patio.

 Balta entró cogitabundo y sombrío, sin responder, las manos atrás, una sobre otra.

 Adelaida estaba más pálida y extenuada por la maternidad, cuya luz, comprimida en sus entrañas jóvenes, florecería muy pronto a la luz grande del sol. Su dulce melancolía penserosa, en la que una gracia de alba caía y lloraba, dibujábase, cada día más densa y más frágil y temprana, en su gracioso rostro que el viento y la intemperie requemaban.

 Inquiriole ella, como si fuese su hijo, asida a un brazo de él:

 –¿Has estado en la toma?

 Balta permanecía mudo. Parecía evitar mirarla. Al fin la apartó colérico:

 –¡Déjame, mujer!

Y penetró siniestramente al cuarto.

Adelaida, con su abnegación y paciencia de mujer, insistió y le siguió

 –¡Pero por Dios, Balta! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

 Y añadió en un tierno puchero que sangraba:

  –¿Qué he hecho yo para que así me trate y me bote?...

 Adelaida, parándose en medio del cuarto que la tempestad colmaba de una compacta oscuridad, lanzó un gemido:

 –¡Ay, Dios mío!...El llanto la ahogó. Inclinó su morena cabeza exangüe, y, con desolada amargura, sollozó, sollozó mucho, enjugándose con el revés de su largo traje plomo, como hacen las dulces mujeres de las sierras dolientes del Perú.

 –¡Me bota de ese modo!... - susurraba ella, y el dolor inflaba sus senos, los alzaba a gran altura y los dejaba caer y otra vez los levantaba.

 ¡Cómo lloran las mujeres de la sierra! ¡Cómo lloran las mujeres enamoradas, cuando cae el granizo y cuando el amor cae! ¡Cómo toman un pliegue de la franela, descolorida y desgarrada en el diario quehacer doméstico, y en él recogen las calientes gotas de su dolor, y en él las ven largo rato, las restregan, como probando su pureza, mientras percuten los truenos, de tarde, cuando el amor infla sus pezones, que sazonara el polen del dulce, americano capulí; los alza a gran altura y los deja caer y otra vez los levanta!

 El pequeño Santiago asomó a la puerta del cuarto, estiró el desnudo cuello y escudriñó a hurtadillas hacia adentro. Balta habíase sentado en el borde de la cama, en un rincón, una pierna en flexión sobre un banco, acodado en ella, la mano a la mejilla, mirando al suelo, taciturno, callado.

 –¡Qué he hecho yo! ¡Me bota! ¡Me bota de ese modo!

 Murmuraba Adelaida sus lamentos y sus quejas, y, al hacerlo, no se dirigía a su marido. Decía:

 –¡Me bota de ese modo!

 Tal se quejan las mujeres de las sierras, cuando se quejan del hombre a quien aman. Creyérase que entre ambos, cuando el dolor arrecia y arrecian lo vientos contra los peñascos eternos,hay un tercer corazón invisible, el cual se patentiza entonces ante sus almas y preside sus destinos. A ese corazón se dirigía ella ahora, de pie, entre las tinieblas de la tarde, recogiendo sus lágrimas entre los pliegues de su falda sencilla y estropeada.

 El patio parecía cubierto de granizo. Un rayo cayó muy cerca ysu relámpago abrasó de violáceo fuego la estancia.

 Santiago observaba, extrañado. Niño, con sus ocho años, él no se daba cuenta de aquel infortunio. Supo sí que adentro se lloraba, y que se callaba más adentro aun. Su corazón empezó a encogerse y tuvo ganas de llorar. Viendo padecer a su hermana,le dolió el alma. ¿Quién la hacía padecer? ¿Qué la habían quitado? ¿Qué cosa se le negaba? ¡Dénsela! ¡No sean malos! ¡Devuélvanle sus cosas! ¿No las encuentran? ¡Búsquenselas! ¡No la hagan llorar!... Santiago sintió que se le anudaba la garganta y se echó a llorar en silencio. No se atrevía a más. Sabía, de manera oscura, que en ese momento su hermana debería de sentirse esclava de indoblegable yugo, el cual, al mismo tiempo que la golpeaba, no la dejaba huir. Pensaba él: debería correr Adelaida. Un instante accionó con uno de los brazos de varias maneras, tratando de llamar la atención de Adelaida. Levantaba el brazo estirándolo cuanto podía, lo ponía en cruz, lo hacía rehilete, agitaba los dedos con impaciencia, atenaceado por un vehemente y álgido anhelo de que ella volviese los ojos a él, sin que su marido se vaya a dar cuenta, eso sí. ¡Tonta! Cómo se fijara en él, siquiera un segundo. Danzaba de aguda impaciencia. Empezó a hacer señas:

 –¡Escápate! -daba a entender con sus ademanes de consejo-. No seas zonza. Escápate de puntillas, apenas él se descuide. Sí.Sí puedes. De puntillas... Escápate... No hay más que un paso al corredor... Si fuese más lejos... Pero, de un salto... ¡salvada! Apúrate nomás. Nadie te está viendo... Pronto...

 Pero así son las cosas. Adelaida no se fijó en su hermanito.¡Pobre hermana! Si se hubiese dado cuenta de cuanto le advirtióSantiago... Pero así son las cosas. Ella, desgraciadamente, no lo vio.

 –¡Yo no sé qué le pasa! -seguía sollozando Adelaida-. ¡Hace ya tiempo que está así conmigo!

 Otra vez morían sus palabras en apasionado lloro.

  Santiago, de pronto, secó sus lágrimas con el dorso de la leñosa muñeca y con el extremo de manga desgarrada. No habiendo sido advertido aún por Balta, se irguió ahora en un perfecto ademán adulto y tosió. No podía soportar. Acercóse ruidosamente más al quicio. Dijo, como quien no sabe nada de lo que ocurre:

 –¿Qué haces, Adelaida? ¿Buscas tu rueca? Yo no la he visto desde el otro día...

  Nadie hizo caso al arrapiezo.

  –¿No ha llegado todavía don Balta? ¡Pobrecito! Si lo habrá agarrado el aguacero...

 Como Adelaida no le respondiese y tratase más bien de ocultarle el rostro entre los pliegues de su traje, Santiago volvió a toser con mayor energía y estuvo limpiándose los pies de barro en la madera de la puerta, tratando de hacer notar su presencia por Balta. Arrojaba entonces sobre el pavimento del cuarto una sombra larga y gigantesca, mucho más grande que la de un hombre. La noche descendía muy negra.

 Santiago iba engallándose y creciendo en rabia. Ahora sabía,de manera oscura también, que cualquiera que fuese aquel yugo, para él vago y desconocido, que oprimía y ligaba así a su hermana, había que echarlo abajo. Un nervioso coraje, de niño que se sugestiona en contra de un fantasma o en contra de una fuerza misteriosa y superior, le hizo parapetarse en el umbral,trémulo de una íntima fruición fraternal. Temblaba. Se puso a rayar con la uña el maguey del quicio. ¿Qué cosa? ¿A su hermana? ¿Qué cosa? ¿Quién? ¿Quién?...

 Después se sentó en el poyo, siempre atisbando hacia adentro. Poco a poco el silencio se hizo completo en la casa. Santiago se quedó dormido.

 Al despertar, se asustó. ¿Dónde estarían ellos? Llamó. Nada. Había una oscuridad espeluznante.

  –Me han dejado -se dijo en voz alta-. ¡Adelaaaida!...

 Paró el oído y solo a intervalos oía, por el lado de la zahurda, el gruñido de algún cerdo maltratado por los otros. No se movió de su sitio Santiago. Estaba con el cuerpo helado. Empezó a poseerle un terror infinito. Recordaba a su hermana bañada en lágrimas, a su marido colérico, estúpido... ¿Cómo se quedó dormido? El frío, el reposo mortuorio de la noche, la soledad dela casa, la inquietante ausencia de la hermanita querida... Hacia esfuerzos para no soltar el llanto, pues que si lloraba experimentaría más miedo y su desesperación ya no tendría límites.


  Hizo un esfuerzo de valor y tentó la puerta del cuarto. La halló abierta de par en par. Volvió a llamar. ¡No le contestó ni el másleve rumor o seña de vida!

 –Adelaaaaida... Adelaidiiiiiitaaa...

 Un calofrío glacial recorría su epidermis, de cabeza a pies. Un ruido producido muy cerca de él le hizo dar un salto. Fue un terrón que cayó de la tapia. Santiago se bañó de un sudor frío.Empezaban a distinguir sus pupilas, aguzadas por la desesperación, aquí y allá, sombras, bultos que se agitaban y poblaban en cerrada muchedumbre los corredores y el patio.Hasta el cielo aparecía completamente negro. Pronto empezaría allover.

 Le pareció que a veces deslizábanse a lo largo del muro quedaba al cerco del camino, rozándolo y produciendo un rumor atropellado de trajes y ponchos inmensos, cortejos intermitentes y misteriosos. ¿No habría quizá venido del pueblo su madre?

 Sonaron unos pasos lentos y duros. Santiago se volvió a todos lados, tratando de escrutar las tinieblas frías y mudas, y musitó, sin saber lo que decía, presa de indescriptible sensación de pavor:

  –¡Quién!... ¿Qué cosa?...

 Los pasos se aclararon. Era un jumento errabundo y abandonado, sin duda, a campo libre.

 Santiago sentose, tranquilizado, otra vez en el poyo. A poco rato dormía el pequeño un sueño sobresaltado y doloroso.

 Sobre el techo graznó toda la noche un búho. Hasta hubo dos de tales avechuchos. Pelearon entre ambos muchas veces, en enigmática disputa. Uno de ellos se fue y no volvió.