Un laborioso anciano
de sol a sol sin descansar labraba
la fértil heredad que poseía.
Él por su mano araba;
él por sí mismo el grano, 
que el sustento común del hombre encierra,
solícito vertía
en el fecundo seno de la tierra.
A la sombra una vez que en torno arroja
una altanera encina, 
copuda en ramas y poblada en hoja,
preséntase al anciano de repente
una visión divina.
Él se sorprende y pasma;
y en acento más dulce que severo 
le dice la fantasma:
«No la presencia mía te amedrente:
Soy Salomón: declárame sincero,
¿por qué, ya que tu edad va declinando,
tan ávido te afanas trabajando? 
-Si eres el sabio rey gloria de Oriente,
(el labrador contesta)
ya puedes figurarte mi respuesta.
Yo estudié con desvelo tus lecciones:
en ellas al mancebo le propones 
que a recoger aprenda de la hormiga,
sin perdonar momento ni fatiga.
Yo su ejemplo he seguido,
y lo que dócil aprendí mancebo,
viejo también a ejecución lo llevo. 
-A medias solamente has aprendido
(dijo la sombra) mi consejo sano.
Vuelve de nuevo y a la hormiga observa,
y en su sagaz gobierno
verás que si trabaja en el verano, 
prudente se reserva
sus acopios gozar en el invierno.
Tú, que al invierno triste
llegaste de la vida,
reposa ya y descuida, 
y disfruta por fin lo que adquiriste.