Fábulas en verso castellano/I
Fábula I Que sirve de INTRODUCCIÓN
editarNáufrago libre de borrasca fiera, día treinta de abril, pisaba un hombre la plácida ribera de una isla verde, cuyo propio nombre Isla del Nacimiento ser debiera. Observando solícito el paraje, y no viendo la tierra cultivada, preguntó para sí con amargura: -¿Si no estará poblada? ¿Si aquí la población será salvaje?- De este modo confuso discurría, cruzando una espesura; cuando, ¡válgame Dios! ¡Con qué alegría vio un trillado sendero, donde había diversas en tamaño y en figura, huellas de cuatro pies con herradura! -Ya (exclamó) no hay cuidado: estoy en un país civilizado: sólo en un pueblo culto se procura que gasten los cuadrúpedos calzado. Siguiendo la vereda, en un camino entró llano y derecho. -No hay camino sin gente. -Dicho y hecho. Una gran polvareda se alza en la extremidad del horizonte; divísanse entre el polvo diferentes caballeros con armas relucientes, plumas, preseas y admirable pompa; repite el eco del vecino monte rudo son de timbales y de trompa, y óyese luego aclamación festiva de ¡Viva el nuevo Rey! ¡Viva el Rey ¡Viva! Los jinetes se apean, obsequiosos al náufrago rodean, y antes que diga nada ni acierte a disponer de su persona, pónenle un manto real y una corona, que a prevención la comitiva trajo; súbenle a una carroza engalanada; y entre clamores mil, con gozo grande, majestad por arriba y por abajo, mucho tirar al aire los sombreros, y dale que le das los timbaleros, dicen al nuevo príncipe que mande a su cochero que ande; y haciendo los caballos una curva, por donde vino tórnase la turba, gritando sin cesar: ¡Viva Facundo milésimo octogésimo segundo! -Vamos, (dijo el monarca improvisado), sin duda en esta tierra, que ya es mía, Facundo se le pone, llámese Andrés o Juan, Luis o Conrado, a todo hombre de bien que se corone. Bien antigua será la monarquía donde, si llevan sin error la cuenta, los reyes pasan ya de mil y ochenta. Un paje que le oía repuso: No es extraño, porque duran aquí tan sólo un año. Hoy, último de abril, la Providencia cada año nos envía un joven para rey: desde tal día, trescientos, reinará, sesenta y cinco sobre vasallos, cuyo solo ahínco darle gusto será con su obediencia. Pero (estén disgustados o contentos ellos con él), corridos los trescientos sesenta y cinco días, ordinario número que tener el año debe, no trayendo febrero veintinueve, su majestad allá de mañanita recibe la visita de catorce alguaciles y un notario, que le dice cortés, pero algo recio: Llegó San Indalecio; treinta de abril es hoy, y el calendario de este dominio reza que mude la corona de cabeza. Dejarla es necesario. Ya vuestra majestad es rey cumplido: vuestra merced se dé por despedido. Con lo cual, y sin dimes ni diretes, cogen a Don Facundo los corchetes, y en una estéril y desierta playa le dejan que se quede o que se vaya. -Oyes, oyes, querido, (replica el soberano principiante) ¿y de qué vive ese hombre en adelante? -Vive de la carrera que ha emprendido para poderse manejar mañana, bien o mal o peor, conforme gana. Sujetos hay de los que fueron reyes, que dándose al estudio de las leyes, celebridad consiguen y dinero: uno toma el fusil, otro el arado; éste vende licores o pescado, esotro es eclesiástico eminente, aquél, diestro pintor: últimamente, para adquirir el pan el forastero, le ha de sudar la frente, pues ni en la clase ilustre ni en la baja ninguno come aquí si no trabaja. Cesó el paje de hablar, y el rey contesta: Eso no me disgusta: vivir de mi trabajo no me asusta. Sepa el amigo paje que por juego una vez tejí una cesta; con un año cabal de aprendizaje, cualquiera alcanzaría destreza regular en cestería. Desde hoy constantemente seis horas al oficio me consagro, hasta que labre un cesto, que en su clase por un esfuerzo pase del arte cesteril, por un milagro. Su majestad salió tan excelente compositor de mimbre gordo y fino, que en el concurso de la industria, vino a conseguir el respectivo premio, siendo solemnemente declarado primoroso oficial, honra del gremio. Al fin de su reinado, quedándole por única prebenda su rara habilidad, abrió su tienda, que nunca se veía de concurrentes útiles vacía. Trabajador y gastador juicioso, riquezas allegó, se hizo famoso, y sucesivamente fue nombrado alcalde, diputado, inspector del marítimo registro, cuatro veces virrey y al fin ministro; todo por ser sujeto que observaba su ley con fe y respeto, ser íntegro y veraz, de buena pasta, y único para armar una canasta; de modo que a porfía cada insular, al verle, prorrumpía: No tenemos aquí, ni habrá en el mundo mejor conciudadano ni cestero, que el sucesor insigne de Facundo milésimo octogésimo primero. LECTORES Y LECTORAS JÓVENES, que en estudio provechoso vais a ocupar las fugitivas horas, mirad en ese náufrago dichoso, cuya vida tracé con desaliño, la historia general de todo niño. Nace: padres, abuelos y parientes le reciben con júbilo y cariño; le miman con frecuencia, sobrado complacientes; y en fuerza de los lloros exigentes con que por todo a todos importuna, reina con veleidosa omnipotencia desde el movible trono de la cuna. Pero el tiempo voraz, el que sin duelo traga vidas, y mármoles y bronces, pronto deja al muchacho sin abuelo, y sin padre tal vez y sin herencia, y es forzoso por sí vivir entonces. A peligros tan ciertos y fatales, otro remedio no hay que la enseñanza, que aprovecha en la edad plácida y verde las ventajosas prendas naturales, ilustra corazón y entendimiento, y un tesoro nos da que no se pierde. Forma, QUERIDOS JÓVENES, la vida serie no interrumpida de gusto y de tormento, de hórridas tempestades y bonanza; pero, aunque en medio de vaivenes tales, fiero tropel de males amenace violento doblegar vuestras débiles cervices, con virtud y talento no tenéis que temer, seréis felices.