Estudios literarios por Lord Macaulay/Oradores atenienses
ORADORES ATENIENSES.
No conoce otros límites la celebridad de los grandes autores clásicos que los que separan el salvaje del hombre culto y civilizado. Sus obras son patrimonio comun de todas las naciones cultas; sus modelos han sido la escuela de los pintores y de los poetas; en la mente de las clases ilustradas de Europa van unidos sus nombres de una manera indisoluble á todos los recuerdos escolares; y la veneracion que inspiran es tan grande, que áun los editores y comentadores que hacen los oficios más humildes en torno de ellos se ofrecen á nuestros ojos con el prestigio y el aparato de los maguates y grandes dignatarios que rodean y acompañían á los príncipes soberanos. De aquí que nos parezca extraño el que se haya pensado tan poco en estudiar sus obras con arreglo á los principios filosóficos de la sana critica.
Si recurrimos á los autores antiguos, nos sirven de muy poco para el caso; porque cuando entran en detalles pecan de trivialidad, y cuando tratan de generalizar se tornan confusos. Fuerza es, sin embargo, hacer una excepcion en favor de Aristóteles, porque así en el análisis como en la combinacion de las ideas fué incomparable, y nunca ningun filósofo ha poseido en igual proporcion que él ni el talento de reducir los sistemas establecidos á sus prímitivos elementos, ni el de coordinar en sistemas armoniosos fenómenos aislados. Arquitecto del caos intelectual, llevó la luz allí donde tenian asiento las tinieblas, y el órden donde imperaba el desccncierto y la anarquía, y el vigor y la amplitud de miras á las investigaciones literarias; obra que han de agradecerle las ciencias físicas y metafísicas. Y tan excelentes y superiores son los principios fundamentales de su crítica, que para no poner más de un ejemplo diremos que la doctrina establecida y enseñada por él, y en la cual se declara que la poesía es arte de imitacion, ha venido á ser para los críticos que la comprenden lo que la brújula para el navegante, pues con ella bien puede aventurarse á lejanas expediciones, y sin ella necesario es que no se aparte mucho de las costas sin riesgo de perderse en la inmensidad, no teniendo más porte que le guie, sino la luz vacilante de alguna estrella entre las innumerables que pueblan la bóveda celeste; verdadero descubrimiento que trasformó un capricho en ciencia.
Mucho valen las proposiciones generales de Aristóteles; pero el mérito del edificio no guarda proporcion ninguna con el de sus fundamentos. En parte debe ser esto atribuido al carácter del filósofo, el cual, aun cuando era propio á realizar cuanto dependiera de las facultades del análisis y de la combinacion, no parece haber tenido gran dosis de imaginacion y de sensibilidad. Tambien contribuyó á esto en parle la falta de materiales; que las grandes producciones del humano ingenio no eran entonces lo suficientemente numerosas y variadas para consentir, á quien quiera que fuese, acometer la empresa de un código completo de legislacion literaria; y aquel que pretendiera que un crítico imaginase géneros y modos de composicion que no existieran en su tiempo, y que investigara sus principios, demostraria tan poco juicio como Nabucodonosor al pedir á sus magos que le dijeran qué habia soñado, y despues que le explicasen el sueño.
A pesar de este defecto, es Aristóteles el crítico más profundo é ilustrado de los tiempos antiguos.
Dionisio distaba mucho de poseer la misma delicadeza exquisita y la misma elasticidad, por decirlo así, de ingenio; pero tuvo á su alcance mayor número de obras, y además se consagró con aficion casi exclusiva al estudio de la literatura elegante: de aquí que sus juicios sobre asuntos particulares sean superiores á sus principios generales; como que Dionisio fué el historiador, y Aristóteles el filósofo de la literatura.
Quintiliano aplicaba á la literatura en general los principios que tenía costumbre de aplicar á las declamaciones de sus discípulos. Su preocupacion es la retórica, y la suya no es por cierto del órden más elevado. Habla friamente de las obras incomparables de Esquilo; admira sobre toda ponderacion las tragedias de Eurípides, que son minas inagotables de lugares comunes, y hace de Homero poca cuenta, y lo examina no más que á título de orador. Lo era ciertamente, y bueno y grande; pero nada es tan notable en sus obras como el cuidado con que somete sus talentos oratorios al servicio de la poesía. A nuestro parecer, no es Quintiliano un gran crítico en su propio terreno, porque por más justas que sean á veces sus observaciones y por más beIlas que sean sus imágenes, muy luego descubren cierto sabor que les comunica la atmósfera de despotismo en que florecieron; defecto de que adolecen por lo general las obras del ingenio cuando se producen bajo idénticas influencias. Porque la elocuencia en los tiempos de Quintiliano ya no era otra cosa sino el aliño necesario á despertar en los tiranos, hastiados de adulacion, el gusto de oir un panegírico, ó una distraccion para los grandes ó para las damas aficionadas al culto de las letras. Así es que para él la elocuencia es ántes un juego que no una guerra, un asalto en sala de armas, no un combate singular, preocupándose más de la gracia y soltura de la actitud, que del vigor y firmeza del brazo.
Conviene reconocer, en descargo de Quintiliano, que Ciceron sancionó con harta frecuencia este error å vueltas de sus preceptos y ejemplos.
Longino, que parece haber tenido gran caudal de sensibilidad y mediano criterio, nos ha dejado elocuentes sentencias, pero no princípios; y su tratado De lo sublime debiera más bien titularse Sublimidades de Longino, del propio modo que el Esprit des Lois, de Montesquieu, De l'esprit sur les Lois, como ha dicho alguno con sobrada razon. El origen de lo sublime constituye uno de los asuntos más curiosos é interesantes que puedan ocupar á los críticos, y ha sido por esta causa objeto de grandes disputas, sostenidas con talento y habilidad, aunque sin éxito, por Burke y Dugald Stuart; pero Longino se exime y dispensa á sí propio de toda investigacion en órden á la materia, diciendo á su amigo Terenciano que él sabe respecto del particular cuanto pueda decirse, siendo muy de sentir que no comunicara Terenciano á su maestro una parte de su ciencia, toda vez que Longino se limita á manifestar que sublime vale tanto como elevado (1), y que aplica indistintamente la definicion incierta y vaga de la sublimidad así á la hermosa plegaria de Ayax, en la llada, como á un pasaje de Platon sobre el cuerpo humano, en el cual pasaje abundan los juegos de palabras como en las odas de Cowley. El filósofo de Palmira carecia de reglas fijas, y por ende no hallaba la verdad sino es casualmente, y ántes que crítico era un aficionado de mucha fantasia.
Diversas causas han impedido á los escritores modernos llenar los vacíos que dejaron sus predecesores clásicos, siendo la primera que al verificarse el renacimiento de las letras nadie podia llegar á poseer conocimientos exactos de las lenguas antiguas sin asiduos y penosos trabajos prévios. Además, los estudios gramaticales y filológicos, sin los cuales no era fácil comprender las grandes obras del ingenio romano y ateniense, tienden á estrechar las ideas y á embolar la sensibilidad de los que se consagran á ellos con extremada perseverancia; que una inteligencia poderosa y activa, ocupada largo tiempo en tareas de esta indole, puede compararse al Genio gigantesco de las Mil y una noches, á quien lograron persuadir por su mala estrella de (1) Axpóns xal toxi tes dóywv toti tá Upn.
que se replegara y encogiera de tal suerte, que pudiese caber dentro de la copa encantada, y el cual, una vez cerrado en su prision no pudo salir de los estrechos límites á que habia reducido su estatura; pues cuando los medios han absorbido largo tiempo la atencion se sustituyen naturalmente al fin. Decia Eugenio de Saboya que los más grandes generales eran, por lo regular, aquellos que habían llegado repentinamente al mando supremo, y aprendido las grandes operaciones de la guerra sin pasar ántes por las evoluciones pequeñas que preocupan tanto á los oficiales de rango inferior. En literatura sucede lo propio, y los que no han practicado mucho el oficio de disciplinar sílabas y partículas, son, en general, los que mejor comprenden la gran táctica de la crítica.
Recordamos haber notado en los Anas frances un ejemplo singularísimo de lo que acabamos de enunciar. Es el caso que un erudito, tal vez de mucha cuenta, recomienda el estudio de no sabemos qué voluminoso tratado latino sobre la religion, las cos tumbres, el gobierno y la lengua de los antiguos griegos, «porque, dice, en él se hallará cuanto bay de más importante en la Ilíada y en la Odisea, sin tomarse el trabajo de leer libros tan enojosos. No advertia el buen hombre al dar este consejo que la ciencia, á la cual daba tanta importancia, no tenía otro mérito que el de explicar los poemas que despreciaba, y que para cualquiera otro objeto seria tan inútil como la mitología de los Cafres ó el vocabulario de Otaiti.
De cuantos eruditos se han consagrado enteramente á la crílica de las palabras, pocos han tenido éxito, porque como las lenguas antiguas ejercen generalmente influencia mágica sobre las facultades, casi todos han sido víctimas aprisionadas en estrecho círculo por arte de las evocaciones griegas.» La Ilíada y la Odisea no eran libros, sino curiosidades para ellos, ó mejor dicho, reliquias, y las admiraban por devocion, no por su mérito, como acontece á los buenos católicos con la casa de la Virgen María en Loreto. Todo lo clásico era bueno, y por tal manera, Homero, gran poeta, y Calimaco tambien, y las cartas de Ciceron incomparables, y las de Falaris lo mismo; y cuando se trataba de comparar pruebas, caian en idéntico error, porque la autoridad de todos los escritos griegos y latinos era igual para ellos y tenía la misma fuerza, sin advertir que un espacio de quinientos años ó una distancia de quinientas leguas podia ser parte muy eficaz á influir en la exactitud de una narracion, y que Tito Livio podia ser historiador ménos verídico que Polibio, ó que Plutarco debía saber menos de los amigos de Xenofonte que Xenofonte mismo. Engañados por la distancia, parecian creer á todos Jos clásicos contemporáneos unos de otros, del propio modo que vemos en Inglaterra muchas gentes persuadidas de que cuantos habitan las Indias son vecinos, verbigracia, los de Calcutta y los de Bombay, Abrigamos confiados la esperanza de que no sobrevenga una nueva invasion de bárbaros en Europa; pero estamos persuadidos tambien de que, si tan terrible calamidad nos asolara segunda vez, los Rollins y los Gillies de entonces compilarian una flamante historia de Inglaterra basada en los Jefes escoceses de miss Porter, las Vacaciones de miss Lee y las Memorias de sir Natanael Wraxall.
Tiempo es ya de examinar la literatura antigua de modo diferente, sin pedantescas preocupaciones, pero teniendo en cuenta la diferencia de las circunstancias y de las costumbres; y como nada está más lejos de nosotros que pretender hallarnos en posesion de la ciencia y del talento que requiere la empresa, no pensamos ofrecer al público sino es una serie de observaciones aisladas sobre esta parte tan interesante de la literá tura griega.
El ingenio humano se halla sujeto á las mismas oscilaciones del comercio: la oferta guarda relacion con la demanda, y así, el producto aumenta ó disminuye segun las necesidades del mercado. Por eso la rara perfeccion que alcanzó en Atenas la elocuencia, debe principalmente ser atribuida al in flujo que ejercia entre los griegos; que en tiempos agitados y tempestuosos, bajo instituciones esencialmente democráticas, en el seno de un pueblo que habia llegado ya á la perfeccion de culturs necesaria para que sus hombres fueran susceptibles de repentinas y fuertes emociones, de razonar con facilidad aunque con poca solidez, de pasiones vehementes, aunque de incierlas ideas en órden á los principios, y admiradores de la elocuencia, el arte sublime de la oratoria tenia que recibir estímulos muy fuertes y eficaces. Asi se explica tambien que jamás se haya producido nada más perfecto y acabado en este género que las mejores arengas atenienses.
El Dr. Samuel Johnson tornaba siempre el buen gusto y los conocimientos del pueblo ateniense en asunto de burlas y desprecios; y como no llegó á conocer de la literatura griega sino es los libros aquellos que son usuales y corrientes en las aulas, ni supuso en sus lectores más ni mejor criterio del que tienen los alumnos, con la vanidad y la arrogancia que lo hace parecer á los ojos de la posteridad, á pesar de su talento y de sus virtudes, como el hombre más ridículo de la historia literaria, contrajo la costumbre de afirmar que Demóstenes se dirigia á un pueblo de bárbaros, y que la civilizacion no existió ántes del establecimiento de la imprenta. Johnson fué observador sagaz, pero muy limitado, de la humanidad, y confundió siempre la naturaleza humana en general con las circunstancias particulares que la modifican. Sus observaciones sobre la sociedad en que vivia son admirables; pero Londres era para él cuanto hubiera en el mundo; y viendo que la ignorancia del inglés que no sabe leer excede á la ponderacion, concluia que los griegos, cuyo caudal bibliográfico era casi nulo, debian ser forzosamente tan bárbaros como los carreteros de su tiempo.
Parécenos, por el contrario, que en punto á inteligencia, considerado en su conjunto el pueblo bajo ateniense, reunia más caudal de ella que las clases idénticas de las sociedades que se han formado despues; y bueno es, para comprender esto mejor, tener presente que todos los ciudadanos eran legisladores, soldados y jueces, y que la suerte del Estado tributario más opulento ó del hombre público más esclarecido dependia de su voto; que las ocupaciones infimas y manuales, ya sea en la agricultura, ya en el comercio, se dejaban á los esclavos por regla general; que la república proveia en sus necesidades á los ciudadanos desgraciados, y les facilitaba descanso y distraccion, y que si los libros no abundaban, eran buenos, en cambio, los que habia y conocidos de la generalidad: que no tanto se adquieren los conocimientos y se forma mejor el criterio foliando bibliotecas enteras, como leyendo con repeticion y estudiando sesuda y reflexivamente algunos grandes modelos. Hoy dia los literatos se ven condenados á leer muchos libros que olvidan luego al pun to, y otros más que nada les epseñan, ni merecen la pena de recordarse, ocupando las buenas producciones del ingenio la menor parte de su tiempo.
Del famoso Demóstenes cuentan que copió seis veces la historia de Tucidides; si hubiera sido un jóven de nuestra época, ocupado en la política, en el mismo espacio de tiempo habria recorrido periódicos y folletos en cantidad prodigiosa. No condenamos con esto el actual sistema de estudios; harto vemos que el modo de ser presente lo hace necesario; pero dudamos mucho de la eficacia de los cambios realizados para mejorar nuestra condicion, y, al contrario de los admiradores de las institucionesmodernas, creemos que antes son aparentes que no reales y efectivos para conseguir este fin. Dicen que M. de Rumford propuso al elector de Baviera un proyecto que tenía por objeto alimentar á su ejército con menos gasto, y que consistia el secreto en hacer mascar mucho el rancho á los soldados, porque, segun el inventor de esta novedad, una parte muy pequeña de vianda en estas condiciones nutre más que manjares suculentos devorados con precipitacion. Ignoramos si el proyecto de M. de Rumford fué acogido como merecia; pero estamos persuadidos de que, tratándose de la inteligencia, más vale digerir una página que no devorar un infolio.
Por lo demas, los libros no representaban el principal papel en la educacion de los ciudadanos atenienses, como podemos ver si nos trasladamos con el pensamiento á su admirable ciudad. Imaginemos que nos hallamos en ella en los tiempos de su mayor grandeza y poderío: la multitud se agolpa junto á un pórtico y contempla con admiracion su cornisa: Fidias está en lo alto colocando un friso cincelado por él. Entramos por una calle: un rapsoda recita; hombres, mujeres y niños lo rodean curiosos y anhelantes, y estrechan cada vez más el círculo en que se mueve; la emocion del auditorio es grande, las miradas no pierden un solo movimiento del actor, las respiraciones se contienen para escuchar, las mujeres se afligen y lloran, el rostro de los hombres se contrae: es que relata la escena tan terrible aquella en que Príamo cayó de rodillas á los piés de Aquiles y le besó las manos, manchadas todavía de la sangre de sus hijos. Llegamos á la plaza pública; Sócrates, rodeado de gran número de jóvenes que lo escuchan, disputa con el famoso ateo de Jonia, y en corto espacio lo hace contradecirse en los términos mismos de su razenamiento. Pero bé ahí que una voz nos interrumpe: es el heraldo que grita: «¡Paso á los Pritáneos!» La asamblea se reune. Llega el pueblo de todos los extremos de la ciudad. Se oye la pregunta de «¿quién quiere hablar? Aplausos unánimes y atronadores resuenan ensordeciendo el aire; luego se hace un silencio sepulcral en todo el recinto: Periclés sube á la tribuna. De allí va el pueblo á asistir á una tragedia de Sofocles; mas tarde, los escogidos se dirigen á casa de Aspasia. No sabemos que exista en los tiempos modernos universidad ninguna que posea tan brillante programa de enseñanza.
Cierto es que los conocimientos y las opiniones que así se adquirian y formaban, corrian riesgo de ser defectuosos bajo algunos aspectos. Las proposiciones que se sientan en un discurso, resultan en la generalidad de los casos de una manera parcial de considerar las cuestiones y de que sea imposible consagrarles el tiempo necesario para corregir21 las; del propio modo los hombres que tienen el dón de la palabra practican sin cesar un género de exageracion y de sofistica animada que los engaña, así como á su auditorio, en el primer momento; y asi vemos que doctrinas que no pueden resistir al exámen más superficial, triunfan en los salones, en los ateneos y áun en las asambleas legislativas y los tribunales. Dispuestos estamos á no atribuír á otra causa que al sistema de enseñanza de los atenienses, que se lograba por medio de la conversacion, la flojedad extrema de sus razonamientos, defecto que más principalmente se advierte en la mayor parte de sus obras científicas. Tanto es así, que el ménos lógico de los escritores modernos sonreiria con lástima considerando los pueriles sofismas que parecen haber causado maravilla á los más grandes sabios de la antigüedad. Sir Tomas Lethbridge se asombraria de la economía política de Xenofonte, y el autor de las Soirées de Saint Pbtersbourg se avergonzaria de emplear algunos de los argumentos metafísicos de Platon. Pero las circunstancias que retardaban el progreso de la ciencia eran singularmente favorables al desarrollo de la oratoria, y gracias al hábito contraido en la más temprana juventud por los atenienses de discutir con calor, aquellos que se hallaban dotados de inteligencia lograban adquirir la prontitud de recursos, la fluidez de palabra y el conocimiento del carácter y de las pasiones de su auditorio, que interesan aún y convienen más al orador que no la fuerza de la lógica.
Horacio comparó los poemas á los cuadros, cuyo efecto cambia y se muda segun el espectador se coloca para verlos, y la misma observacion puede aplicarse con idéntica justicia á la elocuencia. Porque los discursos es necesario leerlos, poniéndonos en el caso de aquellos que los oyeron pronunciar; pues de lo contrario nos parecerá que chocan con las reglas del buen gusto y de la razon, del propio modo que si consideramos una pintura á mala luz se nos antojará, en vez de cuadro trazado con arte, cartel pintarrajado de cómicos de la legua; circunstancia que olvidan sin cesar los que critican las producciones del arte oratorio, al leer descansadamente, haciendo alto en cada línea, examinando y analizando cada argumento, y olvidando que el auditorio, al seguir al orador, iba, no tanto llevado como arrastrado por él con demasiada rapidez para apercibirse de los errores en que incurria, y de que carecia del tiempo material necesario para descubrir los soflsmas ó percibir las inexactitudes de lenguaje; primores artísticos, en suma, de razonamiento y de lenguaje que hubieran sido como si no fueran para ellos. Estos criticos nos ha cen el efecto de aquellos que toman en las manos un microscopio para examinar un panorama, y que exigen á los pintores escenógrafos la maravillosa y prolija perfeccion que tanto admira en los cuadros de Gerardo Dow.
El arte oratorio ha de juzgarse con sujecion á principios diferentes de los que se aplican á otras producciones del ingenio bumano; que si la verdad es el fin de la filosofía de la historia y el de esas obras que se llaman de imaginacion, pero que tienen con la historia el parentescp que el álgebra con las matemáticas, y el mérito de la poesia bajo todas sus formas consiste asimismo en su verdad, en la verdad que lleva á la inteligencia, no directamente por medio de las palabras, sino de una manera indirecta con el auxilio de la imaginacion y de las asociaciones de ideas que le sirven de hilos conductores, sólo el arte oratorio tiene por objeto la persuasion, no la verdad. El aplauso de las gentes no es parte á que se considere á este poeta ó á aquel filósofo superiores á cualesquiera otros póetas ó filósofos. No así en lo que se refiere al orador, cuyo criterio es diferente, porque si agota en su discurso toda la filosofía de un asunto dado, y despliega todas las galas de estilo que sean imaginables, y no consigue producir efecto en el auditorio, podrá ser filósofo profundo, eminentísimo estadista, consumado maestro en el arte de bien decir; pero no será orador; no haciendo blanco, poco importa que sea el tiro alto ó bajo.
La gran suma de libertad de imprenta que goza la Inglaterra ha destruido entre nosotros esta distincion, dejándonos muy poco de lo que llamaremos elocuencia propiamente dicha, toda vez que nuestros oradores, así parlamentarios como forenses, no tanto se dirigen al auditorio cuanto á los ťaquígrafos de los periódicos, teniendo más en cuenta la multitud de los lectores, que no el pequeño número de los oyentes. En Atenas no acontecia asi, y el objeto único, exclusivo del orador era persuadir en el acto mismo de pronunciar su arenga. Por eso, si hemos de apreciar con rectitud y verdad el mérito de los oradores griegos, necesario es colocarse cuanto más sea posible en el caso de sus oyentes, despojándose de la manera de ser moderna, y penetrándose de las preocupaciones y de los intereses de los ciudadanos atenienses; y estudiando sus obras de esta suerte, comprenderemos y nos explicaremos la razon de muchas cosas que nos producen el efecto de lunares, verbigracia: la frecuente infraccion de las reglas de la prueba, la .
introduccion en el discurso de asuntos extraños á la materia sobre la cual versa, las alusiones á cosas y á hechos políticos en negocios judiciales, las afirmaciones aventuradas, las súplicas vehementes, las invectivas furiosas, todo lo que demuestra, en fin, la prudencia y habilidad de aquellos tribunos. No debemos, pues, fijarnos maliciosamente, ni detenernos con escrúpulo en el exámen de ciertos argumentos y frases, sino ceder á las primeras impresiones; porque si es indispensable leer mucho y reflexionar más para poder apreciar con equidad cualesquiera otras obras literarias, aquellas cuyo mérito consiste en el efecto instantáneo que nos producen, débense aquilatar de igual manera, ep nuestro concepto, para que sea más exacto y oportuno el juicio formado.
La historia de la elocuencia en Atenas es por extremo interesante. De muy antiguo abundaron ep ella los grandes tribunos: Pisistrato y Temistocles debieron, á lo que se dice, mucha parte del influjo que ejercieron á sus dotes oratorias; de Pericles sabemps positivamente que fué hombre dotado de la más extraordinaria elocuencia, y Tucidides nos ha conservado la parte más esencial de algunos discursos suyos. Es indudable que un escritor de tanta cuenta como él habrá trasmitido con fidelidad la relacion de los argumentos, aunque no la forma, que tap principal papel representa en la oratoria, porque como ningun valor tenía para la narracion, es evidente que no trató de conservarla; así es que cuantas praciones trascribe sobre varias materias y pronupciadas por diversos personajes, tienen el mismo corte; siendo idéntica en la forma, y ésta no la más adecuada por cierto á los efectos oratorios, la que pronuncia el grave rey de Esparta, á la del demagogo ateniense, y la del general que arenga sus tropas á la del cautivo que pide cuartel. La manera de Tucídides, singularmente elíptica en el razonamiento, tiene ilacion perfecta; pero å las veces hace el efecto de ser incoherenle, y su sentido, difícil de penetrar y nebuloso de suyo, se torna más oscuro por obra del estudiado laconismo y de la marcada inclinacion que demuestra por las antitesis. Cuantos se hallan algo versados en literatura inglesa habrán observado ciertamente que el sentido está más con• densado en los versos de Pope y de sus imitadores, que nunca se permitieron continuar el mismo miembro de frase de un dístico á otro, que en los de aquellos que se permitieron esta licencia. Porque todas las divisiones artificiales cuando se marcan fuertemente y se repiten á menudo tienen la misma tendencia, y la expresion natural y clara que se ofrece al espíritu de una manera espontánea, puede negarse á revestir esta forma, siendo entónces necesario amplificarla, debilitándola, ó reducirla hasta darle una densidad impenetrable. Quien tenga disposiciones literarias preferirá naturalmente lo último, y tal es el caso de Tucidides.
Excusado parece decir que la mayor parte de sus discursos no han podido pronunciarse, siendo esta una de las mayores dificultades de la lengua griega, porque los oyentes atenienses los hubieran encontrado tan poco inteligibles como los lectores modernos. Tanto es así, que Ciceron, que conocia la lengua y la literatura griega tan perfectamente como el ateniense más instruido, y que ocupó un lugar de preferencia entre los autores de aquel país, advierte y reconoce esta misma oscuridad; la cual, en lo que respecta á los lectores modernos, consiste más en el razonamiento que no en las pala.
bras, y para estudiarlo y comprenderlo, antes se necesita percepcion muy clara que buenos diccionarios. Por otra parte, son estos discursos tanto más preciosos al helenísta, cuanto que sirven á poner en su verdadera luz, mejor que ninguna otra obra, los recursos de la lengua más hermosa del mundo; y preciosos tambien al filósofo, porque descubren la moral y las costumbres de una época interesante por extremo, y porque abundan en ideas justas y en expresiones enérgicas. Sin embargo, no sirven para dar idea exacta del mérito de los primeros oradores atenienses.
Aun cuando es indudable que ya antes de la guerra con los Persas, Atenas habia producido algunos oradores de cuenta, el período más floreciente de su elocuencia no fué por cierto el de su mayor grandeza. Este período glorioso comienza con el fin de la guerra del Peloponeso, porque, á decir verdad, los progresos que hizo en Atenas el arte oratorio en el camino de la perfeccion, fueron contemporáneos de la decadencia del carácter y de la preponderancia nacional. En los tiempos aquellos lan remotos, cuando la pequeña república alcanzaba sus victorias más memorables, cuya fama, á pesar de haber trascurrido veinticinco siglos llenos de acontecimientos, sigue siendo incomparable, la elocuencia estaba en la infancia entre los griegos.
Vino luego la opresion, la tiranía y el saqueo; exacciones incalifcables, venganzas atroces, muchedumbres airadas y embravecidas, y actos de tiranía consumados por los grandes, cubrieron de sangre y duelos las Cyclades; islas enteras quedaban despobladas en un solo dia bajo la segur; el arado trazaba surcos por sobre las ruinas de grandes y hermosas ciudades, y la república vencedora enviaba sus hijos á miles á las canteras de Siracusa, ó á ser pasto de los buitres de Agospótamos, viéndose al eabo reducida, á fuerza de matanzas y desolaciones, á prosternarse á los piés de su enemigo y á rescatar la vida á cambio de su dominacion y de sus leyes.
Durante aquellos años lamentables y desastrosos, la eratoria se perfeccionaba; y cuando el carácter moral, político y militar del pueblo quedó completamente abatido y degradado, cuando el virey de monarca macedónico daba leyes á la Grecia, op46aces fueron testigos los tribunales de Atenas de la más admirable lucha de elocuencia que haya ter aide jamás lugar en el mundo.
No creemos sea dificil atribuir causas á este fené meno. La division del trabajo influye así sobre las producciones del orador, como sobre las del arte, suno. Los antiguos observaban que los pentatlétes, que se consagraban á ejercicios diferentes, si no podian rivalizar con los pugilistas en el uso de da manopla, ó con los corredores de oficio en las car reras del estadio, les aventajaban en salud y fortar leza. Lo propio acontece con la inteligencia, pues la superioridad de los conocimientos técnicos queda más que compensada con la inferioridad de nivel de aquella en general, y más aún cuando se trata de politica, porque siempre han estado bien regidas las paciones por aquellos hombres que consideraban desde alto los negocios públicos y que poseian conocimientos generales sobre varios ramos, mejor que muy profundos acerca de uno solo. En Grecia, la union de los cargos políticos y militares en una misma persona contribuyó mucho al esplendor de su primera historia; despues de la separacion de atribuciones, los generales fueron más hábiles en el arte de la guerra y los oradores más elocuentes; pero la raza de los estadistas decayó y acabó por extinguirse casi. Temistocles y Pericles no hubieran podido luchar con Demóstenes en la Asamblea, pi con Ificrates en el campo de batalla; pero se hallaban infinitamente mejor preparados y dispuestos para ejercer la direccion suprema de los negocios.
Los progresos del arte de la guerra y los del arte oratorio entre los griegos ofrecen coincidencia nor table, pues marcban unidos cual si fueran de la mang bácia la perfeccion simultánea y por las mismas causas. Los primeros guerreros, como los primeros oradores de la Grecia, no eran otra cosa que milicia, y la experiencia vjoo á demostrar que en ambos empleos la práctica y la disciplina daban la superioridad[1]. Cada una de estas ocupaciones fué pri- mero arle y despues oficio; y á medida que los profesores se hicieron más hábiles en su especialidad, fueron haciéndose ménos dignos de aprecio por el conjunto de su carácter; que habían adquirido su ciencia á demasiada costa para emplearla solamente con miras desinteresadas. Por tal manera olvidaron los militares que, ante todo, eran ciudadanos, y los oradores que, a su vez, eran tambien hombres de Estado.
No sabemos, por esta causa, con quiénes comparar á Demóstenes y á sus ilustres comtemporáneos, sino es con aquellas tropas mercenarias que inundaron en su tiempo la Grecia, y que, por causas idénticas, fueron hace algunos siglos azote de las repúblicas italianas; soldados instruidos en su profesion, invencibles en los campos de batalla, poderosos para la defensa ó la destruccion; pero que defendian sin amor y destruian sin odio. Con todo, aunque despreciemos el carácter de estos condottieri políticos, al examinar detenidamente su sistema y su táctica, no podemos por menos de maravillarnos de su perfeccion.
Teníamos el propósito, al comenzar el presente trabajo, de proceder á este exámen, estudiando separadamente lo que nos resta de Lysias, Esquines, Demóstenes é Isócrates, el cual, si bien más fué libelista que orador, merece, por muchos conceptos, ocupar un puesto en él; pero la extension que ya hemos dado á los prolegómenos y nuestras constantes digresiones nos fuerzan å dejar para otro momento la tarea de escribir sobre ese asunto; que las Revistas (y las líneas que preceden están destinadas á una de ellas) son la invencion más peregrina para los ociosos y los que se hallan abrumados de ocupaciones, pues ni bay obligacion de completar el plan propuesto en un principio, ni de ceñirse al asunto principal, ni nadie tampoco se toma la pena de censurar al autor por sus contradicciones, ni ménos áun por haber faltado á su compromiso: podemos ser superficiales, desaliñados é inconsecuentes, ir tan lejos como plazca á la fantasia y detonernos en el punto mismo que la fatiga se apodere de nosotros. Son las Revistas como esos ángeles que, segun la poética tradicion de los rabinos, nacen al amanecer de cada dia orillas del arroyuelo que corre por entre las flores del Paraíso, cuya vida es un arpegio y dura lo que la fragancia de las rosas, desvaneciéndose y como evaporándose despues; uspíritus efímeros en nada semejantes al de Ituriel, el de la reveladora lanza, ni al del arcángel Miguel, el de la espada vencedora, y que solo aspiran á dos cosas: agradar y ser olvidados despues[2].
- ↑ Muchas veces hemos pensado que debia de atribuirse á la circunstancia indicada en el texto uno de los sucesos más notables de la historia griega. Nos referimos á la decadencia silenciosa y rápida del poder de Lacedemonia. Poco despues de terminar la guerra del Peloponeso, cor menzaron á declinar las fuerzas de Lacedemonia. Su disciplina militar, su constitucion social eran las mismas. Agesilau, bajo cuyo reinado comenzó á percibirse el cambio, era el más apto de sus monarcas. Sin embargo, los ejércitos de Esparte fueron derrotados entonces en las batallas, suceso que jamás se creyó posible en un principío. Todos convienen en que se batian bizarramente; pero no eran recompensados ya como en lo antiguo y cual esta ban acostumbrados. Ningun historiador, al menos que sepamos, da solucion á este problema. A nuestro parecerla verdadera causa de esto es la siguients: los lacedemoníos eran los únicos entre los griegos que tuvieran ejército permanente: y en tanto que los ciudadanos de las otras repúblicas es ocupaban en la agricultura y en el go mercio, ellos sólo atendian al estudio de la disciplina militar. De aquí la inmensa ventaja que tenian sobre sus vecinos durante la guerra contra los persas y la del Peloponeso, ventaja que siempre tienen las tropas regulares sobre las milicias, y que perdieron cuando despues los de- mas Estados comenzaron á emplear tropas mercenarias, que les fueron, probablemente, tan superiores como ellos á sus antagonistas hasta entonces.
- ↑ Lord Macaulay no completó nunca este trabajo, dejándolo tal y como lo presentamos á nuestros lectores. Sin embargo, lo hemos traducido en nuestra lengua, como hicimos con el relativo á los Dramáticos ingleses de la Restauracion, porque, así en este último, á pesar de no com.prender sino es dos de los cuatro estudios prometidos, como en el presente de los Oradores atenienses, a pesar de que sólo comprende los prolegómenos, por decirlo así, de obra más considerable sobre la materia, aparte de las bellezas que atesoran siempre las producciones del célebre historiador y eminente crítico inglés, se contienen apreciaciones y juicios por extremo interesantes en órden á las materias de que tratan; pudiendo decirse que los Dramáticos, tal y como se presenta, sólo con los estudios de Wycherley y de Congreve, da idea completa de la perversion del teatro inglés y de las causas que la produjeron al sar reintegrados los Estuardos en el trono de que los arrojó la revolucion: del propio modo que las pocas páginas que consagra á los grandes maestros en el arte dificil de bien decir, y que termina de una manera tan inesperada, tex brusca y tan humoristica, dan idea tambien del modo de ser propio de la elocuencia de Atenas y de sus causas; debiendo considerarse por esta razon y bajo este punto de vista como completos y acabados ambos ensayos. N. del T.