Al pasar la carroza dorada de la vida,
implorando extendí la mano suplicante;
ella me vio lo mismo que una reina ofendida
y se perdió en la sombra de la noche fragante.

    Y fue para volver: en su carroza de oro,
sonriéronme sus ojos impuros de esmeralda,
pero yo conocía qué vale su tesoro;
¡la miré indiferente y le volví la espalda!