Diferencia entre revisiones de «Un poco de crematística»

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== - III - ==
De estas consideraciones sobre el influjo del dinero ó de la riqueza en el individuo, quisiera yo pasar á discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía política, ciencia que, al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores á coincidir con Aristóteles en que trata del -205- dinero, ó, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia, el de que,
 
 
::Después de haber revuelto cien mil libros
::De aquesta ciencia enmarañada y torpe,
 
 
 
 
nadie logra saber á las claras lo que es la riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea ó palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar ó se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.
 
Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza; y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse».
 
Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos XVI, XVII y XVIII, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storch, Ricardo, -206- Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus Armonías con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes ó unos necios que desconocen lo que es el valor.
 
En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que, mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que, mientras más cosas haya, seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, á fin de que, costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas, y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico, levanta todo un edificio científico que trae enamorados á nuestros jóvenes economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por lo tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que, por vanidad, por moda, por capricho ó por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, -207- sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues qué, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que, de los cinco ó seis reales que tienen de jornal, emplean dos ó tres en vino y uno en tabaco, matando quizás de hambre á sus mujeres y á sus hijos? ¿Gana el marido, débil ó vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Ópera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene necesidad de consumir treinta ó ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder, y no sucede también, con las naciones? Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, ¿no puede haber, y no hay, naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?
 
Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin á perderse y á destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro del Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que á Madrid, á Sevilla, á -208- Lisboa ó á Florencia, les venga á suceder lo que á Sidón y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría á largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, á que el atraso con relación á otros pueblos de Europa fuese mayor, y á que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como á remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir á remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad, no dejan de ser rudo castigo.
 
Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el por qué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos al parecer contrarios á todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya hoy sentencias, que se dan por axiomáticas, y que son enteramente contrarias á otras sentencias que poco há pasaban por axiomáticas también.
 
En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Machiavelli pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio á las naciones, mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos y subyugaron á los ilustrados, cultos y -209- ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron la Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirles de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.
 
En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar á otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy á los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo, solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar á los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres más suaves no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación á otra, se ha hecho harto costosa. Los gastos de producción suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo producido, si producido puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes, los pueblos se hacían fuertes y guerreros, á fin de enriquecerse: -210- en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aún está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.
 
Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrado por todo el mundo, que la Economía política conspira de un modo incontrastable á que terminen las guerras sangrientas, á que la utopía de la paz perpetua venga á realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado á tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solón, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con la Riqueza de las naciones. Según Buckle, la Riqueza de las naciones es «el libro más importante que se ha escrito jamás: su publicación ha contribuído en mayor grado á la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores, de quienes nos conserva la historia un recuerdo auténtico.»
 
Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que, desde el año de 1776, en que salió á luz por -211- vez primera el libro divino, salvador redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas por los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio á tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio, ha de ser la filosofía; la religión, mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerle imposible.
 
Los medios de destrucción se aumentan por tal arte, que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres; puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo há se disparaban en treinta ó cuarenta años; y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste á mantener durante un año á toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme, no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de -212- tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón decidiéndole á la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre á Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.
 
Si algún pensamiento económico impide la guerra ó la hace más difícil en lo venidero, es independiente de la ciencia: no es menester haber leído á los economistas para concebirle. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los Gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir á empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible; por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja, y la fortuna pública padece.
 
Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca á hacerlas: como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio ú otra droga peor, á cañonazos y á bayonetazos; entretener, y recrear, y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la -213- población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba ó rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.
 
Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae á la humanidad infinitos bienes, y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha ó atajo. Pero como no hay atajo sin trabajo, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector á los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aunque la Economía política no tuviese más pecado que el haber criado á sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un desideratum, una aspiración, es, según algunos, esto es, será con respecto á la empírica y pedestre Economía política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto á las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social ó dígase la Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!) está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho -214- vacilar la fe en el orden social existente, tienen á los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia á resolverlos intrincados problemas de la ciencia novísima; á desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad, con el fin de fundarle sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra ó paz armada, entre unos Estados y otros, sino también guerra ó paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante, dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía política, sino que ha venido á empeorarlo.
 
No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberle llamado meditación, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarle á fondo, y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. ¿Pero por qué, se me dirá, has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico? A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van á salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos á puerto de salvación, y las -215- diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia á meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso ó ningún saber. Pero, considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante á todo este escrito mío.
 
Mucho temo dilatarle haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.
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Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos ó poetas, y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heróica y poética que sea, tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre, da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, ó de que no es activa, ó de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.
 
Decía, en 1629, el Padre Maestro Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dió á la estampa, que el ser España muy católica -216- y muy monárquica, y el tener otras tres excelencias más, causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el Padre Peñalosa, á quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad á los Reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí, aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales á sus soberanos.
 
Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra á casi todos sus Reyes, han decapitado á varios, han asesinado á otros, y hasta han vendido á uno de ellos por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el progresar, y sobre todo, la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.
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En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo á la fortuna: en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes, sino de sus vicios; no de buenas cualidades, sino de malas.
 
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Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Ática es un ejemplo de esto, y á su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese á formarse tan glorioso y próspero Estado, porque, en los principios de la civilización griega, los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos é infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron á refugiarse en Ática para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fué tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fué fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera, pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril; sin duda, más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.
 
Pensadores hay que se van al extremo opuesto, y atribuyen la inferioridad soñada ó verdadera de nuestra civilización á la abundancia de mantenimientos y á la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción -218- y que hace al pueblo débil y propenso á la servidumbre: mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive, es más digno y enérgico, y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y el Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, á mi ver, los que piensan así, que los que atribuyen el atraso, ó mejor dicho, el estancamiento, á la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo á dar la razón ni á unos ni á otros, y, sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.
 
Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos Gobiernos. Sentencia es ésta indigna de refutación. Ningún país, á no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más Gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.
 
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No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; á que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie-gras y pavo trufado á comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos palios y terciopelos, á vestir bayeta; vivir en un palacio, á vivir en una choza, y andar en coche, á andar á pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería, y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.
 
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En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando
 
::La tierra sus mineros nos rendía,
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::Sus perlas y coral el Oceano;
La tierra sus mineros nos rendía,
Sus perlas y coral el Oceano;
 
 
 
 
Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo, y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. «Est, dice, admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere». Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España, que no se sabe dónde se va el dinero. A caer la dinastía austriaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botín de los pueblos subyugados?
 
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En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos de sí, y no puede negarse que en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero buenos azotes le cuesta. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.
 
Yo soy un libre cambista teórico furibundo. Bastiat -221- y Cobden me han convencido; pero en la práctica me asusto del libre cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino quizás; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir á Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos los vuelven á vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una, ó dos, ó tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta ó sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista ó boticario.
 
¿Qué mar de vino, qué río de aceite no tendrá que gastar cualquiera rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? Pues ¿si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto? Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más ó menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del transporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. -222- A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda ó el capricho. La sola palabra chic, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el can-can primorosamente, ha producido á todas las industrias parisienses, legítimas é ilegítimas, un número considerable de millones.
 
Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra chic es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, ó descubrir, fabricar ó confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto ó más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero á esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos á darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes é industrias que conducen á hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran sér, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el Padre Peñalosa, -223- pero explicándolo todo á su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos, y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada ó casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que el buen paño en el arca se vende, y cuanto paño fabricamos nos parece bueno.
 
Deduzco yo de todo lo dicho, que en España pudieran, por ahora, salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, á no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república ó confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más ó gastar mucho menos. -224- Es menester, sobre todo, no pedir prestado; no seguir trampeando.
 
Prescindiendo de la honra de España que ha sido puesta en la picota y sacada á la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judáicas, usurarias por modo heróico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos á salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir: de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro á quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos arreglemos por tal arte que sean de un 16 ó de un 18.
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Cualquiera trato ó negociación que se haga, ó se haya hecho, ó se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio á los ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo ó más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Transmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre tirar de los pies á un ahorcado.
 
Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto -225- es así, Dios me libre de criticar al señor Ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia en la Hacienda, y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.
 
He vacilado y vacilo aún en publicar esta Meditación, harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española, me han inspirado sin poderlo yo remediar.
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Repito, asimismo, que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común á la altura de la ciencia, ha de haber una distancia infinita.
 
Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos á nuestros hijos, y la presente Meditación es hija mía, que aunque haya nacido enclenque y ruín, no he de atreverme á matarla. Más bien me atreveré á darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal á las iras ó al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la Patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma á bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron á los ojos espantados de los europeos -226- las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el Desierto porque no llegaban á ver la Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.
 
En fin, sea como sea, yo me atrevo á publicar esta endiablada Meditación. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte á mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen las cosas así.
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Si por dicha, que no es de esperar, mi Meditación no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo á escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más de lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.