Un poco de crematística
- I -
editarCuando Virgilio, xxxx inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos, vaticinó con más ó menos vaguedad, en su famosa égloga IV, la redención del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: suberunt priscæ vestigia fraudis: quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias.
Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y no poco de que la mentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que la revolución iba en un momento á hacer que desapareciesen todos nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La revolución podrá, á la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos de estos males, vicios y abusos, pero en el día es inevitable que aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la virtud sobrehumana.
Mediten bien lo que acabo de decir aquéllos que vieron con júbilo la revolución, que la aceptaron y hoy se arrepienten, y aquéllos también que siempre la tuvieron por un mal y que siguen con más ahinco teniéndola por un mal en el día de hoy. Medítenlo, y ya conocerán que no hay mal ahora que no se derive de los pasados, como se deriva de la premisa la consecuencia; como nace el retoño de la raíz de toda planta antigua, si no se arrancó de cuajo y si no se extirpó; operación más difícil de lo que se piensa.
No es esto afirmar que el estado de nuestro país sea delicioso, envidiable y floreciente. Nada menos que eso. En nuestro país hay mucho desabrimiento, muchísimo mal humor y un disgusto enorme. Y no hay que rastrear demasiado, ni que sumirse en obscuras profundidades para desentrañar la causa. La causa es que donde no hay harina, todo es mohina. El mal, fundamento de todos los males, es entre nosotros la escasez de dinero, ó para valernos de término más comprensivo, la penuria ó la inopia. En nuestra época nos dolemos más de este mal, porque la aspiración y el conocimiento del bien contrario están más difundidos, no porque el mal sea nuevo. De atrás le viene el pico al garbanzo, como dice el refrán. Sería, pues, una insolencia exigir de la revolución que renovara el milagro de pan y peces, ó que convirtiera las piedras en hogazas. ¿Qué ha de hacer la revolución sino lo que siempre se ha hecho? Esto me retrae á la memoria el modo de saludar que suelen tener en algunos lugares de Andalucía, y que no puede ser ni más castizo ni más propio. Salen dos hidalgos á tomar el sol muy embozados en sus capas, y se encuentran al revolver de una esquina. -«Hola, compadre, dice el uno: ¿cómo vamos?» -Y el otro contesta: «Trampeando: ¿y V., compadre?» -«Trampeando, trampeando también», replica el que hizo la pregunta. Así nada tienen que echarse en cara, y se van juntos de paseo, en buen amor y compaña.
Contra un achaque tan inveterado no sé qué remedio pueda haber. El arte de producir oro, la Crisopeya, se ha perdido por completo, y ya no tenemos más arte ó ciencia en que cifrar nuestras esperanzas, á ver si nos saca del atolladero, que la Economía política. Dios ponga tiento en las manos de los que la saben y la aplican á la gestión de los negocios del Estado. Y no lo digo porque dude yo de la ciencia. ¿Cómo dudar, cuando la ciencia es, ha sido y será siempre mi amor, aunque desgraciado? Dígolo á tanto de que pudiera ocurrir con algunos economistas lo que con ciertos filólogos que estudian un idioma, pongo por caso, el chino ó el árabe, tan por principios, con tal recondidez gramatical y tan profundamente, que luego nadie los entiende, ni ellos se entienden entre sí, ni logran entender á los verdaderos chinos y árabes de nacimiento, contra los cuales declaman, asegurando que son ignorantes del dialecto literario ó del habla mandarina, y que no saben su propio idioma, sino de un modo vernáculo, rutinario y del todo ininteligible para los eruditos: pero lo cierto es que por más que se lamenten, quizás con razón, no sirven para dragomanes.
Tal vez se explique esto de la manera que, yendo yo de viaje por un país selvático, acerté á explicar en qué consistía que cierto compañero mío, gran ingeniero, que se empeñó en guiarnos con su ciencia, no atinó nunca, y por poco no nos hunde y sepulta en charcos cenagosos ó nos pierde en bosques sombríos, donde nos hubieran devorado los lobos. Yo estaba siempre con el alma en un hilo, pero ni un instante dudé de la ciencia. Lo que yo alegaba era que aquella tierra era tan ruda aún, que no comprendía la ciencia y se rebelaba contra ella. Volvimos entonces á confiar la dirección de nuestro viaje al guía práctico y lego que antes nos había servido, y así llegamos al término que nos proponíamos.
Pudiera suceder, por último, que constando la Economía política, si no me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado á fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando humilde y cristianamente con el poeta:
- Es el criar un oficio
- Que sólo le sabe Dios
- Con su poder infinito.
Vivo yo tan seguro de esta verdad, que nunca he querido engolfarme en el maremagnum de la Economía política, teniendo por tan complicada toda esta maquinaria de las sociedades, que ni remotamente he caído en la tentación de querer averiguar cuáles son los resortes que la mueven y cuáles las bases sobre que se sustenta. Siempre he tenido miedo de que venga á acontecer al economista lo que al niño que, movido de curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro. Mi propósito, al escribir esta obrilla, no es, por lo tanto, discurrir económicamente sobre el dinero: dar lecciones sobre el modo más fácil de adquirirle. ¿Quién sabe, dado que yo averiguase este modo, si, á pesar de mi acendrada filantropía, no me le había de callar, al menos por unos cuantos años, aprovechándome de él para mi uso privado y el de algún que otro amigo muy predilecto? Mi propósito es sólo hablar del influjo que ejerce el dinero en las almas: esto es, que yo no trato aquí de Economía política, sino de Filosofía moral, exponiendo algunos pensamientos filosóficos acerca del dinero, ora nacidos de mi propia meditación, ora de la mente profunda de los sabios antiguos y modernos que he consultado.
No quiero, con todo, que se me tenga por tan ignorante de la ciencia económica, que, al hablar y filosofar sobre el dinero, no sepa lo que es y confunda unas especies con otras. Hace un siglo que á nadie se le hubiera ofrecido este pícaro escrúpulo que á mí se me ofrece ahora. Entonces la generalidad de los mortales creía saber á fondo lo que era dinero, y nadie veía ni la posibilidad de que sobre este punto naciesen dudas, equívocos ni disputas. Hoy, con la Economía política, ya es otra cosa. Tomos inmensos se han escrito para explicar lo que es el dinero y lo que no es. Sin duda que todas aquellas verdades, por palmarias, sencillas y evidentes que sean, que el interés de hombres poderosos ó astutos ha tenido algunas veces empeño en encubrir ó tergiversar, se han encubierto ó han tergiversado, porque siempre ha habido infinito número de páparos en el mundo. De estas verdades, las que se refieren al dinero, al capital ó á la riqueza, son las que han ofrecido más estímulo á estas tergiversaciones y engaños; pero aunque no pueda negarse que los economistas, que ponen, por decirlo así, definitivamente en claro estas verdades, hacen un gran servicio al público, no puede negarse tampoco que la mayor parte de estas verdades son de las que se llaman de Pero-Grullo. Para quien ignora la burla que han hecho algunos hombres de la credulidad de sus semejantes, no es concebible, por ejemplo, que un sabio economista emplee gravemente medio tomo de lectura en demostrar que el dinero no es un mero signo representativo de la riqueza, sino que tiene y debe tener un valor en sí; que una peseta, no sólo representa el valor de cualquiera cosa que valga una peseta, sino que vale y debe valer lo mismo que cualquiera cosa que valga una peseta, y que cuatro cosas que valgan á real cada una, y que treinta y cuatro cosas que valgan á cuarto. Todavía han empleado más fárrago los economistas en demostrar otra verdad, de la cual es más inverosímil que nadie haya dudado nunca, y en cuya demostración parece absurdo, á los que no están iniciados en los misterios de la Economía política, que nadie se afane con formalidad. Es esta verdad que el dinero no es toda la riqueza, sino una parte de la riqueza. ¿A quién ha podido nunca caber en el cerebro que no es rico cuando no tiene dinero, y tiene trigo, olivares, viñas, casas, hermosos muebles, alhajas, telas, etc.? Si todos estos objetos los reduce mentalmente á dinero, los aprecia y los tasa, encontrará que tiene una riqueza, por ejemplo, de dos millones de reales. Pero al hacer la tasación, no hace más que determinar con exactitud el valor de lo que posee, adoptando una medida común, que es el dinero. Si en vez de los reales, de los escudos ó de las pesetas, fuesen los bueyes la medida, diríamos que tal propietario tenía una tierra que valía quinientos bueyes, y tal empleado un sueldo de veinte bueyes al año. La ventaja del oro ó de la plata acuñados para moneda se deduce evidentemente de lo expuesto. ¡Bendito y alabado sea Dios que nos ha hecho nacer en una época en que todo se averigua y se explica tan lindamente! Un buey es poco portátil, no cabe en el bolsillo, no pasa en todos los mercados, gasta en comer y se puede morir, y el dinero ni come ni se muere. Además, un buey puede ser más gordo ó más flaco, más chico ó más grande, más viejo ó más joven; mientras que un escudo es siempre un escudo, goza de eterna juventud, y tiene ó debe tener el mismo peso y la misma ley.
Tal es la gran ventaja de que goza esta ciencia. Es tan clara, tan pedestre y tan sencilla, que los niños de la doctrina pudieran entenderla si quisiesen. Y sin embargo (¡cosa por cierto admirable!), apenas dan un paso desde terreno tan firme y seguro, y desde lugar tan claro, suelen caer los economistas en un mar sin fondo ó en el seno obscuro de la noche cimeriana. La Economía política pasa á escape, salta de la perogrullada al sofisma con una agilidad portentosa.
En esta misma cuestión de si los metales preciosos, el oro y la plata, son mejores que los bueyes para moneda, ocurren dificultades y contradicciones imprevistas. Sirva de muestra lo siguiente. Si la deuda que el Estado español ha contraído y sigue contrayendo se estimase en bueyes, no se podría rebajar en un 5 por 100, en una vigésima parte, á no ser que las siete vacas flacas del sueño de Faraón procreasen infinitamente y llenasen el mundo todo de bueyes cacoquimios y encanijados; pero estimada la deuda en pesetas, se ha hecho la rebaja con la mayor suavidad, de una sola plumada, y casi sin que nadie se percate de ello. Los bueyes, chico con grande, á no ser hijos de las vacas flacas, siempre serían bueyes; pero las pesetas nuevas no son como las antiguas, y el día en que la acuñación de la nueva moneda esté terminada, podremos asegurar que en vez de deber, por ejemplo, 20.000 millones de reales, deberemos 19.000, á no ser que la alteración de la moneda no rece con los acreedores del Estado, y les sigamos pagando los intereses con arreglo á la ley antigua.
Pero dejando á un lado esta cuestión, conste que, si bien aquí usamos de la palabra dinero en la acepción de capital ó de riqueza, hacemos perfectamente la distinción de estas cosas, como la han hecho todos los hombres de todos los siglos, sin necesidad de que los economistas los adoctrinen. La razón que nos lleva á llamar dinero á toda riqueza, es que el dinero es una riqueza sin la que no se puede pasar. El dinero es además un valor que circula más fácilmente que todos los demás valores, y que los representa y los mide. El dinero no es toda la riqueza, sino la parte móvil, líquida y más circulante de la riqueza. La sangre no es toda la vida en el cuerpo, y sin embargo, no viviríamos si la sangre no circulara ó si toda la sangre se nos escapase; aunque no es completamente exacta la comparación, porque no hay comparación completamente exacta. Nada hay en el cuerpo que pueda reemplazar á la sangre; pero en la sociedad hay algo que puede reemplazar al dinero, y este algo es el crédito, el cual no crea un átomo más de riqueza, pero pone en circulación y presta movilidad y casi ubicuidad á mucha parte de la riqueza que está parada é inerte. En suma, el dinero, aunque reemplazable por el crédito, es una parte de la riqueza; y así por esto, como por ser la parte más viva, más enérgica y más circulante, es un dolor que se pierda. La sociedad que no tiene dinero, ó el individuo que no tiene dinero, ya están aviados. Después de largos estudios han deducido, pues, los economistas que el dinero es indispensable al hombre desde el momento que el hombre vive en sociedad; aguda sentencia, cuya verdad resplandece más que la luz del mediodía.
- II -
editarSentadas ya estas bases, voy á discurrir y á filosofar un poco sobre las relaciones del dinero (y en general de toda riqueza) con las costumbres y con las más altas facultades del espíritu humano. Empezaré por combatir algunos errores.
El primero y más capital consiste en creer que, en nuestros días, es el dinero más estimado que en otras épocas. Nada más falso. En el día de hoy, los hombres son como siempre; pero si alguna mudanza ha habido, ha sido favorable. Casi se puede afirmar que los hombres se han hecho más generosos.
Fácil me sería acumular aquí una multitud de ejemplos históricos, desde las más remotas edades hasta ahora, á fin de probar que el interés ha dominado al mundo desde entonces, y su imperio, lejos de aumentar, decae. No quiero, sin embargo, hacer un trabajo erudito, sino una meditación filosófica.
Los poetas satíricos, los novelistas, los autores de comedias de todos los pasados siglos, han dado muestras de que en la época en que vivían se estimaba más el dinero que en la presente. Aun los mismos refranes, antiquísimos vestigios de lo que se llama sabiduría popular, vienen en apoyo de lo que digo.-Por dinero baila el perro.-Cobra y no pagues, que somos mortales.-Dádivas ablandan peñas.-Ten dinero, tuyo ó ajeno.-Quien tiene dineros, pinta panderos.- Y así pudiera yo seguir citando hasta llenar un pliego de impresión. Pero aún citaré otro refrán que, por ser España un país tan católico, debe considerarse como la hipérbole más subida de que todo se logra con dinero; de que todo se compra y se vende, hasta lo más venerable y santo. El refrán dice: Por mi dinero, Papa le quiero.
En los países de una cultura atrasada, se advierte un fenómeno que, conforme nos vamos civilizando y puliendo un poco más, mengua, ya que no desaparece del todo. Es este fenómeno la deshonra, el descrédito, la vehemente sospecha y aun el horror que rodea al que es pobre, el cual es aborrecido, cuando no es despreciado. El refrán antiguo español declara que El dinero hace al hombre entero: esto es, que el dinero es garantía de rectitud, de probidad y de entereza en quien le tiene. Más lejos va aún otro refrán que dice: La pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía. Nuestro inmortal Cervantes, haciéndose eco de este sentimiento general, afirma, no una sola vez, que es dificilísimo que un pobre pueda ser honrado. El reverendo Fr. José de Valdivielso, en su Poema de San José, no acierta á concebir que el Santo, padre putativo de Nuestro Divino Redentor y descendiente de Reyes, pudiese ser pobre y vivir de un oficio mecánico: así es que asegura que San José era carpintero por distracción, y no para ganarse la vida:
- Pues debió de tener juros reales,
- Cual descendiente de señores tales.
Bien se puede apostar que á nadie se le ocurriría, en nuestro siglo, disculpar á San José de haber sido carpintero, y suponer que tenía Treses ó Billetes hipotecarios.
Ni por la nobleza de sangre se disculpaba la pobreza; antes el tener dinero ha sido en todos los siglos origen de hidalguía. Dineros son calidad, Más vale el din que el don, son refranes que corroboran mi aserto.
La profunda veneración que inspiran el dinero y quien le posee ha sido siempre idéntica. Lo que ha disminuído algo es el horror ó el desprecio al pobre, y ciertas asechanzas de que el rico debía de verse, en lo antiguo, perpetuamente circundado. El hombre prudente y discreto tenía, no hace muchos años, en todas partes, y en el día tiene aún, en no pocas, que hacer, si puede, un gran misterio del estado de su hacienda, sobre todo si es ó era muy rico ó muy pobre: si es muy pobre, para que no le desprecien; y si es muy rico, para que no le roben ó le maten. De aquí, de esta espantosa disyuntiva entre ser despreciado ó amenazado de muerte, nació aquella sentencia de los moralistas, que hoy en los países cultos nos parece tan necia y tan absurda, de que lo que había que desear era una medianía de fortuna, á fin de vivir feliz y tranquilo, ni envidioso ni envidiado. Porque, á la verdad, si el dinero es un bien, mientras mayor sea el bien debe ser más apetecible, y no se concibe la aurea mediocritas, celebrada por Horacio y por todos los poetas de otros tiempos, sino recordando que el hombre acaudalado estaba de continuo expuesto á que le matasen ó maltratasen para robarle, ya el Emperador ó el Príncipe bajo cuyo imperio vivía, ya la plebe codiciosa. Y cuando á la riqueza no iba unido un alto grado de poder, era más constante el peligro, y casi imposible de conjurar. No creo yo que el odio profundo que tuvimos en la Edad Media á los judíos proviniese sólo de que eran el pueblo deicida, sino de que eran ricos. Las frecuentes matanzas de judíos que hubo en España acaso no hubieran llegado á realizarse, si los judíos hubieran tenido la prudencia de quedarse pobres. Algo parecido puede afirmarse de los frailes en estos últimos tiempos, luego que perdieron el poder y conservaron la riqueza, si bien el escándalo ha sido menor, porque la dulzura de las costumbres, la mayor abundancia de dinero y de bienestar y el más concertado y político modo de vivir de los hombres, han disminuído el aborrecimiento de los que no tienen á los que tienen.
Prueba de esta confianza de los que tienen es que ya, en los países cultos, nadie ó casi nadie atesora. Pocos años há, todos los que podían atesoraban. La literatura popular está llena de historias y leyendas de tesoros ocultos, guardados por un dragón, por un gigante ó por un monstruo terrible, que nada menos se necesitaba para que no los robasen. Estos tesoros estaban, ó se suponía que estaban, tan hábilmente escondidos, que era menester un don sobrenatural para descubrirlos. De aquí se originó la idea de los zahoríes, que descubrían los tesoros. La ciencia de los zahoríes, perdiendo hoy su carácter poético y sobrehumano, ha llegado á transformarse en la Estadística, disciplina auxiliar de la Economía política, con respecto á la cual viene á ser lo que es la Anatomía con respecto á la Fisiología. La Estadística es un verdadero primor de ciencia, y á fin de que de ella formen pronto los profanos el concepto que merece, podemos definirla la ciencia que nos cuenta los bocados. Por esta ciencia se averigua cuánta harina, cuánta carne, cuántas judías y cuántos garbanzos se devoran al año; lo que se gasta en ropa y en calzado; lo que se produce y lo que se consume. Todo esto sería más fácil de averiguar si la gente, temerosa de que le imponga el Gobierno más contribución, no disimulara un poco lo que gasta, aparentando darse aún peor trato del que suele.
Sin embargo, el afán de ocultar la riqueza y de disimular que se tiene algún dinero, ha desaparecido casi del todo en nuestra edad. En las pasadas era tanto el peligro que corría el dinero saliendo á relucir, que legítimamente tenía que ser usurero quien le prestaba. El crédito, que pone en movimiento las fuerzas productivas, apenas era conocido entonces.
Hoy, por el contrario, el desenfado, la movilidad, la animación del dinero, que se presenta sin temor en todas partes, menos en España, y que se agita y circula, es lo que hace creer á los hombres poco pensadores que vivimos en un siglo metalizado; que ahora no se piensa ni se habla sino de dinero. ¡Qué error tan craso! Pues ¿por ventura es más reverenciada, más adorada la imagen que sale por las calles y plazas, aun cuando sea en muy devota procesión, y doblando todos á su paso la rodilla, que la divinidad misma, oculta siempre en el fondo del santuario, por temor de que la profane el vulgo con sus miradas, y hasta cuyo nombre es incomunicable y desconocido á cuantos no están iniciados en sus misterios?
Hay asimismo otras muchas razones para que en el día se estime menos el dinero. Es la primera, que hay más. Es la segunda, que con el crédito llega más fácilmente á todas partes. Es la tercera, que produce menos intereses. (Ninguna de estas tres razones militan hoy en España. Los economistas explicarán por qué.) Es la cuarta, y quizás la más poderosa, que nuestro siglo, como más civilizado que los anteriores, es también más espiritualista.
Y aquí no puedo menos de detenerme á condenar la ridícula manía de los que dan en acusar de materialista á nuestro siglo. ¿Qué siglo hubo nunca más espiritualista que el nuestro? La música es el arte más espiritual de todos, y florece ahora con florecimiento extraordinario. Apenas hay tonto, el cual, si hubiera vivido dos ó tres siglos há, no hubiera gozado más que en comer, que no goce ahora, ó por lo menos que no diga que goza, oyendo la música más sabia y alambicada. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, afirma que sólo hay dos cosas esenciales que mueven al hombre, á saber: mantenencia, y otra que no me atreveré á mentar, aunque el Arcipreste la mienta, escudado con Aristóteles:
- Si lo dixiese de mio, seria de culpar;
- Dícelo grand filósofo; non so yo de reptar.
¡Tan materialista era el concepto que en el siglo XIV tenía un sacerdote católico, en la católica España, de los móviles esenciales de las acciones humanas! Fuera de estos móviles no acertaba á descubrir otro móvil. ¡Cuánto han variado las cosas en el día! La música mueve también al hombre, y no hay quien no guste de ir al Teatro Real.
Pero el espiritualismo de nuestro siglo es sintético, y ésta es la causa de que algunos, que no le comprenden, acusen de materialista á nuestro siglo. En los pasados, ó no se hacía caso de la materia y se la dejaba á sus anchas como cosa perdida y dada al diablo, cayendo los que tal hacían en el molinosismo, ó se la maltrataba y castigaba como á súbdito rebelde, por donde venían las gentes á dar en el ascetismo más cruel. En nuestra época tratan las gentes de rehabilitar la materia en el buen sentido de la palabra, y la purifican cuanto pueden. La materia al fin es obra de Dios, y, aunque algo pervertida por el pecado, no es cosa tan abominable como se asegura. Al fin ella ha de resucitar y ha de ir al cielo, si bien transfigurada y gloriosa. Por eso no me parece mal que vayamos puliéndola, perfeccionándola, hermoseándola y sutilizándola en este mundo. Para pulirla suelen los hombres, en ciertos países adelantados, lavarse ya todos los días, costumbre rara, cuando no desconocida de la cristiandad, ciento ó doscientos años hace, y contra la cual aún fulminan sus anatemas el piadoso señor Veuillot y otros santos padres. Por eso no se comprendía bien la significación del principio de aquella oda de Píndaro: Alto don es el agua. Antes al contrario, el agua era mirada con horror y con miedo, como causa de los mayores males, sobre todo para las personas de cierta edad. De aquí el refrán hidrofóbico tan acreditado: De cuarenta para arriba, ni te cases, ni te embarques, ni te mojes la barriga. Un hombre de setenta años, cuándo ó dónde no había, ó no ha caído en desuso este refrán, debe ó debía de tener su piel cubierta de más estratificaciones que nuestro globo. Si en este descuido de la materia, que hubo en los siglos pasados, es en lo que consiste el espiritualismo, se debe preferir ser materialista. Pero se me antoja que el verdadero espiritualismo consiste en limpiarse, mondarse y purificarse, así el alma como el cuerpo. Un hombre limpio no es capaz de sentir tan bestiales apetitos como un hombre sucio. En muchos tratados de moral, escritos por frailes, que de seguro se lavaban poco, he leído precauciones tan inauditas para evitar la tentación, que me pasman y me hacen imaginar que los hombres y las mujeres de entonces serían como la yesca, la pólvora y el fuego. Uno de estos autores aconseja que, cuando haya que entregar algo á una mujer, se ponga lo que ha de entregarse en alguna mesa ó en algún otro sitio, y no se dé con la mano, á fin de evitar el más ligero frote ó casual tocamiento; y añade que las personas de diferente sexo, cuando estén más próximas, deben estar por lo menos á una distancia de cuatro varas. La efervescencia, que supone este exceso de precaución, provenía, sin duda, de la poca agua, la cual refresca, modifica y hasta espiritualiza.
Ello es lo cierto que la concupiscencia no es tan feroz en el día como en tiempos pasados. ¿Cuánto no sorprenden aquellos penitentes solitarios, que después de crueles y largos ayunos aún no podían domar y poner freno á ciertas malas pasiones, que representaban en su lenguaje místico llamándolas el asnillo? ¿Cuánto no espanta, por ejemplo, aquel San Hilarión, que no comía más que una docena de higos secos al día, y tuvo que acortarse la ración en más de la mitad, porque se sentía muy bravo y emberrenchinado? En este sentido somos también más espiritualistas ahora. Mientras entonces el estudio de la Teología sobreexcitaba los sentimientos y encendía en amor el alma afectiva, amor que con facilidad podía torcerse á mala parte; hoy, estudiando los jóvenes briosos desde sus tiernos años, negocios tan serios como la Filosofía de Krause ó la Economía política, se hacen por fuerza más morigerados y menos traviesos; adquieren una gravedad que les cae muy bien, y todo el fuego y lozanía de la imaginación se les va, no en coplas y requiebros á las muchachas, sino en ditirambos dulcísonos en prosa rimada, ora al librecambio, ora al desestanco de la sal, ora á otro objeto del mismo orden, que allá en lo antiguo ni se sospechaba siquiera que pudiese ser blanco de tantos disparos poéticos y de raptos líricos tan maravillosos.
Estos síntomas de espiritualización se notan hoy por donde quiera. Ya con la homeopatía, hasta los achaques de la materia se curan casi espiritualmente. No se toman remedios, sino se toman, por decirlo así, las virtualidades, el espíritu, la sombra vaporosa de los remedios. ¿Quién sabe si dentro de poco se inventarán también alimentos homeopáticos, de que ya son precursores el extracto de carne de Liebig y la Revalenta, y nos nutriremos con la virtualidad ó la esencia eléctrica é imponderable de los pavos y de los jamones, en vez de nutrirnos del modo vulgar y grosero que ahora se usa?
Los recientes descubrimientos de los fisiólogos prueban la grosería con que la naturaleza procede hasta hoy en esto de la nutrición. Asegúrase como verdad evidente, que en menos de un mes mudamos por completo todos los átomos ó moléculas de nuestro organismo y tomamos otros. El alma, el principio oculto de la vida, la virtud plasmante, la energía informante, la forma óntica, como la llama un sabio amigo mío, es sólo lo que permanece. Lo demás cambia sin cesar. La vida es, pues, no por estilo poético y figurado, sino con toda realidad, un río, un torbellino, un torrente impetuoso. Un caballero, de regular corpulencia, que llegue á vivir setenta años y que pese seis ó siete arrobas, puede asegurar que ha tenido, asimilado y poseído como parte de su organismo, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte, unas 5.000 ó 6.000 arrobas de substancias, las cuales, si no están dotadas de gran densidad, tal vez formen un volumen de uno, dos ó tres kilómetros cúbicos. Pregunto yo: ¿para qué es este jaleo, esta mudanza, esta incesante transmigración de materia cuando la forma persiste; cuando, si tenemos una verruga, conservamos siempre la verruga? ¿No sería mejor, y no es posible que se descubra, el que no perdamos substancias con tanta frecuencia, y el que no tengamos tampoco que reponerlas de continuo? Esta sí que sería Economía, sí llegara á descubrirse. ¿Qué es la vida más que un desenvolvimiento de calórico, un fuego, una llama? Y qué, ¿no podremos jamás sacar de su estado latente ese fluido imponderable y sutil, sin la combustión de muchas substancias? ¿No llegaremos nunca á producir el fuego que mueva nuestras máquinas, sin tener que consumir toda la Flora exuberante y gigantea de las edades primitivas, y á conservar el calor vital sin destruir tantas formas y sin devorar tantos seres? Yo veo señales claras de que se acercan los tiempos de estas invenciones. La frenología y el magnetismo han venido á demostrar las harmonías íntimas y misteriosas que enlazan el espíritu y la carne. La electro-biología es una ciencia que empieza ahora, y que tiene aún que dar mucho de sí. Tal vez no esté muy lejos el dichosísimo y gloriosísimo día en que, alimentados de un modo menos grosero, se volatilicen nuestros cuerpos, y se sostengan en el aire, y lleguen á ser ubicuos y compenetrables, y hasta diáfanos y luminosos.
Por todas estas consideraciones y por otras que callo, á fin de no hacer muy prolija la digresión, tengo por cierto que nuestra edad, si peca por algo, es por pneumatosis ó sobra de espiritualismo.
Y sin embargo, se me dirá, en este siglo tan espiritualista, se ama el dinero poco menos que sobre todo. Convengo en que hay este amor, pero no en que no le haya habido siempre, y quizás más vivo. No voy á disculparle ahora, pero sí á explicarle.
Al compás que una sociedad vaya siendo más perfecta y bien organizada, el dinero irá adquiriendo una virtud más significativa (aproximándose á la infalibilidad) de que es inteligente, laborioso y precavido quien le posee. El dinero representará entonces el talento, el trabajo y otras muchas virtudes. El no tener dinero significará, casi equivaldrá á ser holgazán, ignorante y para poco. No hemos llegado aún, por desgracia, á este grado de perfección social, y hay aún muchas personas que adquieren mal el dinero. Mas como el confesar que el mayor número le adquiere mal, aun dado que esto fuera cierto, sería ocasionado á gravísimos peligros, y daría pretexto á los pobres para odiar á los ricos, todas las personas razonables y amigas del orden y del sosiego públicos debemos creer y creemos que no hay dinero mal adquirido, mientras un tribunal no pruebe lo contrario. Por donde legítimamente, y echando á un lado la mala pasión de la envidia, el ser rico significa, y tiene que significar, que vale más quien lo es que el que es pobre. En resolución, el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valer de una persona.
Cierto que hay algunas rarísimas virtudes y prendas superiores al dinero, que no traen dinero, y que, en el momento en que se tuviesen ó ejerciesen con el fin de adquirir dinero, dejarían de ser tales virtudes; pero tales virtudes tienen su precio en ellas mismas. La virtud por excelencia es tan preciosa, que nada hay en la tierra que pueda pagarla. Por esto me ha parecido siempre ridículo todo premio ofrecido á la virtud. Quien se pusiera á ser virtuoso para ganar el premio, no sería virtuoso. Ni siquiera suelen ganarse con la virtud la fama y el respeto de los hombres, porque es difícil de averiguar si el virtuoso lo es por firmeza y rectitud de alma ó por apocamiento, necedad ó cobardía; y los hombres, como no sea la virtud muy manifiesta, procuramos siempre atribuirla á dichas calidades negativas. Así es que, en casi todos los idiomas antiguos y modernos, la palabra bondad, apartada de su sentido recto, significa simpleza, como dabbenaggine en italiano, euetheia en griego, bonhomie en francés, etc., etc. Pero como la virtud es y debe ser también superior á la vanagloria, el virtuoso, no sólo debe serlo aun á trueque de ser pobre, sino á trueque de pasar por un solemne majadero.
Ciertas declamaciones y diatribas contra los vicios, la corrupción y el lujo, me han parecido siempre más propias de la envidia ó de la sandez que de un espíritu recto y juicioso. Cuando se dice, por ejemplo, el hombre de bien está arrinconado y desatendido y vive pobremente, y tal bribón habita en un palacio y da fiestas espléndidas; la mujer honrada anda á pie por esas calles, llenándose de lodo, y tal manceba va con sedas, encajes y joyas, en un soberbio coche; cuando esto se dice, repito, yo no puedo menos de reirme en vez de conmoverme. Pues qué, ¿se quiere que la probidad se pague con palacios, y la castidad con diamantes y trenes? Entonces los mayores galopines se harían probos para vivir á lo Príncipe, y las suripantas echarían la zancadilla á Lucrecia y á Susana, á fin de conseguir por ese medio lo que por el opuesto logran ahora. La verdad es que el mundo anda menos mal de lo que se cree.
Mucho tiene que sufrir la virtud; pero si no tuviera que sufrir, ¿sería virtud? ¿Qué mérito tendría? Y sin duda que la piedra de toque, en que se aquilata y contrasta el sufrimiento, es esta duda en que deja el virtuoso á los demás hombres acerca de si su virtud es tontería, impotencia ó amilanamiento y poquedad de espíritu. Hombres hay que no resisten á esta prueba. Han tenido valor para quedarse pobres, pero no le tienen para pasar por tontos. Mujeres honradas ha habido que tienen valor para vivir con poco dinero, mas no para que crean que ha faltado quien se le quiera dar. ¡Dios nos libre de esta gran tentación de evitar la nota de mentecatos y para poco! ¡Dios libre á las mujeres honradas de esta gran tentación de evitar la nota de faltas de donaire y atractivo!
Fuera de estas excelencias y sublimidades de nuestro sér, apenas hay otra calidad en el hombre que no tenga por medida el dinero. La ciencia especulativa y la poesía más elevada se sustraen sólo á dicha medida. Ni la ciencia especulativa, ni la poesía más elevada, están por lo común al alcance del vulgo. Al sabio y al poeta rara vez la fama puede consolarlos de ser pobres si lo son. Los pensamientos sublimes y la delicadeza y el primor del estilo son prendas que pocos saben estimar. La gloria es casi siempre tardía para este linaje de hombres. Pocos semejantes suyos aciertan á comprender lo que valen. Así es que su fama va cundiendo y acrecentándose por autoridad, disputada y contradicha á menudo, y tan lenta y pausadamente, que el sabio y el poeta suelen morirse sin gozar de aquel respeto y aun adoración que más tarde se tributa á su memoria.
El mismo sabio, y más aún el poeta, por excelente crítico que sea, no se pueden consolar con la conciencia y seguridad de su valer, por los demás hombres desconocido ó negado. No saben á punto fijo si el juicio que forman sobre ellos mismos está torcido por el amor propio.
Una obra de ingenio es harto difícil de juzgar, y la buena reputación que adquiere se debe á pocos sujetos entendidos que logran imponer su opinión, á veces al cabo de muchos años, cuando no de siglos. Los demás hombres se someten á esta opinión por pereza, ó porque, habiendo ya muerto el autor de la obra, les importa poco que sea celebrado y ensalzado. La idea de que la fama de aquel autor redunda en honor de la patria ó de la humanidad toda, contribuye á que, contenidos por cierto egoísmo, sean pocos los hombres que tiren á destruirla. Por lo demás, la gloria de los grandes escritores suele ser póstuma y sumamente vana. De cada mil personas que citan, por ejemplo, á Homero como al primer poeta épico, diez á lo más, en los países cultos, le han leído, y de estas diez, nueve se han aburrido ó dormido leyéndole: una sola ha gustado acaso de aquellas bellezas y excelencias.
La poesía, pues, en su más elevada acepción, así como la virtud en su acepción más elevada, tiene sólo la recompensa en ella misma, en la creación de lo ideal, en la fijación y depuración de la belleza, que aparece escasa, mezclada con elementos extraños y fugitiva en el mundo, y á quien el poeta aparta y sustrae de lo feo, y da una vida inmortal, á fin de que gocen de ella las pocas almas que por su propia hermosura son capaces de comprenderla.
Entiéndase, con todo, que, salvo las mencionadas archi-sublimes excepciones, nada es más falso en cierto sentido que aquello de que honra y provecho no caben en un saco. Al contrario, cuando el público no honra es cuando no enriquece, y siempre enriquece cuando honra. El más ó el menos de enriquecer, depende de circunstancias que nada tienen que ver con la honra. En los países ricos y prósperos, el buen poeta que, por la condición de su ingenio, se hace popular y famoso, se hace también rico. Y, aparte el respeto que se le debe, Adam Smith se equivocó al suponer que los comediantes, cantores y bailarines, ganaban mucho dinero en compensación del decoro que perdían en su oficio, el cual, si fuese más honrado, sería ejercido por más personas hábiles, y esta concurrencia haría bajar el precio. Los susodichos artistas están mucho mejor mirados en el día que en tiempo de Adam Smith, y no por eso abundan los buenos, ni se venden baratos sus servicios. Se venden caros, porque hay pocos que sean aptos para hacerlos; y porque la manera de pagarlos se presta á que subsista la carestía, compartiéndose la carga entre muchísimas personas.
Resulta de lo expuesto, y aún resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas á nuestro siglo, ni á los pasados, ni á los hombres de ahora, ni á los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y por lo tanto, aquél que le posee. Aun las mismas almas celestiales y puras, enamoradas del amor, de la gloria y de todo lo bueno y santo, andan también enamoradas del dinero, como medio excelente de que tengan buen éxito aquellos otros enamoramientos etéreos.
La generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida. Cualquiera persona, por poco simpática que sea, cuenta de seguro con unos cuantos amigos que aventurarían por ella la vida, que le harían el sacrificio de su existencia. ¡Cuántos salen al campo en duelo á muerte por defender á un amigo! Casi nadie, sin embargo, sacrificaría por un amigo su caudal, ni la vigésima, ni la centésima parte de su caudal. Se está un hombre ahogando, se está otro quemando vivo en una casa incendiada, y, dicho sea en honra de la humanidad, rara vez falta quien por salvarle se aventure, se arroje á las ondas embravecidas ó á las llamas. Sin embargo, el héroe salvador quizás ha rehusado algunos días antes dar una limosna de dos reales á la persona salvada ahora tan generosamente. Viceversa, los agraciados estiman siempre más el sacrificio que se hace por ellos de una pequeña suma de dinero, que el de la vida misma. Y esto por mil razones muy justas. La vida se sacrifica ó se expone por cualquiera cosa; el dinero no. No hay pelafustán que no tenga una vida que exponer como cualquiera otra vida; pero no todos tienen dinero que exponer ó sacrificar. El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor, qué hizo más D. Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace á cada instante, con menos estruendo, el último perdido, por ganar unas cuantas pesetas? Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de D. Suero.
Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.
El dinero da asimismo mérito intrínseco, y el no tenerle le quita, le merma ó le anubla. El dinero da buen humor, urbanidad, buena crianza, y, como diría cierto diplomático, soltura fina. Nada, por el contrario, ata y embastece más que la pobreza. El pobre es tímido y encogido, ó anda siempre hecho una fiera. Toda palabra en boca del rico es una gracia, por donde, la misma confianza que tiene de que sus gracias van á ser reídas y aplaudidas, le da ánimo é inspiración para ser gracioso. El pasmo con que todos le miran, el gusto con que todos le oyen, hace que parezca gracioso aunque no lo sea. Pero lo es, y no cabe duda en que lo es. Yo, por ejemplo, he oído en boca de un señor muy rico todos los cuentecillos más groseros y sucios que refieren los gañanes de mi tierra, y que ya ni el atractivo de la novedad debieran tener para mí ni para nadie, y sin embargo, me he reído como un bobo, me han hecho mucha gracia, y los he encontrado llenos de aticismo en boca de dicho señor. Creo, además, que, en efecto, lo estaban, porque yo no me movía á reirlos ni á celebrarlos con falsa risa, ni por interés alguno. La seguridad, la superioridad, el magnetismo sereno, que trae consigo el tener dinero, producían este fenómeno.
No se debe extrañar, pues, que las personas ricas sean amadas y admiradas. En el día las amamos con más desinterés que antes. Nunca, por ejemplo, ha habido menos hombres mantenidos por mujeres que en esta época, si se exceptúa bajo la forma legítima, aunque desairada, del coburguismo. En otras edades era frecuente, casi general, y no estaba mal mirado el coburguismo ilegítimo masculino, desde Ciro el Menor con Epiaxa, Reina de Cilicia, señora es de creer que ya jamona, á quien aquel héroe sacaba mucha moneda, hasta los galanes caballeros de la corte de Luis XIV y Luis XV.
Lo que es el coburguismo femenino, legítimo ó ilegítimo, sigue hoy como en las primeras edades del mundo, desde Raab y Dalila hasta la gallarda y elegante Cora. Este coburguismo es más disculpable que el masculino. Lope de Vega le disculpa diciendo:
- No estaba pobre la feroz Lucrecia,
- Que, á darle Don Tarquino mil reales,
- Ella fuera más blanda y menos necia.
Y Ariosto, con la leyenda El Perro precioso, inserta en el Orlando, le disculpa mucho más. Yo no le disculpo, pero le excuso, aunque no sea más que por el desinteresado amor y la admiración sincera que infunde el hombre rico, como no sea una bestia, aun en las almas más escogidas y nobles.
El hombre rico se hace en seguida gran conocedor de las bellas artes y de la literatura, y las protege, remedando á Lorenzo el Magnífico y á Mecenas; adorna y hermosea su patria con soberbios monumentos, como Herodes Atico, y hace, por último, otros cien mil beneficios.
Aunque no haya sido muy moral ni muy amante del orden antes de ser rico, luego que lo es, el mismo interés le presta por lo menos una moralidad y una religiosidad aparentes que no dejan de ser útiles.
Infiero yo de todo lo dicho que no debemos achacar á corrupción de nuestro siglo, ni á perversidad del linaje humano, este amor entrañable que todo él profesa al dinero. ¿Qué otra cosa ha de amar en la tierra, si no ama el dinero, que las representa todas, las simboliza y las resume? Lo cierto es que casi todo lo útil, lo conveniente, lo práctico que se hace en el mundo, se hace por este amor. El dinero es la fuerza motriz del progreso humano, la palanca de Arquímedes que mueve el mundo moral; el fundamento de casi toda la poesía, y hasta el crisol de las virtudes más raras. La mayor parte de los hombres que desprecian ó aparentan despreciar el dinero, lo hacen por despecho y envidia; imitan á la zorra, diciendo: no están maduras. Los que aman con sinceridad la pobreza, los que la creen y llaman dádiva santa desagradecida, ó son locos ó son santos: son Diógenes ó San Francisco de Asís; á no ser que entiendan por pobreza cierta virtud magnánima que consiste en poseer y gozar todas las cosas con desdén y desprendimiento, como si no se poseyesen ni gozasen.
No hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero. Los pocos inconvenientes que trae, ó son fantásticos, ó son comunes á toda vida humana, ó se van allanando ó disipando con la cultura.
Era antes el principal, como ya he dicho, el peligro de muerte en que se hallaba de continuo el acaudalado, como no ocultase mucho sus riquezas. Para ser impune, paladina y descuidadamente rico, era menester ser tirano, señor de horca y cuchillo, ó algo por el mismo orden, que diese mucho poder y defensa. Este inconveniente va desapareciendo ya casi del todo.
Otro inconveniente, que encuentran en el dinero los corazones extremadamente sensibles y los espíritus cavilosos, es fantástico y absurdo. Consiste en el temor de ser amado por el dinero y no por uno mismo. Nada más ridículo que este temor. Ya hemos probado que el dinero es más que la vida. El dinero es, por consiguiente, una parte esencial de la persona. Un filósofo alemán diría que el dinero se pone en el yo de una manera absoluta. Más necio es, pues, atormentarse, porque quieren á uno por el dinero, que atormentarse porque quieren á uno porque es limpio, bien criado, elegante, instruído, etc.; calidades todas que se adquieren artificialmente lo mismo que el dinero; que se deben al dinero en mas ó en menos cantidad. Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquiera linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de mí, sin que nadie lo censurara; pero, si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia ó por una locura. Luego, en último resultado, lo que mueve á amar, á no ser extravagantísimo el amor, es el dinero, ó algo que representa dinero, ó que se adquiere con dinero. Lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme no es más que dinero.
Finalmente, la mayor y más envidiable ventaja que el dinero proporciona, es la autoridad y respetabilidad que da á quien le tiene, y la justa confianza que quien le tiene inspira.
- III -
editarDe estas consideraciones sobre el influjo del dinero ó de la riqueza en el individuo, quisiera yo pasar á discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía política, ciencia que, al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores á coincidir con Aristóteles en que trata del dinero, ó, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia, el de que,
- Después de haber revuelto cien mil libros
- De aquesta ciencia enmarañada y torpe,
nadie logra saber á las claras lo que es la riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea ó palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar ó se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.
Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza; y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse».
Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos XVI, XVII y XVIII, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storch, Ricardo, Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus Armonías con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes ó unos necios que desconocen lo que es el valor.
En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que, mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que, mientras más cosas haya, seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, á fin de que, costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas, y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico, levanta todo un edificio científico que trae enamorados á nuestros jóvenes economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por lo tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que, por vanidad, por moda, por capricho ó por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues qué, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que, de los cinco ó seis reales que tienen de jornal, emplean dos ó tres en vino y uno en tabaco, matando quizás de hambre á sus mujeres y á sus hijos? ¿Gana el marido, débil ó vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Ópera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene necesidad de consumir treinta ó ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder, y no sucede también, con las naciones? Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, ¿no puede haber, y no hay, naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?
Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin á perderse y á destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro del Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que á Madrid, á Sevilla, á Lisboa ó á Florencia, les venga á suceder lo que á Sidón y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría á largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, á que el atraso con relación á otros pueblos de Europa fuese mayor, y á que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como á remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir á remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad, no dejan de ser rudo castigo.
Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el por qué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos al parecer contrarios á todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya hoy sentencias, que se dan por axiomáticas, y que son enteramente contrarias á otras sentencias que poco há pasaban por axiomáticas también.
En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Machiavelli pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio á las naciones, mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos y subyugaron á los ilustrados, cultos y ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron la Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirles de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.
En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar á otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy á los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo, solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar á los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres más suaves no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación á otra, se ha hecho harto costosa. Los gastos de producción suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo producido, si producido puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes, los pueblos se hacían fuertes y guerreros, á fin de enriquecerse: en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aún está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.
Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrado por todo el mundo, que la Economía política conspira de un modo incontrastable á que terminen las guerras sangrientas, á que la utopía de la paz perpetua venga á realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado á tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solón, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con la Riqueza de las naciones. Según Buckle, la Riqueza de las naciones es «el libro más importante que se ha escrito jamás: su publicación ha contribuído en mayor grado á la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores, de quienes nos conserva la historia un recuerdo auténtico.»
Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que, desde el año de 1776, en que salió á luz por vez primera el libro divino, salvador redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas por los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio á tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio, ha de ser la filosofía; la religión, mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerle imposible.
Los medios de destrucción se aumentan por tal arte, que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres; puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo há se disparaban en treinta ó cuarenta años; y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste á mantener durante un año á toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme, no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón decidiéndole á la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre á Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.
Si algún pensamiento económico impide la guerra ó la hace más difícil en lo venidero, es independiente de la ciencia: no es menester haber leído á los economistas para concebirle. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los Gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir á empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible; por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja, y la fortuna pública padece.
Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca á hacerlas: como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio ú otra droga peor, á cañonazos y á bayonetazos; entretener, y recrear, y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba ó rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.
Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae á la humanidad infinitos bienes, y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha ó atajo. Pero como no hay atajo sin trabajo, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector á los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aunque la Economía política no tuviese más pecado que el haber criado á sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un desideratum, una aspiración, es, según algunos, esto es, será con respecto á la empírica y pedestre Economía política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto á las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social ó dígase la Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!) está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho vacilar la fe en el orden social existente, tienen á los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia á resolverlos intrincados problemas de la ciencia novísima; á desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad, con el fin de fundarle sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra ó paz armada, entre unos Estados y otros, sino también guerra ó paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante, dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía política, sino que ha venido á empeorarlo.
No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberle llamado meditación, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarle á fondo, y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. ¿Pero por qué, se me dirá, has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico? A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van á salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos á puerto de salvación, y las diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia á meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso ó ningún saber. Pero, considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante á todo este escrito mío.
Mucho temo dilatarle haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.
Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos ó poetas, y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heróica y poética que sea, tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre, da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, ó de que no es activa, ó de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.
Decía, en 1629, el Padre Maestro Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dió á la estampa, que el ser España muy católica y muy monárquica, y el tener otras tres excelencias más, causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el Padre Peñalosa, á quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad á los Reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí, aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales á sus soberanos.
Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra á casi todos sus Reyes, han decapitado á varios, han asesinado á otros, y hasta han vendido á uno de ellos por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el progresar, y sobre todo, la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.
La extraña doctrina que acabo de exponer, idéntica en Buckle y en Peñalosa, no puede refutarse ó censurarse con ironía. Es menester desecharla con seriedad. No es asunto de burla. No. La riqueza, y la prosperidad, y la cultura no acuden á los pueblos porque los pueblos abandonen á Dios y maten ó vendan á sus príncipes.
En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo á la fortuna: en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes, sino de sus vicios; no de buenas cualidades, sino de malas.
Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Ática es un ejemplo de esto, y á su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese á formarse tan glorioso y próspero Estado, porque, en los principios de la civilización griega, los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos é infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron á refugiarse en Ática para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fué tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fué fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera, pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril; sin duda, más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.
Pensadores hay que se van al extremo opuesto, y atribuyen la inferioridad soñada ó verdadera de nuestra civilización á la abundancia de mantenimientos y á la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción y que hace al pueblo débil y propenso á la servidumbre: mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive, es más digno y enérgico, y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y el Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, á mi ver, los que piensan así, que los que atribuyen el atraso, ó mejor dicho, el estancamiento, á la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo á dar la razón ni á unos ni á otros, y, sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.
Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos Gobiernos. Sentencia es ésta indigna de refutación. Ningún país, á no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más Gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.
No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; á que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie-gras y pavo trufado á comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos palios y terciopelos, á vestir bayeta; vivir en un palacio, á vivir en una choza, y andar en coche, á andar á pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería, y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.
Síguese, pues, que no sabemos por qué es pobre España, á no ser que afirmemos, y á esto me inclino yo, que somos pobres por una calidad opuesta á la que acabamos de mencionar: por el amor al lujo, por el despilfarro, por el desorden, porque somos indiscretamente muy rumbosos y generosos, y sobre todo, porque no sabemos gastar y gastamos sin discernimiento y sin lucimiento. De este defecto adolecen y han adolecido siempre en España los particulares y el Estado.
En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando
- La tierra sus mineros nos rendía,
- Sus perlas y coral el Oceano;
Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo, y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. «Est, dice, admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere». Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España, que no se sabe dónde se va el dinero. A caer la dinastía austriaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botín de los pueblos subyugados?
La inopia nos trabajaba entonces tanto ó más que en el día, y la inopia nos humilló y nos hizo bajar de la altura en que nos habíamos puesto.
En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos de sí, y no puede negarse que en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero buenos azotes le cuesta. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.
Yo soy un libre cambista teórico furibundo. Bastiat y Cobden me han convencido; pero en la práctica me asusto del libre cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino quizás; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir á Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos los vuelven á vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una, ó dos, ó tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta ó sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista ó boticario.
¿Qué mar de vino, qué río de aceite no tendrá que gastar cualquiera rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? Pues ¿si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto? Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más ó menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del transporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda ó el capricho. La sola palabra chic, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el can-can primorosamente, ha producido á todas las industrias parisienses, legítimas é ilegítimas, un número considerable de millones.
Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra chic es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, ó descubrir, fabricar ó confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto ó más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero á esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos á darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes é industrias que conducen á hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran sér, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el Padre Peñalosa, pero explicándolo todo á su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos, y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada ó casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que el buen paño en el arca se vende, y cuanto paño fabricamos nos parece bueno.
Deduzco yo de todo lo dicho, que en España pudieran, por ahora, salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, á no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república ó confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más ó gastar mucho menos. Es menester, sobre todo, no pedir prestado; no seguir trampeando.
Prescindiendo de la honra de España que ha sido puesta en la picota y sacada á la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judáicas, usurarias por modo heróico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos á salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir: de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro á quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos arreglemos por tal arte que sean de un 16 ó de un 18.
Cualquiera trato ó negociación que se haga, ó se haya hecho, ó se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio á los ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo ó más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Transmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre tirar de los pies á un ahorcado.
Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto es así, Dios me libre de criticar al señor Ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia en la Hacienda, y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.
He vacilado y vacilo aún en publicar esta Meditación, harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española, me han inspirado sin poderlo yo remediar.
Repito, asimismo, que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común á la altura de la ciencia, ha de haber una distancia infinita.
Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos á nuestros hijos, y la presente Meditación es hija mía, que aunque haya nacido enclenque y ruín, no he de atreverme á matarla. Más bien me atreveré á darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal á las iras ó al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la Patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma á bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron á los ojos espantados de los europeos las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el Desierto porque no llegaban á ver la Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.
En fin, sea como sea, yo me atrevo á publicar esta endiablada Meditación. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte á mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen las cosas así.
Considere el pío lector que esta Meditación es como un entretenimiento y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi Meditación sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi Meditación algún consuelo y alivio.
Si por dicha, que no es de esperar, mi Meditación no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo á escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más de lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.