XXIV

Aún no iban lejos los amantes, cuando les alcanzó una piedra lanzada con recia mano. La suerte de Céfora fue que la peladilla pasó rozándole la falda. Si llega a darle en la cabeza, ¡pobre ángel de Dios! Otra piedra cruzó el aire; mas ya no pudo hacer blanco, porque el enemigo estaba lejos.

«No tires, Boni, no tires -dijo Fernanda a su criada, cogiéndole la mano que ya tenía la tercera piedra-. Sabes que eso no me gusta... ¿Qué adelantamos con apedrearles? Un par de tiros con buena puntería ya sería otra cosa. Pero no podemos, no sabemos matar... Vámonos, llevadme a Bergüenda. Nieves, Boni, no perdamos tiempo... Hemos de estar en casa antes de amanecer... Ya he visto lo que quería ver... y nada tengo que hacer aquí».

-Ahora que lo has visto, lo crees.

-Ya lo creía... pero siempre me quedaba un poquitín de duda... Es bueno ver las cosas, por malas que sean, y apurarlas en toda su amargura, para que el alma descanse en una pena tranquila... Venga un padecer claro, sin incertidumbres ni falsas esperanzas. ¿Quién no preferiría la muerte a la agonía?

-Esta no es muerte, sino vida, salud -le dijo Nievecitas filosofando-. El suplicio que has pasado tiene ahora su término; la indignidad de ese don Juan es la mejor medicina de tu ceguera. Mi tío lo dice: «Niñas que estáis ciegas de amor, frotaos los ojos con el desprecio de los hombres... Despreciadlos y curaréis».

«Por cura y por viejo -replicó Fernanda, dejándose llevar camino abajo-, no es tu tío el mejor médico para estas enfermedades del alma...». Dicho esto, sus labios figuraban un mudo monólogo durante el paso por las ásperas pendientes del pueblo. Calles abajo corrían las tres, como si un torrente las arrastrara, y sus pies ágiles no se detenían ante ningún obstáculo. Por fin viéronse en campo libre, y un instante se pararon para tomar aliento. «¡Qué pueblo más horrible! -dijo Fernanda desembarazando su cabeza del manto-. Hemos salido disparadas; hemos rodado por las calles, como si nos echaran a puntapiés... Yo estoy perdida de barro... Nieves, mira mis zapatos. ¡Ay, lo que más siento es llevarme barro de este pueblo!... Hasta el barro me ofende».

-Puedes creer que el barro no tiene ninguna culpa: el barro es sucio... al par que inocente -dijo Nieves rondando la filosofía. Siguieron su camino, el más del tiempo calladas, aplicándose en cuerpo y alma a sostener la vivaz andadura. A ratos Nieves y Boni bromeaban por sacar a Fernanda de su taciturnidad, y lo conseguían en apariencia. La desolada joven daba gusto a sus amigas respondiendo a las chanzas con palabras amables y hasta con risas, sin que por esto se acallaran los piporrazos lúgubres de la procesión que le andaba por dentro... Gracias al sostenido paso militar, llegaron a Bergüenda cuando los gallos, con alegre clarín, espantaban a la Pereza y mandaban descorrer el velo del Día. Con asistencia del cochero y hortelano que les habían favorecido en la escapatoria, entraron las tres de puntillas. No quisieron Nieves y Boni abandonar a Fernanda hasta dejarla recogida. La señorita les dijo que tenía mucho sueño y quería dormir; mas lo que hizo, en cuanto se quedó sola, fue desatar la pena que hinchaba su pecho y soltar el río de sus lágrimas.

Pensaba la triste doncella que su vida se había frustrado absolutamente; que ya no existía felicidad mundana de la cual pudiera obtener una parte, por pequeña que fuese. La persona gallardísima y las promesas de don Juan habían constituido en ella una segunda naturaleza, por no decir alma segunda. Muerto don Juan, por defección moral imperdonable, quedaba el alma de ella lo mismo que estuvo, encendida en tiernísimos afectos. Con el símil de una casa robada, expresaba Fernanda en sus soliloquios aquel estado de dolor inaudito. «Nada: ha entrado el ladrón en mi casa, en mi alma; se ha llevado todo lo que había en ella: felicidad, alegría, y él... el ladrón, se ha quedado dentro. ¡Qué cosa más rara! ¡Robarme todo lo que tengo, y quedarse dentro!... ¿y cómo le echo ahora?... Más raro es todavía que no quiero echarle... Quiero tenerle en mí como las cosas muertas que pasan a ser reliquias, recuerdos queridos que fueron muy amargos, y luego se van volviendo dulces».

Ya fue imposible ocultar a los padres y tíos lo que había ocurrido. Después del rompimiento con Urríes, Fernanda tenía sobre su conciencia algunos actos realizados a espaldas de la familia, y que pedían inmediata confesión. Declaró, pues, la entrevista nocturna en las Choperas, el cambio de algunas cartas, y por fin el caso atrevidísimo de ir de noche a Salinas para comprobar la traición del que aún se daba el nombre de caballero.

Tanto Demetria como Gracia y Santiago afearon a Fernanda la audacia de este paso tan contrario al decoro de una doncella noble; reprendieron ásperamente a Boni, y dieron quejas a la sobrinita del cura. Por las explicaciones que mediaron, se tuvo conocimiento de la intriga con que las tres muchachas lograron su fin. Iniciadora fue Nieves, instrumento activo el sacristán de Bergüenda, el cual, compinchado con su colega de Salinas, armó un admirable espionaje, por el cual supieron los días y noches, la hora de las citas, y hasta lo que el galán y la diablesa rubia hablaban en su escondrijo. El sacris de Salinas, que era el primer pícaro de la comarca, oyó una noche, aplicando su ancho pabellón auricular al tabique de madera, que los enamorados pensaban romper por todo y casarse a lo civil, como personas públicas, luteranas y dañadas de concupiscencia...

Todo lo perdonaban los Iberos a su querida hija, con tal que sacudiese con firme voluntad la maligna ilusión que le quedaba en el alma. Una muchacha inteligente, virtuosa y bella no debía embobarse mirando los pájaros idos, pues estos no habían de volver, y si volvían, menester era recibirles a tiros... A vivir, a olvidar, a desocupar el corazón de viejas murrias y de ajados ideales para disponerlo a nuevos amores.

Aparentaba Fernanda someterse a estas exhortaciones; pero su espíritu se mantenía rebelde al convencimiento. Gustaba de estar sola para consagrarse con ancho y libre pensamiento a sus meditaciones, y dar mil vueltas al dolor, buscando la sutil alegría que esconde entre sus pliegues. Como no le permitían encerrarse de día en su aposento, por temor a que cultivara sus melancolías, refugiábase en la libertad de la noche; que los llagados de amor buscan su bálsamo en el pensar antes que en el dormir.

Por la proyección nocturna, los pensamientos de Fernanda, en aquel desfile de sombras ante su caldeado cerebro, tenían más semejanza con el sueño que con la realidad; eran una forma del dormir, y en cierto modo un descanso del cuerpo quebrantado y del alma dolorida... El primer delirio fue la idea de renunciar al mundo y sepultar su vida en un convento. Todas las almas juveniles rompen el vuelo en esa dirección cuando, azoradas ante la catástrofe del ideal de vida se lanzan a los espacios... Pero la hija de Ibero no persistió en aquella dirección tenebrosa, y volvió las alas hacia el punto de partida, sintiendo repugnancia de la pasividad monjil en disciplina rigurosa.

En su segundo delirio se estacionó tanto la dolorida joven, que en él parecía querer fijar su alma. Empezó el ensueño por avivar enérgicamente la memoria de su hermano Santiago, por reverdecer el cariño que siempre le tuvo, por mirar con benevolencia su vagar aventurero y su alejamiento de la familia. De aquí vino un cambio radical en la manera de apreciar los hechos del fugitivo. Las que fueron extravagancias o locuras eran ya, si no razones, sinrazones con un reverso razonable. Todo en este mundo tiene su lógica transparentada cuando no la tiene a flor de superficie. Así, por gradaciones de benevolencia, la hermana admiró al hermano, y habría querido imitarle si la diferencia de sexos no fuera elemental impedimento. ¿Cómo dejar de admirar el primer arranque de Santiago, cuando se escapó de la paternal tutela de don Tadeo Baranda para lanzarse con Prim a la nueva conquista de Méjico?... A este poema infantil siguió el de arrojarse con salvaje brío a la independencia, buscándose la vida por mar y por tierra, primero navegando con Lagier, después conspirando y batiéndose por Prim.

De recuerdo en recuerdo y de simpatía en simpatía, Fernanda llegó al último dislate de Santiago, que para la familia era de los que no admiten disculpa. Todo se le podía perdonar, menos la vileza de dejarse arrastrar por una mujer de mala conducta, huir a Francia con ella, y establecerse y ayuntarse con simulación de matrimonio, deshonra de su abolengo y atropello de toda ley divina y humana... Recogiose en sí la hermana del delincuente, y al examen de aquel problema trajo algunos datos nuevos, entre ellos la manifestación de un grande amigo de su padre, Jesús Clavería, ya brigadier, que, al volver de París en Junio último, se detuvo en Vitoria por pasar un día en casa de Ibero.

La feliz memoria de Fernanda nos reproduce, casi con honores de copia, esta interesante declaración de Clavería: «Tú me conoces, Santiago; sabes que no puedo engañarte; usted, Gracia, sabe también que rindo culto a la veracidad. Pues óiganme y crean lo que digo... He visto a esos. No quise salir de París sin acercarme a la pareja y observarla bien, para traer a esta familia noticias auténticas, de las que no admiten duda... Esa Teresita, de quien hemos hablado con tan poco respeto, afeando su presente con su pasado, es una mujer extraordinaria... Todos nos equivocamos, y como yo fui el primero en denigrarla, quiero ser ahora el que rompa plaza en desdecirse y proclamar el error. Teresa es un caso inaudito de regeneración, del cual hay pocos ejemplos en el mundo... Yo creí que no había ninguno: he visto y comprobado el presente, y para que no me quedase duda, hice mi prueba con las investigaciones y testimonios más minuciosos. Me ha llenado de asombro el ver cómo esos dos que parecían locos, Santiago y Teresa, han resuelto el problema de la vida con un arte y una inteligencia que ya podrían imitar muchos cuerdos. Fundamento fue el amor, y ejecutantes del milagro dos voluntades poderosas. Yo he visto el milagro, y he llegado a los extremos de la admiración, que se tocan y confunden con los comienzos de la envidia».

Amplió Jesús Clavería su informe, agregando que entre los dos ganaban ya veinte o veinticinco francos diarios, y que vivían del modo más ejemplar: de ello daba fe Madama Úrsula, la cual a tal punto llegaba en su confianza que había entregado plenamente a Teresa la dirección del negocio de encajes. La casa en que vivían los amantes, y así había que llamarlos aunque esto sonara mal en oídos gazmoños, era un modelo de orden y pulcritud... Teresa tenía tiempo para todo. En la vecindad no se oían más que elogios de Madame Ibero... ¡tan bonita y tan buena!... Su marido, su trabajo, su casa, y no más.

París complejo, París integral y babilónico, tuvo siempre en su seno ejemplares de estas abejas industriosas, fabricantes de la miel doméstica y de las virtudes silentes, opacas, que rehúyen el cartel y hasta los menores ruidos de la fama. Estas virtudes, cualquiera que sea el sexo en que resplandezcan, necesitan el apoyo y estímulo de un ser del otro sexo, dotado de superior consistencia moral. En el caso de Madame Ibero, esta no habría realizado el portento de su rehabilitación, si no hallara en Santiago un robusto pilar en que asentarla.

Falta decir que en los más de los casos no era parisiense todo el oro de estas virtudes escondidas. Había parejas mixtas y parejas totalmente exóticas, que en el ambiente de la gran ciudad, tan rico en principios vitales, habían llegado a rehacer la existencia en nuevos moldes, encontrándose poseedoras de cualidades que procedían ciertamente de un tronco étnico lejano, pero que en él no tuvieron efectividad por causas invisibles. En presencia de estos fenómenos, el curioso trataba de indagar la causa o raíz de la fuerte concreción vital que París poseía. ¿Era por ventura la facilidad de la subsistencia, el vivir cómodo, la pronta y eficaz recompensa del trabajo, la puntualidad, la formalidad, el cumplimiento de las leyes, la blandura de estas, la soberana tolerancia religiosa, que por su extensión y benignidad más parecía obra de la naturaleza que de los hombres? Difícil era precisar las causas; bastaba con reconocer los hechos.

No se engolfó en estas consideraciones Clavería; pero apuntó la idea, llegó a sostener que el terreno lo hace todo, y que las plantas oprimidas en el semillero donde han nacido, no dan flores ni frutos hasta que se las pone en tierra libre y ancha, cruzada por cuantos aires, vientos y ventarrones quiera Dios mandar al mundo. Algo de esto dijo, sí, y si no lo dijo, lo mismo da. Lo que importa es que Fernanda recordó las informaciones de Clavería para encariñarse más con su hermano y llegar a lo más increíble: a no sentir despego, sino simpatía, por la compañera de la regeneración de él; por la mujer aquella de mala vida, que ya no lo era, pues algo excelso brillaba en su obscuridad.

Otro dato sobre lo mismo. Poco antes de salir la familia para Bergüenda y Sobrón, Fernanda sorprendió en el pupitre de su madre una carta a medio escribir. Sin duda, Gracia se olvidó de guardarla: era carta de tapadillo. El inflexible Santiago Ibero había decretado rompimiento de relaciones con el hijo rebelde, y el informe optimista y conciliador de Clavería no era tal que le moviese a cambiar de conducta. El primer impulso de Fernanda fue respetar el secretillo de su madre; pero la curiosidad pudo más que el respeto, y una mirada fugaz, deslizándose en la escritura, enganchó estos jirones de conceptos: «Hijo querido, tu padre se desenojará un poco si vienes a vernos. Ven, por Dios... Pero no puedes traerla... eso nunca... traerla no... Mándanos su retrato... bien disimuladito para que tu padre no se entere... Deseamos conocerla... Clavería nos ha dicho...».

Con lo poquito que leyó, pudo Fernanda formar este juicio: su madre se dejaba rodar por la pendiente que arriba es rigor inflexible y abajo piedad... ¡Cuán difícil es sostenerse en los picachos del odio!... Cada día sería mayor la blandura de Gracia: el hijo ausente llamaba con fuertes aldabonazos en el corazón de la madre; la hija, por su parte, adelantábase a los demás de la familia, y abría desde luego su atribulado corazón al hermano querido, al aventurero, al vagabundo, al revolucionario, al amante de la Samaritana; y por no poner límites a su desbordada indulgencia y piedad, también absolvió y amó a Teresa... Ningún miramiento tenía ya que guardar la hermana de Iberito a la sociedad que la rodeaba. Fuérase la tal sociedad a paseo con todas sus morales triquiñuelas y sus necias hipocresías. Teresa era, según Clavería, un caso inaudito de regeneración. Pues a respetarla, a quererla, a morar con ella en espíritu.

Véase, pues, cómo en donde menos podía esperarse encontró Fernanda un alivio de su tribulación, y una salida al repleto embalse de sentimientos generosos que su noble corazón atesoraba... No hay forma de dar todavía explicación clara de este fenómeno: que Fernanda restañara sus penas con la felicidad de dos seres amantes. Entre el caso inocente y doloroso de la doncella enamorada y el caso de aquellos aventureros corridos, no había relación, contacto ni aun remota semejanza; ofrecían, por el contrario, en sus conclusiones brutal antítesis. La paloma candidísima que en su corta existencia no había hecho más que arrullarse en honestos cálculos de amor, se estrellaba en un terrible desengaño, que más parecía castigo. ¡Y ellos, los de París, los que habían sido malos, concluían dichosos! Pronto comprendió la joven que este criterio de cuento de hadas no podía ser aplicado a los casos reales de la vida... Ya iría entrando en conocimiento de la escondida ley, por la cual los pecadores pueden ser felices y las almas angélicas no... Mientras encontraba un criterio justo que aplicar a tan endiabladas contradicciones, Fernanda se entregaba al deleite íntimo de amar a los irregulares, y de traerlos a su lado para verlos y oírlos, como a viajeros maravillosos que conocían y contaban los secretos más dulces del vivir.