XXIII

Cuando a la dorada beldad se acercó el caballero, alzó ella del libro los ojos, y sin mostrar alegría ni pena, con fría tranquilidad, le hizo este saludo: «Ya contabas con encontrarme aquí. Buenos días, Juanillo loco».

-Contaba encontrarte, sí; pero no pensé que trajeras por delante al amigo San Agustín, que sin duda es el culpable del plantón que me diste anoche.

-San Agustín, no, ¡pobrecito! Échame a mí la culpa. ¿De veras te ha dolido el plantón? Me alegro mucho. Juan... ¿Para qué estamos en este mundo más que para sufrir?... Reconoce, amigo mío, que mis desgracias, esta humillación en que vivo, me dan derecho a mortificar.

-Pero a mí no.

-Mortifico a los que me quieren, Juan. Así me querrán más.

Esto decía con frialdad lacerante, que al caballero confundía, dándole impresión parecida a la del frote de un rallo en lo más sensible de la epidermis. Cuando así hablaba Céfora, don Juan creía ver en los ojos de ella un resplandor extraño, como si el azul celeste se cambiara en verde cenagoso. «Hoy vienes en la más cargante de tus fases... porque tienes fases, Céfora, como la luna... Tienes crecientes deliciosos, y menguantes horribles... Te suplico que hoy, en compensación de la noche boba que me has dado, me presentes la fase amorosa...».

-Sí que soy lunática... Pero no esperes hoy la fase bonita. Estoy en la hora antipática y en el menguante de hacerme aborrecible... Vámonos por aquí, y metámonos en aquella cueva, que estos salineros todo lo ven, y llevan cuentos a mi tía.

-Vamos a donde quieras. Y ya que nombras a tu tía, dime si anoche has tenido con ella algún zipizape... Eso me explicaría mi plantón y tu displicencia.

-Anoche no hemos reñido. Nunca reñimos; pero siempre estamos distantes una de otra, en espíritu. Mi tía es amable... amable como las serpientes que miran con tiernos ojos antes de enroscarse en la víctima. Carolina no me arroja de su lado; espera que yo me vaya; lo espera sentadita, sin decirme una palabra dura ni agria... Me arroja de sí con este dilema: «O monja o casada». Hace dos días me propuso por marido a un chico del pueblo, que tiene cuartos... hijo de un tendero de aquí, valenciano, que vende alpargatas, loza ordinaria, con especialidad en orinales, esteras, pelotas y muñecas baratas, de esas que miran con ojos espantados. El que quieren que sea mi novio es gordo y lucido... Siempre está sudando... Los ojos tiene asustadicos, como los de las muñecas, y como ellas está lleno de serrín. Su orgullo es jugar bien a la pelota, y cuando sale del trinquete trasuda horriblemente y apesta... Pues el otro punto del dilema es el convento de las monjas de la Esperanza, a media legua de aquí. El clérigo que se compinchó con mi tía para meterme en la Esperanza me ha resultado grilla. Carolina me mandó que oyese sus consejos... ¡Vaya una catequesis que se gastaba el hombre! Me hizo una declaracioncita muy mona... que le gusto mucho... que en vez de entrar en la Esperanza me arregle con él en clase de ama con visos de sobrina... que seremos muy felices.

-Ya ves, Céfora -dijo el caballero gozoso- cómo al fin tienes que venir a parar a mí... Rechazas el novio gordinflón; desprecias el curita hipócrita... Pues vente conmigo, tontuela... Te escapas bonitamente una mañana... yo te llevo a Madrid. Tendrás una linda casita... y...

Buscando soledad y frescura, pues picaba ya el sol, se encaminaron a uno de los grandes huecos que los pórticos dejan entre sí, bajo el maderamen de los estanquillos. Eran como cavernas de fondo desigual, según la forma de la roca o conglomerado terroso en que se apoyaba todo aquel tinglado. Allí se veía la sal apilada en montones, bloques endurecidos que semejaban esbozos de marmóreas estatuas. En algunos trozos, la imaginación veía intentos de modelado de figuras, y golpes del escoplo de Fidias.

-No me hables a mí -dijo Céfora sentándose en la sal blanca y dura- de linda casita en Madrid, ni de nada de eso... ¡Bonito papel el mío!... No quiero casamientos de mano izquierda, mientras das la derecha en el altar de Dios a la señorita de La Guardia. Entre paréntesis... la he visto... ¿No sabes que estuve la otra tarde en Bergüenda con unas amigas? Es bonita tu novia, sólo que su hermosura va diciendo: '¡qué tonta soy!...'. Pero no hablemos de eso ahora... y a lo que iba. En ningún caso aceptaré lindas casitas, porque resueltamente me decido por la vida religiosa... Si un clérigo indigno turbó mi alma, otro dignísimo me ha dado la paz... A él debo el afianzarme en mi vocación... ¿Quién es, me preguntas? Pues un sacerdote ejemplar, un sabio, un santo que vino aquí a misiones... hoy no está en Salinas; mañana volverá. Él me ha marcado el camino único para llegar a la paz que ambiciono; él me ha reprendido mis liviandades contigo, me ha enseñado a evitar las tentaciones...».

-Pero tú no le harás caso, como no te coja en alguna de tus fases de tontería... Eres voluble... yo te cogeré al fin en una voltereta de las que miran hacia mí... y contra clérigos y beatas.

-No lo harás, Juan. Esta veleta no mirará más para tu lado. ¿Qué puedo esperar? Posición social no has de darme... Yo ambiciono, ¿a qué negarlo?, ambiciono ser algo más que una inclusera pobre. La sociedad no quiere nada conmigo, bien lo veo. Cien maldiciones pesan sobre mí. Si me quedo en el mundo, pienso que he de ser muy mala, y que haré daño a cuantas personas vea junto a mí... ¿Quieres que te abra mi conciencia, y te deje ver mis anhelos y mis odios? Pues vas a verlo. Si te asustas, no culpes a mi sinceridad, sino a tu curiosidad. No necesito recordar mi triste origen, pues hace pocos días tuve el valor de contártelo. Mi madre era judía, mi padre cristiano... Me educaron en el cristianismo. Lo que este tiene de hebraico es lo que ha echado más raíces en mi alma. Soy hebrea por mi madre... ¿No recuerdas lo que te conté de esta? Pues por vengarse de mi padre, que la abandonó y me apartó de ella, ¿qué crees que hizo? Acecharle con un cantarillo de aceite hirviendo para quemarle la cara.

-Bárbara y loca venganza -dijo el caballero con súbito estremecimiento y contracción de su rostro-. Tu madre era una furia del infierno.

-Pues aquí me tienes a mí; también soy algo furia. Mi madre se llamaba Mesooda, que quiere decir Dichosa. Así me lo ha dicho mi director espiritual, que sabe lenguas orientales; yo me llamo Nicéfora, que significa... ya no me acuerdo... cosa de llevar algo, no sé qué... Lo cierto es que... ¿lo digo?... desde que tengo uso de razón, llevo en mi mano el cantarillo de aceite hirviendo... Creo que en mi naturaleza persiste el impulso aquel de mi madre contra mi padre... Pues verás: la otra tarde, cuando vi a tu novia, la señorita de La Guardia, al pasar junto a ella instintivamente levanté la mano... Con gusto le habría quemado la cara, convirtiendo su hermosura en fealdad repugnante... Estas perversidades mías he revelado a mi confesor, el cual me ha dicho que no hay para mí salvación si no abandono el mundo.

«Abandonando el mundo no te salvas -dijo el caballero asustado de la fase maligna de Céfora-. La soledad es lo más propicio a la perdición. Quédate en el mundo; hazte cargo de que este es un río, y tú un pedrusco anguloso... La corriente y el rodar continuo te irán gastando los ángulos y picos, y quedarás redondita y bien pulimentada». Satisfecho de su idea, y más aún de la feliz imagen con que logró expresarla, imagen por cierto adquirida en una lectura reciente, don Juan miró a la rubia, buscando en su rostro alguna señal de conformidad... Pero el pensamiento de Céfora había roto el hilo de la conversación y suelto divagaba por espacios desconocidos. Las miradas de ella lo perseguían; cazáronlo al fin en los blancos lomos de una pila de sal cercana; lo trajo a sí, y a Urríes lo brindó con estas palabras: «¿Qué decías, Juan? Mientras tú hablabas, me distraje recordando un pasaje de San Agustín muy bonito, que me sé de memoria. Dice así: 'Dios mío, fortaleza y salud mía, pequé, y tuvisteis paciencia; falté, y todavía me esperáis; si me arrepiento, me perdonáis; si vuelvo a Vos, me admitís, y aun si tardo, me aguardáis...'».

-Pues todo esto -replicó don Juan con el gozo que infunden las claridades de la lógica- está conforme con lo que te digo... ¡Yo de acuerdo con San Agustín!... Ya ves; si tardo me aguardáis. Quiere decir el santo que debemos vivir en el mundo, rodar por él, baquetearnos en sus luchas, y después... Yo he pensado en eso mil veces. Tiempo tiene uno de volverse a Dios... En fin, Céfora, que Dios nos aguarda hasta que seamos viejos.

-¡Tonto!... ¡Bonita manera de entender la virtud!

-Tu capellán, ese clérigo... ese que llamas el Bueno, en contraposición al otro pillete que quiso tomarte de sobrina, ¿qué te aconseja?

-Pues que huya del mundo desde ahora, que me aparte del pecado... No creas que es demasiado rigorista, como esos que tienen siempre el infierno en la boca, y que por cualquier tontería o dame acá esas pajas la quieren meter a una en el fuego eterno... Es hombre ilustrado, conoce el mundo, y sabe persuadir sin asustar. Perdona con tal que no se le oculte ningún secreto del alma ni de la vida.

-¿Es italiano, es español?

-Entiendo que es húngaro, o polaco... Pero nada debe importarte este sujeto, enderezador de conciencias torcidas... Y ahora, Juan, bastante hemos hablado. Separémonos. Los salineros, y más aún las salineras, reparan en nosotros... No te quiero decir qué cuentos llevarán por el pueblo.

-No te dejo, Céfora, sin que me des tu palabra de reunirnos otra vez... Me debes una noche, y antes moriré yo que perdonarte esa deuda. Te perseguiré, te acosaré si no accedes, y si fuera menester acogotar o sacarle las tripas al clérigo polaco, hablador de tantas lenguas, cree que lo haré. ¿Quiere el hombre ser mártir para subir al cielo con palma? Pues lo será... ¿Te espero, sí o no?... Te advierto que si después de prometerme la cita, faltas a ella, habrá en Salinas una catástrofe... Piénsalo y decide.

Insistía Céfora en la negativa, primero ceñuda, después risueña. Supo don Juan emplear con hábil gradación sus medios sugestivos: primero amedrentó, poniendo en su rostro admirable ficción de ira; después atacó por la parte más flaca y peor defendida de la desigual fortaleza que debelaba. Bien sabía qué partes del muro se derrumbaban espontáneamente cuando el sitiador pedía entrada con ardiente lenguaje amoroso. Este era de seguro éxito para turbar la voluntad de Céfora, para enmarañar la red de sus nervios, encender su sangre y chamuscar su piel. Advirtió don Juan en los ojos de ella que el efecto se producía, y apretó más en la seducción para que el efecto no se perdiese en los días medianeros entre aquel instante y la noche de la cita. Pudo creer el hombre que, bajo la acción de sus palabras ardientes, la rubia crepitaba cual manojo de espigas arrojado en la hoguera.

«No me tientes, Juan» dijo Céfora temblorosa, apartándose de él para buscar asiento en otro montón de sal.

Con eléctrica prontitud pasó don Juan de un artificio de combate a otro que conceptuaba de más terribles efectos. Había herido el flaco de la sensualidad, y ahora la emprendía contra el del orgullo y vanas ambiciones. «Yo te llevaré a donde ahora no puedes soñar, Céfora; yo te llevaré a un estado social decoroso, como corresponde a tu belleza, a tu distinción nativa, a tu gracia inteligente; se te arreglará que tengas el nombre ilustre que te falta, que poseas medios de vida, que brilles, que triunfes, que seas como mereces, festejada y admirada. Sin mí te pudrirás en un convento tedioso y sucio, rodeada de imbéciles monjas; conmigo irás al esplendor de tu ser y de tus prendas naturales».

-No me tientes, te digo.

-No es tentación; es amor por ti, es interés por ti, es ambición de llevar al mundo una mujer exquisita, para que me digan: «¿De dónde has sacado esa divinidad? ¿En qué cielo has robado ese ángel?».

Céfora temblaba. Apoyándose en los bloques de sal, se puso en pie. De sus labios caían, entre escupidas y habladas, estas vocecillas melindrosas: «Juan, huyo de ti, me voy... te tengo un miedo horrible».

-Pero vendrás, vendrás a la cita -dijo Urríes asiéndola de la falda para no dejarla salir de la gruta-. Cada día que pase aumentará mi ansiedad hasta la desesperación. Nos reuniremos mañana... fíjate... mañana...

Y ella: «Salgamos, Juan, y disimulemos... Nada puedo prometerte... Dentro de mí está empeñada la batalla. Puedo ceder, puedo hacerme fuerte y no acudir... No sé lo que pasará de hoy a mañana... En la mano llevo el cantarillo de aceite hirviendo... Si lo vertiera en mi propia cara, repetiría el caso de una heroína española muy nombrada...».

-Déjate de heroínas, que no existieron más que en la imaginación de poetas malcomidos... Si llevas el aceite, puedes freírle la jeta a tu director espiritual, para que diga lo de gato escaldado, etc... Nosotros entendemos que sobre todo está el amor. Nuestra religión nos manda embellecer y alegrar las horas de la vida. ¿Vendrás?

-Vuelvo a decirte que no y que sí. Estoy en lo más terrible de la borrasca de mis dudas. Vámonos despacito por el borde de estos estanques. Hablemos sin dar a conocer que estamos en plena discordia... Pasemos con tranquilidad aparente junto a estos hombres y mujeres que aquí trabajan... Imagina tú los pucheros que se pueden sazonar con la sal que aquí se recoge.

-No divagues, Céfora; no desvíes la conversación -dijo el caballero con salobre amargura en su boca-. Quedemos en algo preciso. Yo te espero...

-Como quieras... Yo ignoro todavía si te daré plantón o no... En caso de que recibas plantón, echas a correr y me das por muerta para ti, Juan... No te sulfures: aguarda un poco. En caso de que yo descarrile, desde ahora te digo que no me retengas toda la noche... Volveré a casa antes que el gallo dé su primer canto, que es a las dos... Mi tía se levanta con el alba, y suele hacerme una visita de inspección... Teme que haya volado el pájaro... La Sagrario, que es mi discípula en perversidad, me aguarda, me abre la puerta del jardín, y protege mi paso a obscuras hasta la alcoba en que duermo... o no duermo.

Bordeaban los estanquillos, andando uno tras otro por angostos senderos blancos de esmerilado cristal. Y cuando dejaron atrás el grupo que con descarada observación les miraba, don Juan se paró y dijo: «Por tu madre, Céfora, no me faltes mañana».

Y ella, con grave solemnidad, que degeneraba en picardía: «No invoques a mi madre, Juan, porque cuando la llevo dentro de mí, más dispuesta estoy a quemarte la cara que a las diversiones de amor. Invoca para esos devaneos a mi padre, a mi enamoriscado y ardoroso papá don Miguel de Zambrana, que no vivía más que para... ya lo sabes».

-Pues le invoco... Descienda a ti desde el Cielo, o suba del Infierno el divino don Miguel...

-Tonto, no blasfemes... No hablemos más... Aquí nos despedimos. Yo me voy por el pueblo; tú sales por donde has entrado. Adiós... retírate... no me sigas.

Y sin darle tiempo a la repetición de sus instancias, desapareció fugaz en las calles de Salinas. El galanteador de oficio retrocedió mohíno y meditabundo a las alturas, y traspuesta la tapia desmantelada, fue a esconder en el caserío su expectación, su cachaza venatoria. Largas horas había de aguardar en el puesto, hasta ver si la res venía o no venía. Se propuso entretenerlas paseando en coche y a pie por la comarca, camino arriba.

En tanto, Céfora pasó el día gozosa con las visitas que le hizo el espíritu de su padre. El sacerdote de Venus, después de asomarse al alma de la hija de Mesooda una y otra vez, acabó por meterse y anidar en ella risueño y desvergonzado, irradiando sensualidad. Con tal fuerza y estímulos dentro de sí, Céfora soltó el armadijo de alambres de su externa tiesura moral, y apenas cerrada la noche, escapose de la casa con ciego afán y andar sonambulesco. No era dueña de sí: al ser vicioso, a la caldeada sangre del padre obedecía... En ascuas la esperaba el galán, paseo arriba, paseo abajo, midiendo el tiempo, y el suelo del solitario y hondo camino. Cuando se cansaba de mirar a las mortecinas luces del pueblo, miraba a las estrellas. Unas y otras eran signos de cruel incertidumbre. En el prado circunstante, rodeado de peñas, se oía el coloquio de los rumores nocturnos: aquí el silabeo de las aguas corrientes, allá la nota cristalina de los sapos en celo... Llegó Céfora a la vista de don Juan. ¡Hosanna!... Juntos, enlazados los brazos, entraron en el albergue obscuro y silencioso... Allí se quedan... Historia y Fábula, corred vuestras cortinillas...

Antes que el gallo, puntual vigilante y cosmógrafo, cantase las dos, don Juan y Céfora salieron del caserío. Iban sin abrigo ni tapujo, confiados en la soledad del sitio y en la templanza del aire; hablaban sin secreteo, creyendo que de nadie podían ser oídos... No habían andado veinte pasos en dirección del pueblo, cuando unos rígidos bultos plantados en medio del camino parecían interceptar el paso a los amantes... Andando estos un poco más, pudieron ver que los bultos eran tres, colocados equidistantes, el del centro mayor que los dos laterales... Un paso más, y... Eran mujeres: las tres llevaban negro manto por la cabeza, sin ocultar los rostros... Ante aquellas extrañas y temerosas figuras, quedó yerto Urríes... Segundos no más duró su perplejidad. Comprendiendo que no debía pararse ni manifestar miedo, empujó a Céfora, y ladeándose pasaron ambos por la cuneta. Invertida la posición, los amantes avivaron el paso, y las tres figuras se volvieron de la otra parte. Una voz clara y fuerte dijo: «Lo he visto...». Don Juan no permitió a Céfora mirar hacia atrás... Ya iban a distancia cuando el canto del gallo rasgó el velo estrellado de la noche. Otros gallos cerca y lejos repetían... repetía la voz de mujer, que ya no era voz, sino grito de vibrante sarcasmo, lanzado como bala en persecución de los fugitivos: «¡Eh!... caballero, ángel... os he visto...».