España sin rey/X
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No se le escapó el juego al maligno Tapia, que así dijo a su compañero: «Amigo, conquista tenemos... y esta es de las que vienen con prisa... Allí hay unos ojos que se lo comen a usted. Supongo que esto no es nuevo, pues no se empieza con tanto furor...».
-Cierto que no es nuevo -murmuró el Bailío dándose tono lo más discretamente posible-. Ello data de hace días... Es una señora que adopta formas humildes; es persona que sufre; un ejemplo más de grandezas caídas, que no quieren contaminarse de la farsa reinante... como aquella otra que ve usted a su lado... una gordura cerdosa, imagen del siglo, ¿verdad?... La que me mira pertenece a la primera nobleza de Cáceres... Algo ajada está de tanto llorar, de tanto sufrir humillaciones...
En estos y otros decires y comentarios se fue animando el Salón. Llegaban diputados; aparecían los maceros precediendo a los señores de la Mesa; comenzaba el run-run del Secretario en la tribuna. Ya ocupaba Rivero el alto sitial. Su figura recia, tozuda y ciclópea, llenaba la Presidencia. Ladeado en el sillón, hablaba con Ministros y diputados que a saludarle subían. Como todos los días, el principio de la jornada parlamentaria era un diluvio de exposiciones con miles de firmas pidiendo la unidad católica.
Los Ministros, andando de lado como los cangrejos, iban poblando el banco azul. Ya estaban en su sitio todas las celebridades: enfrente, Castelar, Orense, Figueras... debajo del reloj, Cánovas; más a la izquierda, Ríos Rosas. Don Wifredo y Tapia vieron los solideos de Manterola y Monescillo, sentados bajo ellos, no lejos del banco de la Comisión. Un escaño más arriba veíase la roja vestimenta del cardenal Cuesta. La orden del día no se hizo esperar. Empezó Cánovas rectificando, y a pesar de su fama, no obtuvo la atención de don Wifredo. Tratábase de contestar a conceptos de Ríos Rosas en la sesión última. Más que esto, le importaba al Bailío cerciorarse del mirar persistente de su conquista, la cual, en su expresión amorosa, a juicio del caballero, no pasaba ni un día más acá de la caída de Espartero, y con sus ardientes y febriles ojos decía: «Tu amor o la muerte». Era como un alarido del romanticismo que quería volver de ultratumba.
Recreándose en los ideales románticos, y acariciando a cada instante con su expresión caballeresca el mirar dolorido que de la tribuna frontera venía, el alavés no paraba mientes en los discursos. Ni le interesaba la oratoria viril y membruda del gran Ríos, ni menos la de Cánovas, en quien no vio más que uno de tantos constitucionales que en la España sin Rey iban a su negocio, llevando por señera el nombre de cualquier candidato de los averiados e imposibles... Prendido estuvo el espíritu del sanjuanista como una mosca en la red de miradas que tejía desde enfrente la dama melancólica y pobre, hasta que don Nicolás María Rivero, con su voz ciclópea, dijo: «El señor Manterola tiene la palabra».
A este sí había que oírle. Era la Monarquía legítima, era la Religión, era la Verdad, voz augusta que pronto habría de desvanecer y dispersar las gárrulas mentiras. Púsose en pie Manterola, requirió su manteo, desembarazó su garganta con ligera tosecilla y empezó su perorata con ademán grave y modesto, con palabra llana, fácil, sin otro defecto que una leve guturalización de las erres. De él se había dicho que era más tribuno que predicador, y que sus éxitos en el Congreso habrían de superar a los obtenidos en el púlpito. Y era verdad: Manterola se revelaba como un parlamentario hecho y derecho. ¡Con qué habilidad tocaba la delicada cuestión de creencias, sin herir las creencias o incredulidades del contrario! ¡Y qué arte puso en disimular la pesadez de la erudición eclesiástica!
«¡Lo que habrá leído este hombre!» dijo don Wifredo al oído de Tapia... Y este replicó: «Sabe demasiado. No es menester atracarse de lecturas malignas para traer aquí la sana y sencilla verdad». Esta idea era reflejo de una opinión muy extendida en el país vasco navarro con respecto a Manterola. Creían por allá que para combatir la herejía y su derivación liberal, bastaban la fe y un conocimiento somero de la cuestión. Los creyentes habrían querido a Manterola más burdo, más elemental, quizás un poco zote, ayuno y limpio de exóticas filosofías. De tal absurdo protestó así el alavés: «Necesitamos venir al combate armados de todas armas, y con pertrechos y material de guerra semejantes a los que traen nuestros enemigos. He aquí un adalid que con cuatro mandobles no tardará en merendarse a toda esta caterva de sofistas y desvergonzados masones. Usted lo verá: aguárdese un poco. Vea con qué atención le oyen; note las caras de sorpresa y terror. Claro: no esperaban esto. Creían que los dignísimos sacerdotes se venían acá con los Gozos de San José y la Letanía Lauretana. Y ahora les sale la criada respondona... y ahora este coloso de la dialéctica y la palabra los vuelve locos, los aniquila, los aplasta».
Admirable y completo, dentro de la corrección o etiqueta parlamentaria, fue el largo discurso del cura Manterola; más admirable aún y de grande eficacia dentro del estricto criterio católico. Dijo con excelente lógica y persuasivo estilo cuanto había que decir: de la Teología y de la Historia sacó y expuso cuantos argumentos había menester para robustecer su tesis; tuvo sus rasgos de alta retórica para mover a la pura y noble emoción; y cuando hubo terminado y se sentó a descansar, como Dios después de haber hecho el mundo, con calurosos plácemes y apretones de manos le felicitaron los dos Obispos sentados a su vera, y otros conspicuos tradicionalistas que no lejos de aquel lugar tenían su puesto. Mientras recibía el buen presbítero tantos y tan valiosos parabienes, en los escaños altos de enfrente se levantaba un hombre regordete, calvo y bigotudo.
Al verle, don Wifredo, que había llorado de emoción oyendo los elocuentes conceptos finales de Manterola, no pudo reprimir su enojo, y limpiándose las lágrimas que humedecían el rostro caballeresco, dijo a su compinche: «¿Pero este majadero de Castelar se atreve...? Saldrá con alguna canción... con alguna de esas coplas que debemos recomendar a los ciegos...». Y hablando así, buscaba las miradas de la dama de enfrente, que constante en su apasionado ensueño le decía: «Amor puro, amor eterno en el seno de nuestra Madre dulcísima la Iglesia católica...».
Descendían sobre el salón las sombras de la tarde. Apenas distinguía don Wifredo la faz de la señora enamorada y pobre... Poco tardó en verla con claridad... Hablaba ya Castelar cuando se encendieron las luces. En las cristalinas bombas que encerraban los mecheros, detonaba el gas con alegre bum-bum al contacto del fuego. Cada bocanada aumentaba una luz, y la suma de ellas, difundiendo intensa claridad, ponía el color y la vida en los rostros de los constituyentes y en el pintoresco semicírculo de las tribunas. Todo renacía; todo se llenaba de matices y resplandores, con los cuales poco a poco se fundía el resplandor mágico del verbo castelarino.
El maestro de la elocuencia no atacó la fe: tuvo la extraordinaria habilidad de rodear de veneración y respeto lo fundamental del Catolicismo. Su táctica era describir los inmensos males ocasionados por la intolerancia religiosa. Gran estratega, sabía llevar al enemigo al terreno en que fácilmente pudiera destrozarlo. En esta maniobra avanzaba despacio, midiendo las cláusulas, graduando los efectos, graduando también las fuerzas que una tras otra al combate lanzaba. A medida que desarrollaba su plan, se iba creciendo; su voz ganaba en sonoridad rotunda, su actitud en desembarazo majestuoso... El interés y la atención del auditorio crecían de igual manera. Don Wifredo lo veía en las caras, lo respiraba en el aire, por el cual pasó una corriente ciclónica, y la corriente giraba y pasaba de nuevo, aumentando en intensidad a cada vuelta.
De pronto oyó el sanjuanista un rumor lejano... que rápidamente se aproximaba. Era el profundo son subterráneo que precede a los terremotos, o el rodar de la nube antes de descargar el granizo... Castelar se había crecido enormemente, y con voz que no parecía de este mundo exclamó: «Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo le acompaña; la luz le envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan... Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y diciendo: -Padre mío, perdónalos; perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores porque no saben lo que se hacen...».
Al Bailío se le iba la cabeza, se le nublaron los ojos... El suelo de la tribuna se estremecía; el soplo ciclónico pasó velocísimo, sacudiendo el cuerpo y el alma del caballero... Este miró al techo, creyendo por un instante que tan alto llegaba la cabeza del orador. Y Castelar, como si con letras de fuego escribiera en los aires lo que decía, prosiguió así: «Grande es la religión del poder; pero es más grande la religión del amor. Grande es la religión de la justicia implacable; pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, Libertad, Fraternidad, Igualdad entre todos los hombres».
Quedó el alavés sin resuello, viendo que la Cámara ardía, que todos gritaban. Los aplausos en escaños y tribunas, el golpe y sacudida de miles de manos derechas contra miles de manos izquierdas, daban la impresión de innumerables aves que aleteaban queriendo levantar el vuelo. ¿Qué pasaba? ¿Era una tempestad de entusiasmo ardiente, o un espasmo colectivo de terror? Sacando las palabras del pecho con dificultad, dijo a Celestino: «Hágame el favor de darme algunas palmadas en la espalda... no sé lo que me pasa... no puedo respirar». Hizo el amigo lo que se le pedía, y el señor de Romarate pudo echar de su boca estos conceptos: «¿Qué quiere ese hombre? ¿Libertad de cultos? Yo digo: matarle, matarle... Pero habla bien; me ha conmovido... Sin quererlo, se siente uno magnetizado... Esto es un abuso, amigo: no hay derecho a magnetizar... Eso no vale, no vale... Es como darle a uno cloroformo para dormirle y robarle... sacándole del bolsillo el dinero, o del corazón la Unidad Católica... No, no mil veces. Atrás magnetismo, atrás gotitas de cloroformo... ¡Castelar, fuera de aquí!... Oradores que le sustraen a uno con engaño la Unidad Católica, ¡a la cárcel, a la cárcel!...».
Completamente tranquilo, veía Tapia con ojos escépticos la calurosa ovación que a Castelar hacían los diputados de aquende y allende. Contemplaba el hecho, el fenómeno, como quien lee una página histórica, y reservaba su juicio para mejor ocasión. Don Wifredo, con avinagrado talante, propuso la retirada. Se asfixiaba en aquel recinto, viendo flotar junto a sí en jirones dispersos la Unidad Católica... Veía los cadáveres de Manterola y de los reverendos obispos tendidos en el suelo. Quiso salir, pero no podía. El público desalojaba la tribuna con lentitud; las señoras tardaban un siglo en franquear la última grada... En estas apreturas, el caballero miró a la tribuna de enfrente, y advirtió con pena que su dama del año 43 ya se había retirado. Como ella y él habían de bajar por escaleras distintas, ya no era fácil aproximarse a la incógnita y enamorada señora...
¡Nueva desilusión, nueva trastada de un Destino adverso y cruel, que no permitía el cuaje de la más inocente conquista! Como formulara esta queja al traspasar con gran trabajo la puerta de la tribuna, el amigo se apresuró a sosegarle, diciéndole que por la galería interior podían pasar de las escaleras del Florín a las que descargan en Floridablanca. Pero don Wifredo se encontraba imposibilitado de acelerar el paso: sus piernas flaqueaban; tenía que arrimarse a las paredes. El gentío le mareaba, y el largo tiempo de quietud en la tribuna le había entumecido. En tal situación, andando a empellones, Tapia se encontró a un amigo, con quien trabó conversación. Separáronse inadvertidamente Celestino y don Wifredo: este quedó como perdido...
Cuando se encontraron con feliz coincidencia a la salida por Floridablanca, Tapia, risueño y burlón, cogió del brazo al sanjuanista para socorrerle en su premiosa y divagante andadura. «He visto a la familia cacereña -le dijo-. Hace un momento desapareció por la calle del Sordo. El señor de los bigotes es, en efecto, un terrible espantajo, muy propio para Carnaval; la señora gorda es una linda tarasca que podría servir como anuncio del género de Candelario y Almorchón; y en cuanto a la conquista de usted, mi querido don Wifredo... he de decirle que... la pobre anda con mucha dificultad. ¡Lástima que no saliese usted y le ofreciera el brazo para llevarla hasta su casa! ¿No entiende, o se hace el mal entendedor? Pues la he visto bien de cerca. Está en estado interesante... tan interesante que... vamos, debe de haber entrado ya en el octavo mes... ¿Qué dice? ¿Duda del embarazo? Pues yo, que he visto a la dama, no dudo... y digo más: creo que es de usted...».
-Señor De Tapia -replicó don Wifredo plantándose en actitud y tonos de la más genuina al par que correcta caballería-. Yo me permito decir a usted que si es broma puede pasar... pero que en el caso presente, y tratándose de personas de absoluta moralidad y principios, no debo tolerar chanzas de tan mal gusto... Como le aprecio a usted, siento mucho verme precisado a emplear este lenguaje...
Con explicaciones afectuosas de Tapia se restableció la concordia, y el paladín de Jerusalén envainó el temido acero.