IX

La siguiente tarde, que era la del 9 de Abril, la pasó don Wifredo en el Salón de conferencias más que en la tribuna. Hizo conocimiento con Vallín, hermano del que fusilaron en Montoro; con José Luis Albareda y con Augusto Ulloa. De lo poco que les oyó hablar, dedujo que eran orleanistas, y no fue preciso más para mirarles con recelo y antipatía. Después vio al pomposo don Salustiano con sus amigos Pardo Bazán y Montero Telinge: eran el núcleo del bando que patrocinaba la candidatura de don Fernando de Portugal. Creía el noble alavés que los tales, así como los de Montpensier, estaban locos, o que se habían vendido al oro extranjero. Esto mismo pensaba y decía Cruz Ochoa, por quien el Bailío sintió vivos estímulos de amistad apenas le hubo tratado. Era joven, esbelto, rubio como las espigas, y sus palabras despedían esa fragancia de las convicciones que con nada puede confundirse. Había sido guardia civil, y con el uniforme de este Cuerpo se le vio años antes en las aulas de la Universidad estudiando la carrera de Derecho. Los carlistas de Pamplona le dieron sus votos para las Constituyentes. Cumplió en ellas como soldado parlamentario de la Monarquía que llamaban legítima. Después se hizo cura, estado a que le llamaban sus ideas, cierta testarudez del ánimo, nacida del trato con cabecillas veteranos y clérigos levantiscos. Contribuyó a encender la guerra civil con su palabra, no con el ejemplo de lanzarse al campo ungido por la Iglesia, trocando la estola por el fusil.

Con otro constituyente simpatizaba don Wifredo, saltando por encima del ancho foso que entre ellos abría la política. Era Sánchez Ruano, el ático ingenio salmantino. Admiraba en él la juventud, la gracia, la oratoria impulsiva y pendenciera, en la que armonizaba la virilidad del luchador republicano con las sales del humanista. Debe añadirse que el caballeresco Romarate sentía menos aversión de los republicanos que de los monárquicos llamados constitucionales. Entre aquellos los había dignos de simpatía y aun de amistad; los otros, hombres sin fe religiosa ni política, no merecían más que desprecio. Los que, hartos de recibir honores de la Reina Isabel, la destronaron groseramente, y andaban luego pidiendo prestado un Rey a las naciones extranjeras, le parecían seres descoyuntados, políticos de circo ecuestre, cuatreros con puntas de rufianes. Al pensar así, don Wifredo no era más que un lorito repetidor de la opinión de su partido.

Un momento subió a la tribuna por ver qué ocurría. De la pena de muerte y de la necesidad de su abolición, hablaba un orador progresista tiernamente compadecido de los asesinos y ladrones. ¡Horror! A la descarriada España con honra no le faltaba ya más que honrar el delito y repartir a los delincuentes chocolate de Astorga... Escapó de la tribuna cuando empezaba la votación de proyecto tan desatinado, y en el Salón de conferencias, donde platicaban sosegadamente no pocos escépticos de la pena de muerte y de otras penas y glorias, agregose a la trinca de Romero Robledo. Le agradaba el antequerano por su alegría, por el tijereteo de su sátira, y por su ropa, que resultaba en él de una perfecta elegancia personal, aun contraviniendo los cánones indumentales para hombres públicos. Usaba comúnmente chaquet, pantalón y chaleco de colores distintos, corbata un tanto chillona. Con estas prendas, que en otro habrían sido demasiado pintorescas, resultaba el rubiales de Antequera muy bien. Así lo entendía don Wifredo, y más de una vez le contempló con idea de imitarle; pero pronto se hizo cargo de que la imitación era imposible. Lo que debía buscar el Bailío era una originalidad propia, huyendo del plagio, más peligroso en esto que en literatura...

Rodeado de amigos, entre ellos Barca, León y Llerena, Bermúdez Reina, Urríes y otros, el pollo antequerano picaba en todos los asuntos del día, en las personas más que en las ideas. Desenfadado, locuaz, gratísimo a las damas, poseía cuanto es menester para una brillante carrera política, y él la iniciaba con el arte instintivo, netamente español, de dejarse querer. Lo primero que aprendió fue a enguatar su ambición de modo que no lastimase a nadie. Fumaba cigarrillos con pinzas de plata para no manchar sus dedos pulcros... Fue a las Constituyentes como satélite de Ayala, y desempeñaba en derredor de este la Subsecretaría de Ultramar. En el arte en que había de ser un águila andando el tiempo, el arte de hacer amigos, despuntaba ya entonces con genial precocidad. Cuentan que Ayala le decía: «Ya me duele la mano de tanto firmar credenciales para tus protegidos de Antequera... y de media España».

Un ratito figuró don Wifredo, aunque con muy escaso brillo, en la constelación de habladores presidida por Romero. De allí le llevó Urríes al pasillo largo que une las estancias de los dos Presidentes, de la Cámara y del Consejo, y paseo arriba, paseo abajo, trabaron palique con diferentes sujetos que asiduamente concurrían a la casa: periodistas, algún ex-diputado, algún ex-gobernador del Bienio en expectación de destino, aspirantes unos, sobreros otros de la política. Allí, como en el Salón, había hombres arcaicos junto a otros que eran plantas nuevas acabadas de traer de la almáciga; los había también que confundían en sus rostros los signos de la antigüedad con los de la juventud. Entre estos individuos, uno con particular interés fue presentado a don Wifredo por Urríes, para lo cual misteriosamente los arrimó a un rincón, encareciéndoles la conveniencia y oportunidad de que fuesen amigos. El desconocido y presentado lo fue con el nombre de Celestino Tapia y con filiación tradicionalista. «Es de los empedernidos», había dicho Urríes.

El tal Tapia lo mismo podía pasar por joven revejido que por anciano remozado: diríase una vida desligada del fuero del tiempo. Tenía cara de vieja; su labio superior ostentaba un bigotillo más poblado que el que decora la faz de algunas mujeres. El color era moreno, como pasta de higos; la nariz trompuda, los ojuelos chispos y maliciosos, la boca rasgada y pícara, conductora de un verbo ceceoso, sazonado con donaires. Desagradable a primera vista, dejaba de serlo cuando la palabra fácil y entretenida animaba el corcho de aquellas facciones... Del cuerpo, nada malo se podía decir: era esbelto y flexible en su mediana talla, y de añadidura correctamente vestido según la moda del día. Esto cautivó a don Wifredo, admirador de los figurines vivos. Pero no tenía el sanjuanista bastante mundo para distinguir la verdadera elegancia de la de aluvión, adquirida en pocas lecciones con el texto de un buen maestro sastre. Tanto o más que el lujo y propiedad del vestir, agradó al Bailío el santo amor a la Causa, manifestado por el Tapia desde las primeras conversaciones. Cierto que también esta cualidad era de acarreo; mas el ciego fanatismo del señor de Romarate no podía como tal apreciarla.

Después de cambiar sus cortesanías, subieron los dos amigos a la tribuna. Lo primero que hizo don Wifredo fue pasar revista al mujerío, y a este propósito le dijo Tapia: «Estamos en el mejor campo para conquistas, señor de Romarate. En los días que llevan discutiendo la totalidad del proyecto de Constitución, yo he hecho tres... y no malas». Admirado y dolido de tales venturas, don Wifredo pidió a su amigo que le revelase el secreto de sus rápidos triunfos. «Aquí no hay más que citar con los ojos -dijo Celestino-. En seguida toman varas... Vienen a lo platónico y a lo que no lo es... Elija usted luego». Replicó el Bailío que él, por su condición de representante de los principios de Religión y Monarquía tradicional, no podía traspasar los límites de la moral cristiana. «Ya hablaremos de ello -dijo el otro-, y oigamos los discursos de estos bandoleros, que tienen secuestrada a la pobre España, y la venderán al extranjero si los dejamos... Paréceme que la función de esta tarde será de las que hacen época en la historia del aburrimiento... Si a usted le parece, dejemos este beaterio y vámonos a batir calles y a ver chicas guapas».

Así lo hicieron, y la tarde y prima noche pasaron sin sentirlo, charlando en Recoletos y en el café Universal. Comieron en la fonda de Barcelona, donde vivía Tapia, y prolongaron la sobremesa parloteando hasta más de las doce. Nunca había gustado tan intensamente don Wifredo el placer puro de la charla, hablar por hablar, picando en todos los asuntos desde el político más alto al chismográfico más rastrero. Algo sabía el alavés de historias cortesanas; pero Tapia, que era viviente archivo de lo verídico y de lo falso, colmó la medida de la curiosidad de su amigo. De innumerables personajes o fantasmones en candelero hizo Tapia disección cruel, rajando sin piedad y sacándoles al aire las entrañas. A las mujeres de algunos puso mentalmente en la picota, aligerándolas de ropa para poder azotarlas más en lo vivo, refiriendo sus vicios, engaños y trapisondas, que movían a indignación y risa. El bendito don Wifredo estaba horrorizado.

Derivó la conversación hacia la pura política, y el desvergonzado Tapia hizo, con trazo gordo y chafarrinones espesos, retratos de hombres y partidos, esmerándose en pisotearlos y ennegrecerlos. Véase la muestra: «Esos pobres progresistas son un hato de borregos, que no saben ni balar; los de la Unión, zorros que vienen al robo de gallinas y huyen al menor ruido; los demócratas, papagayos disecados, que con un mecanismo dan los tres golpes de Libertad, Igualdad, Fraternidad. Ni entre todos valen tres pepinos, ni son capaces de hacer nada. Desaparecerían de un soplo si no tuvieran a su frente a ese hombrecillo desmedrado y lívido, a ese Prim, monstruo que parece un arrapiezo, saco de malicias, vaso de bilis... Su perversidad es tan grande como su inteligencia... Y ahí le tiene usted: es el amo... ha cogido a España y se la ha metido en el bolsillo... ¿Quién es el guapo que se atreve con él? Créame, señor don Wifredo: Prim es el estorbo insuperable, la rémora, el atasco...».

Quedaron los dos un instante pensativos, y luego mordieron en otro tema. Era viernes; el sábado también lo pasaron juntos; el domingo, no. Tapia tuvo que ir a Aranjuez, y el Bailío empleó el día en visitas: quería exponer al joven Olazábal y al viejo Aparisi su situación equívoca y desairada en el partido. El lunes 12 de Abril, conforme a la cita que se habían dado, reuniéronse a primera hora en el Congreso para presenciar juntos la sesión, que había de ser interesante: hablaría Manterola. Puntuales y madrugadores acudieron a la tribuna, resignándose a las apreturas y al largo plantón con tal de tener sitio. Casi todas las delanteras estaban ya ocupadas cuando Tapia y Romarate llegaron. Las señoras eran las más impacientes, las más ávidas de obtener lugar, y explotando el fuero de galantería, desalojaban a los caballeros de los sitios preferentes para ocuparlos ellas. Con gran trabajo lograron los dos amigos un par de puestos en primera fila, arrimados a una columna: hallábanse en situación contraria a la que otras tardes ocuparon, es decir, a la derecha del Presidente, costado de la Epístola, aunque sea mala comparación. Tenían debajo a los ministros y a la Comisión; veían de frente a las minorías o izquierdas, que caen siempre del lado del Evangelio, comparando mal.

Largo rato hubieron de esperar viendo la Presidencia desamparada, los grandes semicírculos rojos como enormes mandíbulas bostezantes. Don Wifredo engañaba su hastío mirando al techo y al abanico de cristales que se abre o se cierra para templar el aire del Salón; miraba las pinturas frías, cual estampas iluminadas y desteñidas por la luz, representando reyes aburridos y alegóricas figuras de las Artes y las Ciencias, que también gemían bajo el imperio de simbólico fastidio. De allí, por buscar el consuelo de la variedad, abatió sus miradas sobre la curva fila de las tribunas, y desfloró gozoso la ringlera de señoras que en aquel cuerno de oro brillaban. Movidos por el calor, aleteaban los abanicos; movidos de la curiosidad y del tedio expectante, mariposeaban los ojos. Colorines de sombreros salpicaban de temblorosos puntos todo el circuito...

A poco de comenzar la mujeril requisa, don Wifredo vio en la tribuna de los diplomáticos a las dos orgullosas damas que una tarde le mostraron un desvío mortificante. En otra tribuna frontera vio a la señora cacereña que por breve rato fue su amiga. A la derecha estaba el tremendo marido de los bigotes espantables; a la izquierda, la pariente pobre, cuya mirada recogió la del sanjuanista, y ambas quedaron enzarzadas y como en simpática trabazón una con otra... Creyó el alavés que al correr de los minutos, los ojos de la dama pobre variarían de objetivo; pero no fue así. Continuaban fijos en el caballero, sin hartarse de su contemplación. Indudablemente, era una mirada del año 43, toda fe, ternura y constancia; mirada que decía: «Quiero un amor puro... y eterno».