Entre naranjos/Segunda parte/III
III
–Temprano nos vemos hoy. Buenos días, Rafaelito... Madrugo por ver el mercado. De niña era para mí un acontecimiento la llegada del miércoles. ¡Cuánta gente!...
Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusión de gente que se agitaba en la plaza llamada del Prado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado de distrito.
Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana en su desierto rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados. El rostro tostado y las manos duras era lo único que delataba la rusticidad de aquellas muchachas, a quienes un cultivo riquísimo hacía vivir en la abundancia.
A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos; amontonábanse las pirámides de huevos, de verduras y frutas, y en las tiendas portátiles de los pañeros extendíanse las fajas de colores, las piezas de percal e indiana, y el negro paño, eterno traje de todo ribereño. Fuera del Prado, los labriegos buscaban en el Alborchí el mercado de los cerdos, o probaban caballerías en el Hostal Gran. Era la compra de todo lo necesario para la semana; el día destinado a los negocios; la llegada en masa de la población de los huertos para pedir dinero a los prestamistas o devolvérselo con creces; repoblar el gallinero, comprar el cerdo, cuya creciente obesidad había de seguir con ansia la familia, o adquirir a plazos el rocín, motivo de inquietud y de desesperado ahorro.
La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agitábase en el mercado bajo la luz de los primeros rayos de sol. Se abrazaban las hortelanas al encontrarse, y con la cesta en la cadera, metíanse en la chocolatería a celebrar el encuentro; los labriegos formaban corro y de cuando en cuando iban a beber una copa de aguardiente dulce para tomar fuerzas. Y por en medio de esta invasión rústica pasaba la gente de la ciudad: los burguesillos de arregladas costumbres, con una capa vieja y un enorme capazo, en el que metían las provisiones después de regatearlas tenazmente; las señoritas, que veían en el mercado de los miércoles algo extraordinario que alegraba la monotonía de su existencia; los desocupados, que pasaban horas enteras en pie junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual levaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros.
Rafael contemplaba con asombro a su amiga. ¡Qué guapa estaba! ¡Cualquiera podía adivinar en ella a la artista de inmenso renombre!
Parecía una hortelana, vestida de fresco percal, como anunciando la primavera; al cuello, un pañolito rojo y la rubia cabellera al descubierto, peinada con artístico descuido, anudada rápidamente sobre la nuca. Ni una joya, ni una flor. Su estatura y su elegancia eran lo único que la hacía destacar sobre la muchedumbre. Y bajo la curiosa y ávida mirada de todo el mercado, Rafael sonreía frente a ella, admirándola fresca, sonrosada, con la viveza de la ablución matinal, esparciendo un perfume indefinible de carne sana y fuerte que embriagaba al joven.
Hablaba riendo, como si quisiera cegar con el brillo de su dentadura a todos los papanatas que la contemplaban de lejos. Por todo el mercado extendíase un rumor de curiosidad, un zumbido de admiración y escándalo al ver frente a frente, a la faz de toda la ciudad, hablando con sonrisa de buena amistad, al diputado y la cantante.
Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no podían ocultar su satisfacción. Hasta el último alguacil sentía cierto orgullo. Hablaba con el quefe. Le sonreía. Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a don Rafael, aunque bien considerado, merecía esto y algo más. Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado.
Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. Formaban buena pareja: ¡qué matrimonio tan guapo podían hacer!
Y las señoras fingían no verlos al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga decían con acento irónico: «¿Ha visto usted?... Ahí está ésa echándole el anzuelo, delante de todos, al hijo de doña Bernarda.» Aquello era escandaloso; las señoras decentes tendrían que quedarse en casa.
Leonora, insensible a la curiosidad, sin reparar en los centenares de ojos fijos en ella, seguía hablando de sus asuntos. Beppa se había quedado con su tía, y ella, con su hortelana y otra mujer, que aguardaban a pocos pasos con grandes cestas, había venido a comprar un sinfín de cosas cuya enumeración la hacía reír. Ahora era persona formal; sí, señor: Sabía el precio de lo que comía; podía indicar, céntimo por céntimo, el coste de su vida; creía haber retrocedido a aquella dura época de Milán, «»cuando, con la partitura bajo el brazo, entraba en casa del especiero por los macarrones, la manteca o el café. ¡Cómo la divertía aquello! Y no queriendo prolongar más tiempo la expectación escandalizada de la gente, que interpretaba sus sonrisas y su voluble charla del peor modo, dio su mano a Rafael, despidiéndose. Se hacía tarde; si permanecía allí charlando, no encontraría nada; lo mejor del mercado se lo habrían llevado otros.
–A la obligación; hasta la vista, Rafaelito.
Y el joven la vio cómo se abría paso entre el gentío, seguida de las dos campesinas: cómo se detenía ante los puestos, acogida por una sonrisa amable de los vendedores, cual parroquiana que no regatea jamás; cómo se interrumpía en sus compras para acariciar los niños sucios y aulladores que las pobres mujeres llevaban en sus brazos, sacando de su cesto las mejores frutas para dárselas.
La admiración de todo el mundo la seguía a través de los puestos. ¡Así, siñoreta!, gritaban las vendedoras. «¡Vinga, doña Leonora!», decían otras, llamándola por su nombre para demostrar mayor intimidad. Y ella sonreía, hablaba con todos familiarmente, echaba mano a cada instante al bolso de piel de Rusia que colgaba de su diestra, y como una nube de moscas agitábanse en torno de ella tullidos, ciegos y mancos, avisados de la generosidad de aquella señora que daba la calderilla a puñados. Rafael la seguía con la vista, acogiendo con forzada sonrisa los cumplimientos de los notables, que le felicitaban por su buena suerte. El alcalde –un hombre que, según decían los enemigos, temblaba en presencia de su esposa– afirmaba con los ojos chispeantes que por una mujer así era capaz de hacer toda clase de locuras. Y todos unían su voz al coro de alabanzas envidiosas, considerando como hecho indiscutible que Rafael era el amante de la artista, mientras éste sonreía con amargura recordando sus explicaciones con Leonora.
Ya no la veía. Estaba en el otro extremo del mercado, oculta por el oleaje de cabezas. De cuando en cuando distinguía por un instante su casco de oro por encima de las demás mujeres.
Deseaba ir allá, pero no podía. Estaba a su lado con Matías, el afortunado exportador de naranjas, aquel ricachón cuya hija Remedios pasaba el día junto a su madre como discípula sumisa.
Aquel señor de palabra pesada y lento pensamiento enmarañable en su charla sobre el comercio de la naranja. Le daba consejos; un plan entero que había discurrido y le ofrecía para presentarlo al Congreso; medidas de protección para los exportadores de naranja. La riqueza de la ciudad; todos nadando en dinero, lo garantizaba él con la mano sobre el corazón.
Y Rafael, con la vista perdida en el fondo del Prado, espiando las rápidas apariciones de la cabellera de oro para convencerse de que Leonora aún estaba allí, oía en un sueño a aquel hombre que, según afirmaban los maliciosos, estaba destinado a ser su segundo padre. De todo el lento chorrear de palabras, sólo algunas llegaban a su cerebro, grabándose en él con la persistencia de la obsesión. «Glasgow... Liverpool...
Necesarios nuevos mercados... Abaratar las tarifas de ferrocarriles... Los agentes ingleses son unos ladrones...»
«Bueno, que los ahorquen», contestaba mentalmente Rafael. Y si cesar de mostrar su asentimiento a lo que no oía con movimientos afirmativos de cabeza, miraba allá abajo ansiosamente, temiendo que Leonora se hubiese marchado. Se tranquilizó al abrirse un cuadro en la muchedumbre y ver a la artista sentada en una silla que le había cedido una vendedora, con un niño sobre las rodillas, hablando con una mujercita pequeña, miserable, enfermiza, que a Rafael le pareció la hortelana que encontraron en la ermita.
–¿Qué opina usted de mi plan? –preguntaba en aquel mismo instante don Matías.
–Excelente; un plan grandioso, digno de usted, que conoce a fondo la cuestión. Ya hablaremos detenidamente cuando vuelva a las Cortes.
Y para evitar una segunda exposición de lo que no había oído, acariciaba al infortunado patán, dábale palmadas en su espalda al oso asombrado como siempre de que la buena suerte hubiera escogido como amante a aquel hombre.
Toda la ciudad le había conocido calzando alpargatas, cultivando como arrendatario un pequeño huerto. Su hijo, un mocetón casi imbécil, que aprovechaba el menor descuido para robarle y llevar en Valencia una vida alegre con toreros, jugadores y chalanes de caballos, iba descalzo en aquella época, correteando por los caminos con los chicuelos de los gitanos acampados en el Alborchí; su hija, aquella Remedios tan modosita y tímida, que se pasaba los días en complicadas labores de aguja bajo la dirección de doña Bernarda, se había criado como una bestezuela en el campo, repitiendo con escandalosa fidelidad las interjecciones de los carreteros con los cuales bebía su padre.
«Pero no hay como ser bruto para llegar a rico», según decía el barbero Cupido al hablar de don Matías.
Poco a poco fue lanzándose en la exportación de la naranja a Inglaterra. Compró a crédito las primeras partidas y comenzó a soplar para él la racha de loca suerte, que todavía duraba. Su fortuna fue cosa de pocos años. Donde los más poderosos navíos naufragaban, aquella barcaza ruda y pesada, navegando a la ventura del instinto, no sufría el menor perjuicio. Sus envíos llegaban siempre con prodigiosa oportunidad. La rica naranja de otros comerciantes, cuidadosamente escogida, llegaba a Liverpool o Londres cuando los mercados estaban atestados y bajaban los precios escandalosamente. El afortunado palurdo enviaba cualquier cosa, lo que le convenía por su baratura, y siempre se arreglaban las circunstancias de modo que encontraba el mercado vacío, los precios por las nubes, sin reparar en la calidad del género, y realizaba fabulosas ganancias. Se burlaba de las sabias combinaciones de todos aquellos exportadores que leían periódicos ingleses, recibían boletines y comparaban las cotizaciones de unos años con otros para hacer cálculos que daban por resultado salir del negocio con las manos en la cabeza. Él no sabía ni quería saber nada. Fiaba en su buena estrella. Cuando mejor le parecía, embarcaba el género en el puerto de valencia, y ¡allá va! Siempre se concertaban las cosas de modo que su naranja arribaba sin concurrencia y con precios altos. Más de una vez era el mar el que, causando averías al buque, retrasaba su llegada y daba tiempo a que el mercado quedase limpio, colaborando de este modo en el buen éxito de la expedición.
–A los dos años vivía en la ciudad como un personaje, y afirmaba riendo que no se dejaría colgar por ochenta mil duros. Después, siempre hacia arriba su fortuna, llegó a una altura loca. Las gentes, asombradas, se decían al oído con cierto respeto supersticioso los miles de duros que ganaba en limpio al final de cada campaña. Tenía en los alrededores de Alcira almacenes enormes como iglesias, donde ejércitos de muchachas empapelaban, cantando, las naranjas y cuadrillas de carpinteros martilleaban día y noche en la blanca madera de las cajas de exportación. Compraba con un solo golpe de vista la cosecha de huertos enteros, sin equivocarse más allá de algunas arrobas. En cuanto al pago, la ciudad estaba orgullosa de su millonario. Ni el Banco de España había la formalidad y la confianza que en su casa. Nada de empleados ni mesas: todo a la pata a la llana; pero ya se podían pedir miles de duros, que, como él quisiera, no tenía más que meterse en su alcoba, y de misteriosos escondrijos sacaba un fajo de billetes que metía miedo.
Y este rústico afortunado, al verse rico, sin más mérito que el capricho de la suerte, se daba aires de inteligente, con la petulancia que proporciona el dinero y se daba a Rafael, a su diputado, con una reforma de tarifas de ferrocarril para esparcir la naranja por el interior de España. ¡Como si él hubiese necesitado de planes para hacerse rico!
De su pasado miserable sólo quedaba en él un vestigio: el respeto a la casa de los Brull. Trataba con cierta altanería a toda la ciudad, pero no podía ocultar el respeto que le inspiraba doña Bernarda, al cual iba unido una gran gratitud por la amabilidad con que le distinguía al verlo rico y el interés que mostraba por su pequeña. Tenía muy presente al padre de Rafael, el hombre más eminente que había conocido en su vida, y le parecía verlo aún como cuando se detenía ante su casita de hortelano sobre su enorme rocín y con aire de gran señor le ordenaba lo que debía hacer en las proximidades elecciones. Sabía el mal estado en que aquel gran hombre había dejado sus negocios al morir y más de una vez había dado dinero a doña Bernarda, orgulloso de que ésta, en sus apuros, le dispensase el honor de buscarle; pero para él la casa de los Brull, pobre o rica, era siempre la casa de los amos, la cuna de aquella dinastía cuya autoridad no podía abatir poder alguno. Si él tenía dinero, los «otros», ¡ah!; los otros tenían allá lejos, en Madrid, poderosas amistades; llegaban cuando querían hasta el trono; eran de los que tenían la sartén por el mango, y si en su presencia se murmuraba que la madre de Rafael pensaba en su hija para nuera, don Matías enrojecía de satisfacción y murmuraba modestamente:
–No sé; creo que todo son habladurías. Mi Remedios sólo es una muchacha de pueblo y el diputado querrá una señorona de Madrid.
Rafael hacía tiempo que conocía el designio de su madre. Él no quería a aquella gente. El padre, a pesar de su pegajosa afición a ofrecerle planes, le era simpático por el respeto que mostraba hacia su familia. La hija era un ser insignificante, sin otra belleza que la frescura de su juventud morena, ocultando tras la mansedumbre servicial una inteligencia más obtusa que la del padre, sin otras manifestaciones que la devoción y los escrúpulos en que la habían educado.
Aquella mañana, pasó por dos veces junto a Rafael, seguida de una vieja sirvienta, con toda la gravedad de una huérfana que tiene que ocuparse del gobierno de su casa y hacer las veces de señora mayor. Apenas si lo miró.
La mansa sonrisa de futura sierva con que lo saludaba otras veces había desaparecido. Estaba pálida y apretaba los labios descoloridos. Seguramente lo había visto de lejos hablando y riendo con Leonora. Pronto sabría su madre el encuentro. Aquella muchacha parecía mirarle como cosa suya, y su gesto de mal humor era ya el de la esposa que se prepara para una escena de celos a puerta cerrada.
Como si le amargase un peligro, se despidió de don Matías y sus amigos, y evitando un nuevo encuentro con Remedios salió del mercado.
Leonora aún estaba ahí. La esperaría en el camino el huerto, había que aprovechar la mañana.
El campo parecía estremecerse bajo los primeros besos de la primavera. Cubríanse de hojas tiernas los esbeltos chopos que bordeaban el camino; en los huertos, los naranjos, calentados por la nueva savia, abrían sus brotes, preparándose a lanzar, como una explosión de perfume, la blanca flor del azahar; en los ribazos crecían, entre enmarañadas cabelleras de hierba, las primeras flores. Rafael se sentó al borde del camino, acariciado por la frescura del césped. ¡Qué bien olía aquello!
La violeta asustadiza y fragante debía de andar por allí cerca, oculta bajo las hojas. Sus manos buscaron a lo largo del ribazo las florecillas moradas, cuyo perfume hace soñar con estremecimientos de amor. Formaría un ramo para ofrecérselo a Leonora cuando pasase.
Sentíase animado por una audacia que nunca había conocido. Sus manos ardían de fiebre. Tal vez era la emoción que le producía su propio atrevimiento. Estaba resuelto a decidir su suerte aquella misma mañana. La fatuidad del hombre que se cree en ridículo y desea realzarse a los ojos de sus admiradores le excitaba, dándole una cínica audacia.
¿Qué dirían sus amigos, que le envidiaban como amante de Leonora, al saber que ésta le trataba como un amigo insignificante, como un bien muchacho que la distraía en la soledad de su voluntario destierro?
Unos cuantos besos en la mano, cuatro palabras agradables, algunas bromas crueles de camarada que tiene conciencia de su superioridad..., todo esto había conseguido después de muchos meses de asidua corte, de resistir a su madre, viviendo en su casa como un extraño, sin cariño y bajo miradas de indignación, de entregarse por entero a la maledicencia de los enemigos, que le suponían liado con la artista y hacían aspavientos en nombre de la moral.
¡Cómo se burlarían si conocieran la verdad aquellos calaveras que el Casino relataban sus aventuras amorosas, teniendo siempre por prólogo el repentino empujón, la lucha, la posesión violenta a brazo partido al borde de una senda, bajo un naranjo o en el rincón más oscuro de una casa!
Y Rafael, perturbado por el miedo de parecer ridículo, se decía que aquellos brutos estaban tal vez en lo cierto, que así se triunfaba, y que él sufría por su culpa, por contemplar a Leonora respetuosamente, de lejos, como un idólatra sumiso. ¡Cristo! ¿No era él el hombre, y, por tanto, el más fuerte? Pues a hacer sentir la autoridad del sexo. Además, cuando ella le trataba con tanto cariño, seguramente le quería. Los escrúpulos eran lo único que los mantenía separados, y él se encargaba de allanarlos violentamente en la primera ocasión propicia.
Cuando acababa de surgir entera e imperiosa la brutal decisión entre las continuas fluctuaciones de su carácter débil e irresoluto, oyó voces en el camino, e incorporándose, vio venir a Leonora seguida de las dos labriegas con el busto encorvado sobre las pesadas cestas.
–¡También aquí! –exclamó la artista con una risa que hinchaba su garganta de suaves estremecimientos–. Usted es mi sombra... En el mercado, en el camino, en todas partes me sale al encuentro...
Y tomó el ramito de violetas que le ofrecía el joven, aspirándolo con delicia.
–Gracias, Rafael; son las primeras que veo este año. Ya está aquí mi fiel amiga la primavera; usted me la trae, pero hace ya días que adivinaba su llegada. Estoy contenta: ¿no lo nota usted? Me parece que he sido durante el invierno un gusano de seda apelotonado en el capullo, y que ahora me salen alas y voy a volar por ese inmenso salón verde que exhala sus primeros perfumes. ¿No siente usted lo mismo?
Rafael afirmaba con gravedad. También él sentía el hervor de la sangre, los pinchazos de la vida en todos sus poros.
Y contemplaba con ojos extraviados aquella garganta desnuda, de tentadora nitidez, realzada por el rojo pañuelo; el pecho robusto, sobre cuya tersa morbidez descansaban sus violetas.
Las dos hortelanas, al ver a Rafael, cambiaron una sonrisa maliciosa, un guiño significativo, y pasaron delante de la señora, con el propósito marcado de no estorbarla con su presencia.
–Sigan ustedes –dijo Leonora–. Nosotros iremos despacio hasta casa.
Se alejaron las dos mujeres con vivo paso, hablando en voz baja. Leonora adivinaba la sonrisa de sus rostros invisibles.
–¿Ha visto usted a ésas? –dijo señalándolas con su cerrada sombrilla–. ¿No se ha fijado usted en sus sonrisas y guiños al verle en el camino?... ¡Ay, Rafael! Usted está ciego, y resulta terrible. Si yo tuviera que guardar mi fama, aviada estaba con un amigo como usted. ¡Qué cosas suponen por ahí!
Y reía con expresión de superioridad, considerándose muy por encima de cuanto pudieran decir las gentes de su amistad con Rafael.
–En el mercado me hablan de usted todas las vendedoras, como si esto fuese para mí el más irresistible de los halagos; aseguran que formamos una soberbia pareja. Mi hortelana aprovecha todas las ocasiones para decirme el otro día: «¿Sabes que Rafaelito viene mucho por aquí? ¿Si querrá casarse contigo?» Ya ve usted, casarse... ¡Ja, ja, ja! ¡Casarse! La pobre señora no ve más que esto en el mundo.
Y seguía arrojando a la cara de Rafael, sombría por sus malos pensamientos, aquella risa franca y burlona, que parecía el parloteo de un pájaro travieso satisfecho de su libertad.
–Pero ¡qué mala cara tiene usted hoy! ¿Está usted enfermo?... ¿Qué le pasa?
Rafael aprovechó el momento. Estaba enfermo, sí; enfermo de amor. Comprendía que toda la ciudad hablase de ellos; él no podía ocultar sus sentimientos. ¡Si supiera lo que le costaba aquella adoración muda!... Quería arrancar de su pensamiento la devoción por ella, y no podía. Necesitaba verla, oírla; sólo vivía para ella. ¿Leer? Imposible. ¿Hablar con sus amigos? Todos le repugnaban. Su casa era una cueva, en la que entraba con gran esfuerzo para comer y dormir. Salía de ella tan pronto como despertaba, y abandonaba la ciudad, que le parecía una cárcel. Al campo; y en el campo, la casa azul donde ella vivía, ¡Con qué impaciencia esperaba la llegada de la tarde, la hora en que, por una tácita costumbre, que ninguno de los dos marcó, podía él entrar en el huerto y encontrarla en su banco bajo las palmeras!... No podía vivir así. La pobre gente le envidiaba al verlo poderoso, diputado tan joven; y él quería ser..., ¿a qué no lo adivinaba? ¡Qué cosas tan absurdas! ¡Que no se burlara Leonora! Él daría cuanto era por ser aquel banco del jardín, abrumado dulcemente bajo su peso las tardes enteras; por convertirse en la labor que giraba entre sus dedos suaves; por transfigurarse en una de las personas que la rodeaban a todas horas, en aquella Beppa, por ejemplo, que la despertaba por las mañanas, inclinándose sobre su cabeza dormida, moviendo con su aliento la cabellera deshecha, esparcida como una ola de oro sobre la almohada, y que secaba sus carnes de marfil a la salida del baño, deslizando su mano por las curvas entrantes y salientes de su suave cuerpo. Siervo animal, objeto inanimado, algo que estuviera en perfecto contacto con su persona, eso ansiaba él; no verse obligado, con la llegada de la noche, a alejarse tras una interminable despedida, prolongada con infantiles pretextos, a volver a la irritante vulgaridad de su vida, a la soledad de su cuarto, en cuyos rincones oscuros, como maléfica tentación, creía ver fijos en él unos ojos verdes.
Leonora no reía. Abríanse desmesuradamente sus ojos moteados de oro, palpitaban de emoción las alillas de su nariz y parecía conmovida por la sinceridad elocuente del joven.
–¡Pobre Rafael! ¿Pobrecito mío!... ¿Y qué vamos a hacer?
En el huerto, Rafael jamás se había atrevido a hablar con tanta franqueza. Le cohibía la proximidad de los allegados de Leonora; le intimidaba el aire superficial y burlón con que ella recibía sus visitas; la ironía con que le desconcertaba apenas apuntaba él una frase de amor. Pero allí, en medio del camino, era otra cosa; se sentía libre, quería vaciar su corazón. ¡Qué tormentos! Todos los días iba hacia la casa azul trémulo de esperanza, agitado por la ilusión. «Tal vez sea hoy», se decía. Y le temblaban las piernas, y la saliva parecía solidificarse en su garganta, ahogándole. Y horas más tardes, al anochecer, la vuelta desesperada al hogar, marchando desalentado a la luz de las estrellas, haciendo eses en el camino, como si estuviera ebrio; sintiendo que las lágrimas le escarabajeaban en los párpados, queriendo morir, como el que necesita pasar adelante y se rompe los puños contra un muro inmenso de bloques de hielo. ¿No se fijaba en é? ¿No veía los inmensos esfuerzos que hacía para agradarla?... Ignorante, humilde, reconociendo la inmensa diferencia que separaba a ambos por su distinta vida, ¡qué de esfuerzos para llegar a su altura, por colocarse al nivel de aquellos hombres que la habían poseído por unos días o por años enteros! Ella debía haberlo notado. Si le hablaba del conde ruso, modelo de elegancia, al día siguiente Rafael, con gran asombro de los de su casa, sacaba su mejor ropa, y, sudando bajo el sol, oprimido por el alto cuello, emprendía aquel camino, que era su calle de la Amargura , andando como una señorita para que el polvo no amortiguase el brillo de sus botas. Si el músico alemán cruzaba por el recuerdo de Leonora, él repasaba sus libros, y, afectando el exterior descuidado de aquellos artistas vistos en las novelas, llegaba allá con el propósito de hablar del inmortal maestro, de Wagner, al que apenas conocía, pero al que adoraba como una persona de su familia... ¡Dios mío! Todo esto resultaba ridículo, bien lo sabía él; mejor era presentarse sin disfraz, con toda su pequeñez. Reconocía que era imposible aquella lucha para igualarse con los mil fantasmas que llenaban la memoria de Leonora; pero ¡qué no haría él por despertar aquel corazón, por ser amado un momento, un día nada más, y después morir!...
Y había tal sinceridad en esta confesión de amor, que Leonora, cada vez más conmovida, se aproximaba a él, caminaba pegada a su cuerpo sin darse cuenta, y sonreía levemente, repitiendo su frase, mezcla de afecto maternal y de lástima:
–¡Pobre Rafael!... ¡Pobrecito mío!...
Habían llegado a la verja que daba entrada al huerto. La avenida estaba desierta a aquella hora. En la plazoleta, frente a la cerrada casa, correteaban las gallinas.
Rafael, abrumado por el esfuerzo de aquella confesión, en la que daba curso a las angustias y ensueños de muchos meses, se apoyó en el tronco de un viejo naranjo. Leonora estaba frente a él, escuchándole con la cabeza baja, rayando el suelo con la contera de su roja sombrilla.
Morir, sí; él había leído esto muchas veces en las novelas, sin poder contener una sonrisa. Ahora ya no reía. Había pensado algunas noches, en la turbación del delirio, terminar aquel amor de un modo trágico. La sangre de su padre, violenta y avasalladora, hervía en él. Si llegaba a convencerse de que nunca sería suya, ¡matarla, para que no fuese de nadie, y matarse él después! Caer los dos sobre la tierra empapada de sangre como sobre un lecho de damasco rojo; besarla él en los labios fríos, sin miedo a que nadie le estorbara; besarla, besarla, hasta que el último soplo de vida fuese a perderse en la lívida boca de ella.
Lo decía con convicción, vibrando todos los músculos de su cara varonil, ardiendo como brasas sus ojos de moro, vetados por la pasión con venillas de sangre. Y Leonora lo miraba ahora con apasionamiento, como si viese un hombre nuevo. Estremecíase con una emoción nueva al oír los bárbaros ensueños, las amenazas de muerte. Aquél no se mataba melancólicamente, como el poeta italiano viendo perdido su amor; moría matando, destrozaba el ídolo, ya que no atendía sus súplicas.
Y dulcemente conmovida por la expresión trágica de Rafael, se dejaba llevar por éste, que le había cogido un brazo y le atraía lejos de la avenida, entre las copas bajas de los naranjos.
Permanecieron los dos en silencio mucho rato. Leonora parecía embriagada por el perfume viril de aquellas amenazas de pasión salvaje.
Rafael, al ver silenciosa y cabizbaja a la artista, creyó que la habían ofendido sus palabras, y se arrepintió de ellas.
Debía perdonarle; estaba loco. Se exasperaba ante la resistencia inexplicable. ¡Leonora! ¡Leonora! ¿A qué empeñarse en estorbar la obra del amor? Él no era indiferente para ella, no le inspiraba antipatía ni odio; de lo contrario, no serían amigos ni le permitiría las continuas visitas. ¿Amor?... Estaba seguro de que no lo sentía por él, pobre infeliz, incapaz de inspirar una pasión a una mujer como ella. Pero que no se resistiera; ya le amaría con el tiempo; él lograría conquistarla en fuerza de cariño y de adoración. ¡Ay! Con todo su amor había para los dos y para todos los amantes famosos en la Historia. Sería su esclavo; la alfombra en que pondría sus pies; el perro siempre tendido ante ella, con la mirada ardiente de la eterna fidelidad; acabaría por quererle, si no por amor, por gratitud y por lástima.
Y al hablar así acercaba su rostro al de Leonora, buscando su imagen en el fondo de los ojos verdes; oprimía su brazo con la fiebre de la pasión.
–Cuidado, Rafael... Me hace usted daño; suélteme usted.
Y como si despertara en pleno peligro después de un dulce sueño, se estremeció, desasiéndose con nerviosos impulso.
Luego comenzó a hablar con calma, repuesta ya de la embriaguez con que la habían turbado las apasionadas palabras de Rafael.
No; lo que él deseaba era imposible. La suerte estaba echada; no quería amor... La amistad los había llevado algo lejos. Ella tenía la culpa, pero sabría remediarlo. Era ya un barco viejo que no podía cargar con el peso de una nueva pasión. Si le hubiera años antes, tal vez. Reconocía que hubiese llegado a quererle; le creía más digno de amor que otros hombres a los que había amado. Pero llegaba tarde; ahora sólo deseaba vivir. ¡Qué horror! ¡Las emociones de la pasión en un ambiente mezquino, en aquel mundo pequeño de curiosidades y maledicencias! ¡Ocultarse como criminales para quererse! ¡Ella, que gustaba del amor al aire libre, con el sublime impudor de la estatua que escandaliza a los imbéciles con su desnuda hermosura! ¡Verse roída a todas horas por la murmuración de los tontos, después de haber dado su cuerpo y su alma a un hombre! ¡Sentir en torno el desprecio y la indignación de todo un pueblo, que le acusaría de haber corrompido una juventud, separándola de su camino, alejándola para siempre de los suyos! No, Rafael; mil veces no: ella tenía conciencia, ya no era la loca de otros tiempos.
–Pero ¿y yo? –suspiraba el joven agarrando de nuevo su brazo con ansiedad infantil–. Usted piensa en sí misma y en todos, olvidándose de mí. ¿Qué voy a hacer yo a solas con mi pasión?
–Usted olvidará –dijo gravemente Leonora–. Hoy he visto que es imposible mi estancia aquí. Los dos necesitamos alejarnos. Huiré antes que termine la primavera; iré no sé adónde; volveré al mundo, a cantar, donde no encuentre hombres, como usted, y el tiempo y la ausencia se encargarán de curarle.
Leonora se estremeció al ver la llamarada de salvaje pasión que pasó por los ojos de Rafael. Sintió junto a sus labios el ardoroso resuello de aquella boca que buscaba la suya, murmurando con apagado rugido:
–No; no te irás. Quiero que no te vayas.
Y se sintió enlazada, conmovida de cabeza a pies por unos brazos nerviosos a los que la pasión daba nueva fuerza. Sus pies se despegaron del suelo, se sintió elevada, un impulso brutal la hizo caer de costado al pie de un naranjo, al mismo tiempo que en sus ropas se agitaban unas manos convulsas estremecidas, que herían las carnes con caricia de fiera.
Fue una lucha brutal, innoble, que duró unos instantes. La valquiria reapareció en la mujer vencida. Su cuerpo robusto vibró con un supremo esfuerzo; incorporóse, sofocando con su peso a Rafael, y al fin Leonora se irguió, poniendo su pie brutalmente, sin misericordia, sobre el pecho del joven, apretando como si quisiera hacer crujir la osamenta de su pecho.
Su aspecto era terrible. Parecía loca, con su rubia cabellera deshecha y sucia de tierra. Sus verdes ojos brillaban con reflejos metálicos, como agudos puñales, y su boca, descolorida por la emoción, contraíase, lanzando, por la fuerza de la costumbre, por el instinto del esfuerzo, su grito de guerra, un ¡hojotoho! Desgarrador, salvaje, estremeciendo a las aves de corral, que corrieron asustadas por los senderos.
Blandía con furor la sombrilla, cual si fuese la lanza de las hijas de Wotan, y varias veces apuntó con ella a los ojos de Rafael como si quisiera sacárselos.
El joven parecía abatido por su esfuerzo, avergonzado de su brutalidad, inerte en el suelo, sin protesta, como si deseara no levantarse jamás, morir bajo aquel pie que le asfixiaba iracundo.
Leonora se serenó, y lentamente fue retrocediendo algunos pasos, mientras Rafael se incorporaba, recogiendo su sombrero.
Fue una escena penosa. Los dos sentían frío, no veían la luz, como si el sol se hubiera apagado y sobre el huerto soplase un viento glacial.
Rafael miraba avergonzado al suelo; tenía miedo de verla, miedo de contemplarse con las ropas en desorden, sucio de tierra, batido y golpeado como un ladrón al que sorprende un amo fuerte.
Oyó la voz de Leonora hablándole con la despreciativa familiaridad que se usa con los miserables.
–¡Vete!
Levantó los ojos y vio los de Leonora, irritados y altivos, fijos en él.
–A mí no se me toma –dijo con frialdad–; me entrego si es que quiero.
Y en el gesto de desprecio y rabia con que despedía a Rafael parecía marcarse el recuerdo odioso de Boldini, aquel viejo repugnante, el único en el mundo que la había tomado por la fuerza.
Rafael quiso excusarse, pedir perdón; pero aquel recuerdo de la adolescencia evocado por la escena brutal la hacía implacable.
–¡Vete, vete o te abofeteo!... ¡Jamás vuelvas aquí!
Y para dar más fuerza a estas palabras, cuando Rafael, humillado y sucio, salió del huerto, Leonora cerró tras él la verja de madera con tan brutal ímpetu, que casi hizo saltar los barrotes.