Entre naranjos/Segunda parte/II

II

Toda la noche la pasó Rafael despierto y revolviéndose en su cama.

Los partidarios le habían obsequiado con una serenata hasta más de medianoche. Los más notables se mostraban ofendidos por haber pasado toda la tarde en el Casino esperando en vano al diputado. Este apareció allí al anochecer, y después de estrechar de nuevo manos y contestar a saludos, como por la mañana, volvió a su casa, sin atreverse a levantar la cabeza ante su madre.

Tenía miedo a aquellos ojos iracundos, en los que podría leer seguramente el relato de cuanto había hecho por la tarde; pero al mismo tiempo abrigaba el propósito de desobedecer a su madre, oponiendo a su energía una resistencia glacial.

Apenas terminó la serenata se metió en su cuarto, huyendo de toda explicación con doña Bernarda.

Hundido en la cama y apagada la luz, sentía una intensa voluptuosidad recordando todo lo ocurrido aquella tarde. El cansancio del viaje, la mala noche pasada en el vagón, no le daban sueño, y con los ojos abiertos en la oscuridad iba reconstituyendo lo que la artista le había contado a última hora paseando por el jardín. Era casi toda la historia de su vida, confesada en desorden, como impulsada por el ansia de descargar en alguien sus secretos, con lagunas y saltos que Rafael llenaba haciendo esfuerzos de imaginación.

Los recuerdos de su viaje por Italia volvían a él vivos y latentes, como refrescados por las revelaciones de Leonora.

Veía en la densa oscuridad la Galería de Víctor Manuel, de Milán, con su inmenso arco triunfal, boca gigantesca que parece querer tragarse la catedral, el Duomo, que se alza a pocos pasos, coronado por un bosque de estatuas y caladas agujas.

La doble galería, cortándose en forma de cruz, con sus muros cubiertos de columnas, perforados por cuatro filas de ventanas, soportando la gran techumbre de cristales. Los pisos bajos, casi sin pared exterior, todos de cristal; escaparates de librerías y almacenes de música, vidrieras de cafés y cervecerías, tiendas de joyeros y sastres deslumbrantes de lujo.

A un extremo el Duomo, al otro el monumento a Leonardo de Vinci y el teatro famoso de la Scala , y en los cuatro brazos de la Galería un continuo movimientos de gentes, un incesante ir y venir de grupos que se confunden y separan, de manos que se estrechan, de gritos que expresan la sorpresa del reconocimiento: cuádruple avalancha que afluye al centro de la cruz, a la replaza donde el café Biffi, conocido en todos los teatros del mundo, extiende sus filas de veladores de mármol. Los pasos suenan en las galerías como en un claustro inmenso, los gritos se confunden, y la alta montera de cristales parece palpitar con el zumbido de las hormigas humanas que abajo se agitan día y noche.

Allí está el mercado de los artistas, la lonja de la música, el banderín reclutador de voces. De allí salen para la gloria o para el hospital todos los que un día se tocaron la garganta, reconociendo que tenían algo, y arrojando la aguja, la herramienta o la pluma, corrieron a Milán desde todos los extremos del mundo. Allí se reúnen para digerir los macarrones de la trattoria, esperando que el mundo les haga justicia sembrando de millones el camino de su vida, todos los reclutas infelices del arte, los que empiezan, y para entrar en la gloria buscan una contrata en cualquier teatrillo municipal del Milanesado y un suelto en el semanario de la localidad, enviándolo a su país para que amigos y parientes crean en sus grandes triunfos. Y mezclados con ellos, abrumándolos con la importancia de su pasado, los veteranos del arte, los que hicieron las delicias de una generación casi desaparecida: tenores con canas y dientes postizos; viejos fuertes y arrogantes que tosen y ahuecan la voz para hacer ver que aún conservan la sonoridad del barítono; gente que pone en movimiento sus ahorros con esa tacañería italiana comparable únicamente a la codicia de los judíos, y presta dinero o abre tienda después de haber arrastrado sedas y terciopelos sobre las tablas.

Las dos docenas de eminencias universales que cantan en los primeros teatros del mundo, al pasar por la Galería despiertan el mismo rumor de admiración que los reyes cuando se dejan ver de sus súbditos.. Los parias del arte, siempre en espera de contrata, saludan con veneración y hablan del castillo del lago de Como comprado por el gran tenor, de las deslumbrantes joyas de la eminente tiple, del modo gracioso con que se coloca el sombrero el aplaudido barítono, y en sus palabras de admiración hay un sabor de amargura contra el Destino, un estremecimiento de envidia, la convicción de ser tan dignos como ellos de tales esplendores, la protesta contra la mala suerte, a la que atribuyen su desgracia..

La Esperanza revolotea ante ellos, deslumbrándolos con el reflejo de sus escamas de oro, manteniéndolos en la miserable pasividad del hambriento que espera y confía sin saber ciertamente por dónde llegarán la gloria y la riqueza. Y por entre estos grupos de juventud que se consume en la impotencia, destinada tal vez a morir en pie en la Galería , pasa con menudo y ligero paso el otro rebaño de la Quimera : las muchachas que con el spartito bajo el brazo van a casa de los maestros; las inglesitas rubias y flacuchas que quieren ser tiples ligeras; rusas regordetas y peliblancas que saludan con ademán de soprano dramática; españolas de atrevido mirar y valiente garbo que se preparan a ser sobre las tablas la cigarrera de Bizet; pájaros frívolos y sonoros que tienen el nido a muchos centenares de leguas y levantaron el vuelo deslumbrados por los espejuelos de la gloria.

Al terminar la temporada de Carnaval, aparecen en la Galería los artistas que han pasado el invierno en los principales teatros del mundo. Llegan de Londres, de San Petersburgo, de Nueva York y de Melburne, en busca de nuevas contratas; han corrido el globo con la indiferencia del que tiene todo el mundo por casa; han pasado una semana en el tren o meses en el vapor para volver a su rincón de la Galería , sin que el viaje los haya reformado, reanudando sus enredos, maledicencias y envidias, como si hubiesen salido de allí el día anterior.

Se agrupan ante los grandes escaparates con aire desdeñoso, como príncipes que van de incógnito y no saben ocultar su elevado origen; hablan de las estruendosas ovaciones tributadas por públicos exóticos; exhiben con satisfacción infantil brillantes en los dedos y la corbata; insinúan con estudiada reserva los arrebatos de las grandes damas, que, locas de amor, querían seguirlos a Milán; exageran las cantidades ganadas en su viaje y fruncen el ceño con altivez cuando algún camarada desgraciado les pide un refresco en el inmediato café Biffi.

Y cuando llegan las nuevas contratas, los mercenarios ruiseñores levantan otra vez el vuelo, indiferentes, sin importarles adónde van; y de nuevo los trenes y los steamers los distribuyen por toda la Tierra , con sus ridiculeces y manías, para recogerlos meses después y devolverlos a la Galería , su legítima casa, escenario fijo en el cual han de arrastrar su vejez.

Mientras tanto, los parias, los que nunca llegan, los bohemios de Milán, al quedar solos, se consuelan hablando mal de los compañeros famosos, mienten contratas que nadie les ha ofrecido, fingen una altivez irreducible con empresarios y compositores para justificar su inacción; y con el fieltro garibaldino en el cogote, enfundados en el ruso que casi barre el suelo, rondan las mesas de Biffi desafiando la fría ventolera que sopla en el crucero de la galería, hablan y hablan para distraer el hambre que les muerde las entrañas, y despreciando el trabajo vulgar de los que se ganan el pan con las manos, siguen impávidos en su miseria, satisfechos de su calidad de artistas, haciendo cara a la desgracia con una candidez y una fuerza de voluntad que conmueven, iluminados por la esperanza, que los acompaña hasta el último instante para cerrarles los ojos.

Rafael recordaba este mundo extraño, visto ligeramente en los pocos días que permaneció en Milán. Su acompañante el canónigo, había encontrado allí un antiguo niño de coro de la catedral de valencia, sin otra ocupación ahora que estar día y noche plantado en la Galería. Con él había conocido Brull la vida de aquellos jornaleros del arte, siempre en pie en el mercado, esperando el amo que no llega.

Se imaginaba la adolescencia de Leonora en aquella gran ciudad, formando parte del innumerable rebaño de muchachas que trota graciosamente por las aceras con la partitura bajo el brazo o anima los estrechos callejones con sus trinos y gorgoritos al través de la ventanas.

La veía pasando por la Galería al lado del doctor Moreno: ella, rubia, flacucha, angulosa, con el desequilibrio de un exagerado crecimiento, mirando asombrada con sus ojazos verdes aquella ciudad fría y tumultuosa, tan distinta de los cálidos huertos de su niñez; el padre, barbudo, cejijunto, enérgico, irritado todavía por el fracaso de sus adoradas creencias: un espantable ogro para los que no conocieran su sencillez tan infantil. Los dos marchaban como desterrados que habían encontrado un refugio en el arte; se agitaban en el vacío de aquella vida entre maestros avaros que querían prolongar indefinidamente la enseñanza y artistas incapaces de hablar bien hasta de sí mismos.

Vivía en un cuarto piso de la via Pasarella, estrecha, sombría y de altas paredes, como las calles de la vieja Alcira: un callejón habitado por editores de música, agencias teatrales y artistas retirados. El portero era un antiguo cabo de coros; el principal estaba ocupado por una agencia donde de sol a sol no se hacía otra cosa que poner voces a prueba; los demás pisos los habitaban cantantes que al saltar de la cama comenzaban a hacer ejercicios de garganta, conmoviendo la casa, del tejado a la cueva, como si fuese una caja de música. El doctor y su hija ocupaban dos habitaciones en casa de una antigua bailarina que había conseguido grandes triunfos amorosos en las principales cortes de Europa, y era ahora un esqueleto apergaminado, andando casi a tientas por los pasillos, entablando con las criadas disputas de avara matizadas con juramentos de carretero, sin otros vestigios de su pasado que los trajes de crujiente seda y los brillantes, esmeraldas y perlas que iban reemplazándose en sus orejas acartonadas.

Quería a Leonora con el cariño del inválido por el recluta que entra en filas. Todos los días el doctor Moreno iba a un café de la Galería , donde encontraba una tertulia de viejos músicos que habían peleado a las órdenes de Garibaldi, y jóvenes que escribían libretos para la escena y artículos en los periódicos republicanos y socialistas. Aquél era su mundo, lo único que le hacía simpática su permanencia en Milán. Después de su aislamiento allá abajo, en su patria, le parecía un paraíso aquel rincón del café lleno de humo, donde en trabajoso italiano, matizado de españolas interjecciones, podía hablar de Beethoven y del héroe de Marsala, y permanecía horas enteras en deliciosos éxtasis, viendo a través de la densa atmósfera la camisa roja y las melenas rubias y canosas del gran Giuseppe, mientras sus compañeros le relataban las hazañas del más novelesco de los caudillos.

Cuando él estaba en el café, Leonora permanecía al cuidado de la patrona, y la niña tímida, encogida y como asombrada, pasaba las horas en el salón de la antigua bailarina, rodeada de las amigas de ésta, ruinas del pasado, adoraciones ardientes de grandes señores que hacía muchos años pudrían la tierra, brujas requemadas por el amor, que miraban a cada instante sus vistosas joyas, como temiendo ser robadas, y fumando cigarrillos contemplaban a la pequeña, discutiendo su hermosura, profetizándole que iría muy lejos si sabía vivir.

–Tuve excelentes maestras –decía Leonora al recordar aquel período de su juventud–. Eran buenas en el fondo, pero con ellas nada quedaba por aprender. No recuerdo cuándo abrí los ojos. Creo que no he sido nunca inocente.

Algunas noches le llevaba el doctor a su tertulia del café, o a la galería alta de la Scala si algún músico le regalaba billetes. Así fue conociendo a los amigos de su padre, aquella bohemia en la que la música iba unida siempre a un ideal de revolución europea; mezcla confusa de artistas y conspiradores, viejos profesores calvos, miopes, con la espalda encorvada por toda una vida de inclinación ante el atril; jóvenes morenos de ojos de brasa, con erizadas melenas y corbata roja, que hablaban de destruir la sociedad, haciéndola responsable de que su ópera no fuese admitida en la Scala o de que ningún gran maestro quisiera echar una mirada a sus dramas líricos. Uno de ellos llamó la atención de Leonora. Le contemplaba horas enteras hundida en el diván del café, casi oculta por los brazos siempre en movimiento de su padre. Era un joven extremadamente delgado y rubio. Su estrecha perilla y las finas melenas cubiertas por desmesurado fieltro recordaban a Leonora el Carlos I de Inglaterra pintado por Van.Dyck y visto por ella en las ilustraciones. En la reunión le llamaban el poeta, y según murmuraban, una gran artista retirada y vieja se encargaba de su manutención y entretenimiento hasta que sus versos le hiciesen célebre.

–Aquél fue mi primer amor –decía riendo Leonora al recordar el pasado.

Amor de niña, pasión de colegiala que nadie adivinó, pues aunque la hija del doctor pasaba las horas con sus ojos verdes y dorados puestos en el poeta, éste nunca se dio cuenta de la muda adoración, como si la protectora y vieja diva lo abrumase hasta el punto de hacerle insensible para las demás mujeres.

¡Cómo recordaba Leonora aquella época de estrechez y ensueños!... Poco a poco iban devorando la pequeña fortuna que al doctor le restaba allá abajo. Había que vivir y pagar a los maestros. Doña Pepa, apremiada por las cartas de su hermano, vendía campo tras campo; pero aun así, en muchas ocasiones se retrasaba el envío de dinero, y en vez de comer en la trattoria, cerca de la Scala , entre alumnas de baile y artistas de reciente contrata, se quedaban en casa, y Leonora, olvidando sus partituras, cocinaba valerosamente, aprendiendo las misteriosas recetas de la vieja bailarina. Pasaban semanas enteras condenados a los macarrones y al arroz cargado de manteca que repugnaba al buen doctor; muchas veces había de fingirse éste enfermo para evitarse la visita al café; pero estas rachas de estrechez y miseria las aguantaban padre e hija en silencio, sosteniendo ante los amigos su condición de gentes que tenían en su país de qué vivir.

Leonora se transformaba rápidamente. Había ya pasado el período de crecimiento, esa iniciación de la adolescencia, en la cual las facciones se remueven antes de adquirir su definitiva forma y los miembros se prolongan y adelgazan. Ya no era la muchacha zanquilarga, con movimientos de pilluela que parecían arrojar lejos las faldas. Sus ojos adquirían el brillo misterioso de la pubertad, los trajes parecían estrecharse con el impulso de las formas, cada vez más llenas y redondeadas, y las faldas bajaban hasta los pies, cubriendo algo distinto de aquellas tibias infantiles, secas y nerviosas, vistas tantas veces por la gente de la Galería.

El señor Boldini, su maestro de canto, estaba admirado de la hermosura de su discípula. Era un antiguo tenor que había tenido su hora de éxito allá por los tiempos del Statuto, cuando Víctor Manuel era todavía rey del Piamonte y los austríacos gobernaban a Milán. Convencido de que no podría alzar más el vuelo, se había tendido en el surco, dejando pasar a los que venían detrás, y se dedicó a explotar su experiencia escénica como maestro de numerosas muchachas, a las que manoseaba bondadoso y paternal. Su blanca barbilla de chivo viejo estremecíase de entusiasmo al acariciar aquellas gargantas vírgenes que, según él, le pertenecían. «¡Todo por el arte!» Y esta divisa de su vida le hacía simpático al doctor Moreno.

–Ese Boldini quiere a mi Leonora como a una hija –decía el médico cada vez que el maestro elogiaba la belleza y el talento de su discípula, profetizándole triunfos inmensos.

Y Leonora seguía sus lecciones, acariciada por las manos ardorosas y húmedas del viejo cantante, permaneciendo horas enteras a solas con él, gracias a la inmensa confianza del doctor, hasta que una tarde, en mitas de una romanza, el tembloroso sátiro que todo lo hacía por el arte cayó sobre ella. Fue una escena odiosa: el maestro haciendo valer su derecho feudal, cobrándose a viva fuerza las primicias de la iniciación en el mundo del teatro. Y entre lágrimas y desesperados gritos que nadie podía oír, la muchacha conoció las torturas del amor, sin placer alguno, con una profunda impresión de asco, pareciéndole el más horrible de los tormentos aquel acto misterioso vagamente adivinado en sus curiosidades de joven educada en un ambiente libre de escrúpulos.

Calló por miedo a su padre, temiendo su explosión de cólera al ver engañada la ciega confianza que tenía en el maestro. Se sumió en una pasividad de bestia resignada y siguió acudiendo todos los días a casa de Boldini, sufriendo aquellas lecciones que se interrumpían con acometidas de valetudinario ardoroso o pegajosos halagos de refinada corrupción.

La pobre Leonora entró en el vicio por la puerta grande. De un golpe se sumergió en todas las vilezas aprendidas por aquel vejestorio en su larga carrera por camerinos y bastidores. Boldini hubiera querido conservar eternamente a su discípula; nunca la encontraba suficientemente preparada para hacer su début. Pero de allá abajo apenas si venía el dinero. La pobre doña Pepa, vendido ya todo lo de su hermano y gran parte de lo suyo, sólo a costa d penosos ahorros podía enviarle cantidades insignificantes. El doctor, valiéndose de sus amistades con directores errantes y empresarios de aventura, lanzó a su hija, y Leonora comenzó a cantar en los teatrillos municipales de los pueblos del Milanesado, en las representaciones por dos o tres noches organizadas con motivo de las ferias. Eran compañías formadas en la galería, al azar, la víspera misma de la función; tropas como las antiguas de la legua, que partían casi a la ventura en un vagón de tercera, con la terrible perspectiva de volver a pie si no vigilaban al empresario, pronto siempre a escapar con los fondos.

Leonora comenzó a oír aplausos, a repetir romanzas ante un público endomingado de propietarios rurales y señoras cargadas de sortijas y cadenas falsas, y sonrió por primera vez como mujer al recibir ramos y sonetos de los tenientes de las pequeñas guarniciones. En todas sus correrías la seguía el tirano, el maestro, que, enloquecido por una pasión que tal vez era la última, abandonaba sus lecciones para salir a su encuentro. ¡Todo por el arte! Quería gozar de la contemplación de su obra, presenciar los triunfos de su discípula. Y apenas el padre, agradecido por tanto afecto, se separaba un poco, caía sobre ella, imponiéndole su esclavitud.

Por fin salió de aquella bohemia artística, cantando en Padua todo un invierno. Allí conoció al tenor Salvatti, un gran señor que trataba desdeñosamente a los compañeros y era tolerado por el público en consideración a su pasado.

Por su figura arrogante había triunfado muchos años sobre la escena. En torno de su cabeza, retocada por la tintura y el colorete, parecía flotar como un nimbo aquella leyenda de triunfos galantes que evocaba su nombre. Las grandes damas disputábanselo con sorda guerra; una reina, escandalizando a sus súbditos con su ciega pasión por él; dos divas eminentes vendiendo sus diamantes por conservarle fiel en fuerza de regalos. La envidia de los compañeros exageraba prodigiosamente esta leyenda, y Salvatti, cansado, pobre, conservando de su pasado una belleza fatigada y ademanes de gran señor, vivía de los públicos de provincia, que le aplaudían bondadosamente, con la misma satisfacción de amor propio que si socorrieran a un príncipe destronado.

Leonora, al cantar frente a aquel hombre famoso, al agarrar en pleno dúo aquellas manos que habían besado las reinas del arte, sentíase profundamente turbada. Era el mundo soñando en su cuartillo de Milán, las grandezas aristocráticas que llegaban hasta ella en el ambiente fuertemente perfumado que envolvía a Salvatti. Este no tardó en comprender la impresión que causaba en aquella joven que prometía ser una belleza, y con su frialdad de amante egoísta se propuso sacar partido de la pequeña. ¿Fue el amor lo que empujó a Leonora a los brazos de Salvatti? La artista, cuando examinaba su pasado, protestaba enérgicamente. No era amor; Salvatti era incapaz de inspirar una pasión verdadera. Su egoísmo, su corrupción moral, se revelaban en seguida. Era un entretenido, capaz únicamente de explotar a las mujeres. Pero fue una alucinación que la cegó, que la hizo sentir en los primeros días la dulce turbación, el voluptuoso abandono de un amor verdadero. Fue la esclava del arruinado tenor, voluntariamente, como del maestro lo había sido por el miedo. Y tanto llegó a dominarla el imperioso amante, tal embriaguez produjo en su naturaleza sensual aquel primer amor, que, obedeciendo a Salvatti, se fugó con él al terminar la temporada, abandonando a su padre.

Este era el hecho más terrible de su vida. Ella, tan valerosa con el pasado, que no se arrepentía de nada, parpadeaba conteniendo las lágrimas al recordar tal locura.

Era mentira lo que contaba la gente sobre el fin de su padre. El pobre doctor Moreno no se había suicidado. Tenía demasiada altivez para revelar, dándose la muerte, el inmenso dolor que le había causado aquella ingratitud.

–¡No me hable usted de ella!... –dijo con fiereza a su patrona de Milán cuando intentó hablarle de Leonora–. Yo no tengo hija; fue una equivocación.

Ocultándose de Salvatti, que al verse en decadencia era terriblemente avaro, Leonora envió a su padre algunos centenares de francos desde Londres y desde Nápoles. El doctor devolvió los cheques a su procedencia sin añadir una palabra, a pesar de hallarse en la miseria. Entonces, Leonora envió todos los meses algún dinero a la vieja bailarina, encargándole que no abandonase a su padre.

Bien necesitaba el pobre de cuidados. La patrona y sus viejas amigas lamentaban el estado del povero signor espagnuolo. Pasaba los días como un maniático, encerrado en su cuarto, el violonchelo entre las rodillas, leyendo a Beethoven, su único pariente –según él decía–, el que jamás le había engañado. Cuando la vieja Isabella, cansada de oírle, lo empujaba a la calle con pretexto de velar por su salud, vagaba como un espectro por la Galería , saludado de lejos por los antiguos amigos, que huían del contagio de su negra tristeza y temían las explosiones de furor con que acogía las noticias de su hija.

¡Qué modo de hacer carrera! Las viejas carroñas reunidas en el saloncito de la bailarina comentaban con admiración los adelantos de la pequeña, y hasta se indignaban un poco contra el padre por no aceptar las cosas tales como son. Aquel Salvatti era el apoyo que necesitaba; un piloto experto, conocedor del mundo, que la dirigía sin tropezar en escollos ni perder bordada.

Había organizado sabiamente una réclame universal en torno de su joven compañera. La belleza de Leonora y su entusiasmo artístico conquistaban los públicos. Tenía contratas en los primeros teatros de Europa, y aunque la crítica encontrara defectos, el respeto a la hermosura se encargaba de olvidarlos, exaltando a la joven artista. Salvatti, amparado de aquel prestigio que cuidaba religiosamente, se sostenía como artista. Despedíase de la vida a la sombra de aquella mujer, la última que había creído en él y que toleraba su explotación.

Aplaudida por los públicos famosos, cortejada en su camarín por grandes señores, Leonora comenzaba a encontrar intolerable la tiranía de Salvatti. Lo veía tal como era: avaro, petulante, habituado a que le prestasen adoración; arrebatándole –para ocultarlo Dios sabe dónde– cuanto dinero llegaba a sus manos. Deseosa de vengarse y seducida al mismo tiempo por el esplendor de aquel mundo elegante con el que se rozaba sin penetrar en él, tuvo aventuras y engañó muchas veces a Salvatti, experimentando en ello un diabólico placer. Pero, no; después de transcurridos los años, al examinar el pasado con la frialdad de la experiencia, comprendía los hechos. La engañada era ella. Recordaba la facilidad con que alejaba Salvatti en el momento oportuno, la rara casualidad con que se combinaban los sucesos para facilitar sus infidelidades; comprendía que aquel hombre era un rufián que, cautelosamente, preparaba sus aventuras con hombres poderosos presentados por él mismo, para sacar provechos que quedaban en el misterio. Después se mostraba cruel y susceptible durante muchos días; era su amor propio de antiguo buen mozo perseguido por las mujeres, que se sentía lastimado, la rabia de traicionarse a sí mismo para ahorrar una pequeña fortuna; y buscaba cualquier pretexto para armar camorra a su amante, promoviendo escenas borrascosas en las que la abofeteaba, jurando como en su juventud, cuando descargaba las barcazas del Tíber.

A los tres años de esta vida, estando Leonora en todo el esplendor de su belleza, fue en Niza la mujer de moda toda una primavera. Los periódicos de París, en sus crónicas del gran mundo, hablaron de la pasión de un anciano rey, un monarca democrático, que, abandonando su estado, partía en villeggiatura para la Costa Azul como un fabricante de Londres o un bolsista de París. Leonora sentíase intimidada por aquel señor alto, robusto, de barba patriarcal –el tipo de los reyes bondadosos de las leyendas–, que orgulloso de mostrar cierto verdor a sus años, no temía presentarse en público con la hermosa artista.

Aquello pasó, dejando como rastro en Leonora una marca de distinción, algo de ese vago ambiente que tienen los objetos hermosos cuando se sabe que han sido usados por personajes históricos. Todo el rebaño masculino que con la flor en el ojal y el monóculo hundido en la ceja bailaba y aventuraba luises en la ruleta, desde Niza a Montecarlo, la miraba con avidez y respeto, como un caballo de raza que acabase de ganar el Gran Premio de las carreras.

–¡Ah! ¡ La Brunna ! –decían con entusiasmo–. La querida del rey Ernesto... Una gran artista.

E intentaban abrirse paso hasta ella entre el tropel de adoradores que continuamente la asediaban bajo la mirada inteligente y voraz de Salvatti.

Por entonces murió su padre en un hospital de Milán. Un final tristísimo, según le explicaba en sus cartas la antigua bailarina. ¿De qué había muerto?... Isabella no sabía explicarlo. Cada médico había dicho una cosa; pero la bailarina resumía claramente su pensamiento: el povero signor espagnuolo había muerto porque estaba cansado de vivir. Un desplome general de aquel cuerpo fuerte y poderoso, en el que influían con ímpetu irresistible los afectos morales. Estaba casi ciego al entrar en el hospital; parecía idiota, sumido en inquebrantable silencio. Isabella no podía conservarle en su casa por su estado de inconsciencia. Pero lo raro fue que, al aproximarse la muerte, reapareció de un golpe en su memoria todo el pasado, y los enfermeros le oyeron gemir noches enteras, murmurando en español con una tenacidad de maniático:

–¡Leonora! ¡Pequeña mía!, ¿Dónde estás?...

Lloró la artista, oculta en su hotel más de una semana, con gran enfado de Salvatti, que no gustaba de la desesperación dolorosa porque agostaba la hermosura.

¡Sola!... Con su locura había causado la muerte de su padre; ya sólo le quedaba en el mundo aquella buena tía que vegetaba lejos, como una planta, sin más vida que la de la devoción. Miró a Salvatti con odio. Él la había inducido a abandonar a su padre, turbándola con una embriaguez voluptuosa. Sintió el deseo de vengarse, de recobrar su libertad, y abandonando a Salvatti, huyó con el conde Selivestrof, un ruso de varonil belleza, rico y capitán de la Guardia Imperial.

Su suerte estaba echada: pasaría de brazo en brazo. Su vida era el canto y dejarse adorar por los condes. Sería, en su lecho como en la escena, de todos y de ninguno.

Aquel Apolo rubio, de músculos duros y blancos como el mármol, de ojos grises, bondadosos y acariciadores, la amaba de veras.

Leonora, recorriendo el pasado, confesaba que Selivestrof había sido su mejor amante. Se enroscaba a sus pies, sumiso y adorador, como Hércules ante Ariadna, acariciándole las rodillas con su hermosa barba de oro. Se acercaba todos los días con timidez, como si la viese por primera vez y temiera ser rechazado. La besaba con adoración y encogimiento, como una joya frágil que pudiera romperse bajo sus caricias.

¡Pobre Selivestrof! Era el único amante cuyo recuerdo conmovía a Leonora. Había vivido un año en su castillo, en plena campiña rusa, con la fastuosidad del boyardo, paseando su amor, fresco, insaciable y sin cesar renovado, por entre los embrutecidos mujiks, que contemplaban a aquella mujer hermosa envuelta en pieles blancas y azules con la misma devoción que si fuera una virgen despegada del fondo dorado del icono.

Pero Leonora no podía vivir lejos de la escena; las grandes damas huían de ella en el campo, y Leonora quería que la aplaudiesen y festejasen, decidió a Selivestrof a trasladarse a San Petersburgo, y cantó en la Ópera todo un invierno, como una gran señora convertida en artista por entusiasmo.

Volvió a ser la mujer de moda. La juventud rusa, todos aquellos aristócratas que tenían grados en la Guardia imperial o altos puestos en la Administración , hablaban con entusiasmo de la hermosa española y envidiaban a Selivestrof. El conde recordaba con melancolía la soledad de su castillo, guardadora de tantos recuerdos amorosos. En el bullicio de la capital volvíase huraño, receloso y triste, por la necesidad de defender su amor. Adivinaba el asedio oculto de los innumerables adoradores de Leonora.

Una mañana saltó la artista de su lecho para ver al conde tendido en un diván, pálido, con la camisa ensangrentada, rodeado de varios señores vestidos de negro que acababan de bajarle de un carruaje. Un duelo al amanecer y una bala en el pecho. La noche anterior, a la salida del teatro, el conde había subido un momento a su círculo. Algunas palabras cogidas al vuelo sobre Leonora y él: rompimiento con un amigo; bofetadas y encuentro concertado a toda prisa, esperando la primera luz del día para cruzar las balas.

Selivestrof murió sonriendo entre los brazos de su amante, buscando por última vez con su boca sanguinolenta aquellas manos de nácar delicadas y fuertes. Leonora lloró como una viuda. Le fue odiosa la tierra donde había sido feliz con el primer hombre amado; y abandonando gran parte de las riquezas que le había cedido el conde, se lanzó en el mundo, corriendo los principales teatros, en su fiebre de aventuras y viajes.

Tenía entonces veintitrés años y se consideraba vieja. ¡Cómo había cambiado!...

¿Amores? Al recordar aquel período de su historia, Leonora sentía un estremecimiento de pudor, un remordimiento de vergüenza. Era una loca que paseaba la Tierra como una bandera de escándalo, prodigando su hermosura, ebria de poder, haciendo el regio regalo de su cuerpo a cuantos le interesaban un instante.

Daba el cuerpo como sobre las tablas daba la voz, con el desprecio de quien está seguro de su fuerza indestructible. Era en su lecho como en la escena: de todos y de ninguno; y al quedarse a solas con sus pensamientos, comprendía que algo se ocultaba en ella todavía virgen, algo que se replegaba con vergüenza al sentir los estremecimientos y apetitos monstruosos de la envoltura, y tal vez está destinado a morir sin nacer, como esas flores que se secan dentro del capullo.. No podía recordar los nombres de los que la habían amado en aquella época de locura. ¡Eran tantos los arrastrados por su ruidoso revuelo al través del mundo! Volvió a Rusia y fue expulsada por el zar, en vista de sus escándalos públicos con un gran duque, que, loco de rabia amorosa, quería casarse con ella, comprometiendo el prestigio de la familia imperial. En Roma se desnudó ante un joven escultor de escaso renombre, al que había hecho el regalo de una noche, apiadada de su muda admiración. Le dió su cuerpo para modelo de una Venus, y ella misma lo hizo público, buscando que el escándalo mundano diese celebridad a lo obra a su autor. Encontró a Salvatti en Génova, retirado de la escena, dedicado a comerciar con sus ahorros. Le recibió con amable sonrisa, almorzó con él tratándolo como a un camarada, y a los postres, cuando le vio ebrio enarboló un látigo y vengo su antigua servidumbre, los golpes recibidos en la época de timidez y encogimiento, con una ferocidad encarnizada que manchó de sangre su habitación y atrajo la Policía al hotel. Un escándalo más y su nombre en los tribunales, mientras ella, fugitiva y orgullosa de su hazaña, cantaba en los Estados Unidos, aclamada locamente por el público americano, que admiraba a la amazona más aún que a la artista.

Allí conoció a Hans Keller, el famoso director de orquesta, el discípulo de Wagner. El maestro alemán fue su segundo amor. Con el cabello duro y rojizo, sus gruesas gafas y el enorme mostacho cayendo a ambos lados de la boca y encuadrando la mandíbula, no era ciertamente hermoso como Selivestrof, pero tenía la magia irresistible del Arte. Después de oprimir entre sus brazos los músculos del Apolo ruso, blancos y fuertes, necesitaba quemarse en la llama inmortal que tiembla sobre la frente del arte, y adoró al músico famoso. Ella, tan solicitada, descendió por primera vez de su altura para buscar al hombre, y con sus insinuaciones amorosas turbó la plácida calma de aquel artista embebido en el culto del sublime maestro.

Hans Keller, al ver la sonrisa que caía como un rayo sobre sus partituras, las cerró, dejándose arrastrar por el amor.

La vida de Leonora con el maestro fue un rompimiento absoluto con el pasado. Quería amar y ser amada, que su vida se deslizase en el misterio, y se avergonzaba de sus aventuras. Turbaba con su pasión al músico y se sentía a su vez conmovida y transfigurada por el ambiente de fervor artístico que rodeaba al ilustre discípulo de Wagner.

Las revelaciones de él, del maestro, como decía con unción Hans Keller fulguraban ante los ojos de la cantante como el relámpago que transformó a Pablo en el camino de Damasco. Ahora veía claro. La música no era un medio para deleitar a las muchedumbres, luciendo la hermosura y llevando por todo el mundo una vida de cocota célebre; era una religión, la misteriosa fuerza que relaciona el infinito interior con la inmensidad que nos rodea. Sentía la misma unción de la pecadora que despierta arrepentida, y en su fervor religioso no duda en hundirse en el claustro. Era Magdalena tocada en medio de una vida de frivolidades galantes y de locos escándalos por la sublimidad mística del Arte, y se arrojaba a los pies de él, del maestro soberano, como el más victorioso de los hombres, señor del sublime misterio que turba las almas.

La imagen del gran maestro parecía presenciar todos los arrebatos de aquel amor, mezcla de pasión carnal y de misticismo artístico: sus ojos azules, sumidos en la inmensidad, atravesaban los muros de la casita de los alrededores de Munich, donde se arrullaban, pensando en él, el discípulo y la entusiasta devota.

–Háblame de él –decía Leonora frotando su cabeza con el duro pecho del músico alemán con el dulce abandono de la pasión saciada–. ¡Cuánto daría por haberle conocido como tú!... Todavía lo vi en Venecia; eran sus últimos días... Estaba moribundo.

Y evocaba aquel encuentro, uno de sus recuerdos más firmes y bien delineados. La caída de la tarde animando con reflejos de ópalo las aguas oscuras del Gran Canal; una góndola pasando junto a la suya en dirección contraria y en ella, unos ojos azules, imperiosos, brillantes, unos ojos de esos que no pueden confundirse, que son ventanas tras cuyos vidrios, fulgura el fuego divino del escogido, del semidiós, y que parecieron envolverla en un relámpago de su luz cerúlea. Era él; se sentía enfermo, iba a morir. Su corazón estaba herido, traspasado tal vez por misteriosas melodías, como esos corazones de virgen que sangran en los altares erizados de espadas.

Leonora lo vio más pequeño de lo que realmente era: encogido y quebrantado por el dolor, inclinando su enorme cabeza de genio sobre el pecho de su esposa Cósima. Lo veía aún como si lo tuviera delante. Se había quitado el negro fieltro para sentir mejor el fresco de la tarde, que agitaba sus lacios cabellos grises. De una mirada abarcó Leonora su frente espaciosa y abombada, que parecía pesar sobre todo su cuerpo como un cofre de marfil cargado de misteriosas riquezas; los ojos glaucos e imperiosos brillando con la frialdad azul del acero bajo el pabellón de las pobladas cejas, y la nariz arrogante, fuerte, como el pico de un ave de combate, buscando por encima de la hundida boca la mandíbula sensual y robusta, encuadrada por una barba gris que corría por el cuello arrugado y de tirantes tendones. Fue una rápida aparición; pero lo vio, y su figura dolorida y pequeña, encorvada por la vejez y la enfermedad, quedó en su memoria como esos paisajes entrevistos a la luz de un relámpago.

Lo vio cuando llegaba a Venecia para morir en el silencio de los canales, en aquella calma únicamente turbada por el golpe de remo, donde muchos años antes había creído perecer mientras escribía su Tristán, el himno a la muerte, pura y libertadora. Lo vio casi tendido en la negra barca, y el choque del agua contra el mármol de los palacios resonó en su imaginación como las trompetas plañideras y espeluznantes del entierro de Sigfrido, y le pareció contemplar al héroe de la Poesía marchando al Walhalla de la inmortalidad y la gloria sobre un escudo de ébano, inerte como el joven héroe de la leyenda germánica, seguido por el lamento de la Humanidad , pobre prisionera de la vida, que busca ansiosa un agujero, un resquicio por donde penetre el rayo de belleza que alegre y conforta.

Y la cantante, enternecida por el recuerdo, contemplaba con ojos lacrimosos la ancha boina de terciopelo negro, un mechón de cabellos grises, dos plumas de acero gastadas y corroídas, todos los recuerdos del maestro guardados piadosamente en una vitrina por Hans Keller.

–Tú que le conociste, dime cómo vivía. Cuéntamelo todo: háblame del poeta..., del héroe.

Y el músico, no menos conmovido, evocaba sus recuerdos sobre Wagner, lo describía tal como lo había visto en su época de salud, pequeño, estrechamente envuelto en su paletó; de fuerte y pesada osamenta a pesar de su delgadez, inquieto como una mujer nerviosa, vibrante como un paquete de resortes y con una sonrisa amarga contrayendo sus labios sutiles y sin color. Después venían sus genialidades, sus caprichos, que habían constituido una leyenda. Su traje de trabajo, de satén de oro con botones que eran flores de perlas; su apasionado amor por los suntuosos colores, las telas que se extendían como ola de luz en su gabinete de trabajo, los terciopelos y las sedas con reflejos de incendio desparramados sobre los muebles y las mesas, sin ninguna utilidad, sin otro fin que su belleza, para animarle los ojos con el acicate de los colores. Y las ropas del maestro, todas las brillantes estrofas del esplendor oriental, impregnadas de esencia de rosa; frascos enteros derramados al azar, saturando el ambiente de un perfume de jardín fabuloso capaz de marear al más fuerte, y que excitaba al monstruo en su lucha con el desconocido.

Y Hans Keller describía después al hombre, siempre inquieto, estremecido por misteriosas ráfagas, incapaz de sentarse como no fuese ante el piano y la mesa de comer, recibiendo en pie a los visitantes, yendo y viniendo por su salón, con las manos agitadas por nerviosa incertidumbre; cambiando de sitio los sillones, desordenando las sillas, buscando una tabaquera o unos lentes que no encontraba nunca, removiendo sus bolsillos y martirizando su boina de terciopelo tan pronto caída sobre un ojo como empujada hacia el extremo opuesto, y que acababa por arrojar a lo alto con gritos de alegría o la estrujaba entre sus dedos crispados por el ardor de una discusión.

El músico cerraba los ojos, creyendo escuchar aún en el silencio la voz cascada e imperiosa del maestro. ¡Oh! ¿Dónde estaba? ¿Desde qué estrella seguía atentamente esa inmensa melodía de los astros, cuyos ecos sólo podía percibir su oído? Y Hans Keller, para ahogar su emoción, se sentaba al piano, mientras Leonora, sugestionada, se aproximaba a él, rígida como una estatua, y con las manos perdidas en la áspera cabellera del músico, cantaba un fragmento de la inmortal Tetralogía.

La adoración al gran muerto la convertía en una mujer nueva. Adoraba a Keller como un reflejo perdido de aquel astro apagado para siempre; sentía la necesidad de humillarse, la dulzura del sacrificio, como el devoto que se prosterna ante el sacerdote, no viendo en él al hombre, sino al elegido de la Divinidad. Quería arrodillarse ante sus plantas para que la pisara, para que hiciese alfombra de sus encantos; quería servir como una esclava a aquel amante, que era el depositario del pensamiento de él y parecía agigantado por tal tesoro.

Cuidábalo con exquisitas dulzuras de sierva enamorada; lo seguí en sus excursiones a Leipzig, a Ginebra, a París, en primavera, época de los grandes conciertos; y ella, la famosa artista, permanecía entre bastidores, sin sentir la nostalgia de los aplausos, aguardando el momento en que Hans sudoroso y fatigado, abandonaba la batuta entre las aclamaciones de la muchedumbre wagneriana, para enjugarle la frente con una caricia casi filial.

Y así corría media Europa, propagando la luz del maestro: ella, oscurecida voluntariamente, como una de aquellas patricias que, vestidas de esclavas, seguían a los apóstoles, ansiosas por los progresos de la buena nueva.

El maestro alemán se dejaba adorar; recibía todas las caricias del entusiasmo y del amor con la distracción de un artista que, preocupado con los sonidos, acaba por odiar las palabras. Enseñaba su idioma a Leonora para que algún día pudiese cantar, en Bayreuth, realizando su más ferviente deseo, y le infundía el pensamiento que había guiado al maestro al trazar sus principales protagonistas.

Por esto, cuando Leonora se presentó sobre las tablas un invierno con el casco alado de valquiria tremolando la lanza de virgen belicosa, prodújose aquella explosión de entusiasmo que había de seguirla en toda su carrera. El mismo Hans se estremeció en su sillón de director, admirando la facilidad con que su amante había sabido asimilarse el espíritu del maestro.

–¡Si él te oyese! –decía con convicción–. Tengo la certeza de que se mostraría satisfecho.

Y así corrieron el mundo los dos. En primavera, contemplándole ella desde lejos, con la batuta en la mano, haciendo surgir alada y victoriosa la gloria del maestro de las masas de instrumentación que se ocultaban en la bávara colina de Bayreuth en el foso llamado abismo místico. En invierno era él quien se entusiasmaba escuchando unas veces su ¡hojotoho! fiero de valquiria que teme al austero padre Wotan; viéndola otras despertar entre las llamas, ante el animoso Sigfrido, héroe que no teme nada en el mundo y se estremece ante la primera mirada de amor.

Pero las pasiones de artista son iguales a las flores, por su intenso perfume y su corta duración. El rudo maestro alemán era un ser infantil, voluble y tornadizo, pronto a palmotear ante un nuevo juguete. Leonora, consultando su pasado, se reconocía capaz de haber llegado hasta la vejez sumisa a él, obediente a todos sus caprichos y nerviosidades.. Pero un día Keller la abandonó, como ella había abandonado a otros; se fue arrastrado por el marchito encanto de una contralto tísica y lánguida, que tenía el enfermizo perfume, la malsana delicadeza de una flor de estufa. Leonora, loca de amor y de despecho, le persiguió, fue a llamar a su puerta como una criada, sintió una amarga voluptuosidad viéndose por primera vez despreciada y desconocida, hasta que una reacción de carácter hizo renacer en ella su antigua altivez.

Se acabó el amor. ¡Adiós a los artistas! Gente muy interesante, pero nada quería ya con ellos. Eran preferibles los hombres vulgares que había conocido en otros tiempos, y cuanto más imbéciles, mejor. No volvería a enamorarse.

Y cansada, perdidas las ilusiones, volvió a lanzarse en el mundo. Le molestaba aquella leyenda galante de sus tiempos de locura; la furia con que corrían hacia ella los hombres, ofreciéndole riquezas a cambio de una pasividad amorosa. La locura volvió a cogerla entre sus engranajes. Los hombres hablaban de matarse si ella resistía, como si su deber fuese entregarse al primero que apeteciese su cuerpo y su negativa resultase una traición. El melancólico Maquia se suicidó en Nápoles al verla insensible a sus tristes sonetos; en Viena se batieron por ella, y murió uno de sus admiradores; un inglés excéntrico la seguía a todas partes, proyectando sobre su cabeza una sombra de árbol fatal y jurando matar a todo el que ella prefiriese... ¡Ya había bastante! Estaba cansada de aquella vida, sentía náuseas ante la voracidad varonil, que le salía al paso en todas partes. Se veía quebrantada por la tempestad de pasión que desencadenaba su nombre.

Quería sumergirse, desaparecer, descansar entregada a un sueño sin límites, y pensó, como en un blando y misterioso lecho, en aquella tierra lejana de su infancia, donde estaba su único pariente, la tía devota y simple, que le escribía dos veces por año recomendándole que pusiera su alma en regla con Dios, para lo cual la ayudaba ella con sus devociones. Creía también, sin saber por qué, que aquel regreso a la tierra natal amortiguaría el recuerdo doloroso de la ingratitud que había costado la vida a su padre. Cuidaría a la pobre vieja, alegraría con su presencia aquella vida monótona y gris que se había deslizado sin la más leve ondulación. Y bruscamente, una noche, después de ser Isolda por última vez ante el público de Florencia, dio la orden de partida a Beppa, la fiel y silenciosa compañera de su vida errante.

A la tierra natal, y ¡ojalá encontrara allí algo que la retuviera, no dejándola volver a un mundo tan agitado!

Era la princesa de los cuentos que desea convertirse en pastora; y allí permanecía adormecida, a la sombra de sus naranjos, sacudida algunas veces por el recuerdo, queriendo gozar eternamente aquella calma, repeliendo fieramente a Rafael, que intentaba despertarla como Sigfrido despierta a Brunilda atravesando el fuego.

No; amigos nada más. No quería amor; ya sabía ella lo que era aquello. Además, ya llegaba tarde.

Y Rafael revolvíase insomne en su cama, repasando en la oscuridad aquella historia cortada a trozos con lagunas que rellenaba su adivinación. Sentíase empequeñecido, anonadado por los hombres que le habían precedido en la adoración a aquella mujer.

Un rey, grandes artistas, paladines hermosos y aristocráticos como el conde ruso, potentados que disponían de grandes riquezas. ¡Y él, pobre provinciano, diputado oscuro, sometido como un chicuelo al despotismo de su madre y sin dinero casi para sus gastos, pretendía sucederlos!

Reía con amarga ironía de su propia audacia; comprendía el acento burlón de Leonora, la energía con que había repelido todos sus atrevimientos de zafio que intenta poseer una gran dama por la fuerza. Pero, a pesar del desprecio que a sí mismo se inspiraba, faltábanle fuerzas para retirarse.

Estaba cogido en la estela de seducción, en aquel torbellino de amor que seguía a la artista por todas partes, aprisionando a los hombres, arrojándolos al suelo, quebrantados y sin voluntad, como siervos de la belleza.