Ensayos de crítica histórica y literaria/Del antaño quimérico

Nota: Se respeta la ortografía original de la época


”Del antaño quimérico„
por Luis Valera. Marqués de Villasinda.


E

l hijo del insigne D. Juan Valera, que ya dió á conocer su talento literario en Sombras chinescas y en Visto y soñado, acaba de consolidar su merecido renombre de acen drado estilista con la publicación del libro de cuentos que lleva por título el epígrafe del presente artículo.

En Sombras chinescas consignó el Marques de Villasinda las heterogéneas impresiones que recibiera durante un viaje al Celeste Imperio realizado en circunstancias verdaderamente extraordinarias, cuando el vandalismo de los boxers y el sitio de las Legaciones europeas en Pekín hicieron necesaria la intervención armada de las grandes Potencias. Si el viaje á China es siempre motivo de curiosidad para un occidental, nunca pudo serlo tanto como en aquella sazón. Comprendiólo así Villasinda y, con tersura y fluidez de estilo muy notables, acometió la empresa de relatar las peripecias de su temerario viaje por el Peï-ho y de pintar después las escenas de devastación de que fueron teatro los campos asiáticos y los portentosos tesoros escondidos tras los muros de la Ciudad Violada. Ya entonces prestó la crítica á libro tan interesante la atención que merece y elogió con espontaneidad los relatos y descripciones en él con- tenidos.

Idéntica fortuna logró Visto y soñado, obra no menos curiosa y que, como ya su nombre lo indica, se divide en dos partes. Constituyen la primera ciertos episodios del ya indicado viaje al Oriente maravilloso y componen la segunda parte conatos de iniciación en los misterios de la Teosofía y de las magias ocultas de las tropicales regiones de la fábula.

La manera del autor, insinuada en estos dos libros, se acentúa y definitivamente cristaliza en Del antaño quimérico. Aquí parece que el Marqués trata de aplicar un enérgico remedio, capaz de ejercer en el ánimo de los lectores saludable reacción, contra el naturalismo, hoy ya no tan boyante como en los días del auge de la antiestética escuela de Zola.

Claro es que no cabe establecer comparación absoluta entre la novela y el cuento; pero conviene recordar que el naturalismo de aquélla ha invadido el campo de éste, y es lícito por lo tanto, sospechar que el autor que inicia una reacción en uno cualquiera de ambos géneros, aspira á que la beneficiosa influencia de esa reacción se propague por los dominios del otro.

El Marqués de Villasinda huye de abismarse en la disección del cuerpo humano y de presentar los movimientos generosos del alma entorpecidos ó extraviados por la tiranía demoledora de la materia; el Marqués de Villasinda acude al recurso fértil de lo maravilloso y al manantial inagotable de los encantamientos para llevar al espíritu cierto solaz y descanso; el Marqués de Villasinda emplea un tono, en el fondo deliciosamente ingenuo, para hacernos gustar las delicias de caprichosas mitologías; y más inclinado á dejarse seducir por la sencillez de Andersen que por el pedantesco aparato seudocientífico de los cuentistas modernos, sabe poner al lector en contacto suave con el universo visible, hacerle sentir plácidamente las energías que á la voluntad infunde el anhelo de las delicias por el amor prometidas, ó divertir la fantasía con inocentes y amenas exploraciones.

La tendencia del libro que me propongo analizar someramente no puede ser más laudable. El estudio profundo de la lengua castellana que sus páginas revelan es digno de incondicional aplauso. La cadencia de los períodos exentos de toda afectada rimbombancia, acaricia discretamente el oído; la ironía, siempre familiar ó benévola, que de la narración de quiméricas proezas y de estupendos percances se desprende, acusa un buen humor castizo que contrasta vivamente con el pesimismo exótico á la moda, del que apenas si logran libertarse los más aventajados escritores españoles de nuestro tiempo.

En las páginas de este nuevo libro se refleja la fe ciega del autor en los arbitrios gramaticales que ofrece la opulenta lengua castellana y en ellas palpita la confianza y la seguridad más completas en el medio de expresión. A diferencia de los paladines de la literatura novísima, harto propensos á envilecer nuestro idioma por la falsa creencia en su rigidez ó en su sonoridad excesiva, el Marqués de Villasinda parece que á sí mismo aplica, al compararse con los extranjerizados modernistas, aquellas palabras que el inmortal Duque de Rivas pone en boca del Conde de Benavente cuando el austero procer castellano se compara con el Condestable de Borbón. Nuestro autor, en suma, se siente orgulloso de haber nacido español y de poder escribir en la lengua de Cervantes, y merced á ese orgullo fortificante rebosan alegría sus producciones literarias.

La palabra alegría es muy elástica y, como por su elasticidad pudiera prestarse á interpretaciones equívocas, importa á mi ver que yo precise ante todo el sentido en que aquí la aplico. Si se tiene en cuenta que los relatos insertos en Del antaño quimérico, por su lejanía de la realidad no aspiran á otra cosa que á divertir y carecen de eficacia para alegrar ó entristecer hondamente el espíritu del lector, fácil es ver que sólo he podido referirme aquí á la alegría de la producción, es decir, al estado de alma del autor al escribir los cuentos, al placer de hombre competente que experimenta cuando se ejercita en el manejo del idioma patrio.

Paréceme á mí que ese estado de alma queda bien patente en Del antaño quimérico. Con claridad se advierte en tan culto libro cuánto se deleita el autor en ensartar piedras preciosas en el hilo de plata del relato, la grata sorpresa que le causa entresacar del rico venero del Diccionario la palabra más adecuada al caso, aunque esta palabra se halle fuera del uso corriente, pese á su valor eufónico ú onomatopéyico; el placer, en fin, que al propio autor embarga al redondear la melodía de la elocución, no por virtud del tosco artificio de que para rematarla se valen los hueros declamadores de la plaza pública, sino con la exquisita delicadeza y con el tacto inimitable de quien conoce los secretos del arte de la palabra y sabe tasarlos en su valor verdadero.

El hermoso idioma nacional surge de los puntos de la pluma del Marqués de Villasinda con la transparencia del agua que brota entre las peñas y va desarrollándose riente en curvas fáciles, como los arroyos que bajan al valle para fecundarle y engrosar después la vena caudalosa de algún río.

Los que, prescindiendo de toda crítica, se enamoran de lo nuevo aunque no tenga otro mérito que el de causar la sorpresa de lo insólito, calificarán tal vez el libro en que me ocupo de anticuado ó por lo menos de clásico en demasía, y hasta llegarán á considerar su estilo nítido como arrendajo del empleado por nuestros prosistas de la edad de oro. Los que así piensan toman por imitación la mera coincidencia en las notas típicas y esenciales del habla castellana y creen que para poseer un estilo personal es necesario atropellar los fueros de la sintaxis y condenar el uso de los vocablos castizos para sustituirlos por otros importados de Francia y empleados por los escritores franceses para narrar sucesos ó describir costumbres que entre nosotros no despiertan interés legítimo sino curiosidad pedante ó enfermiza. Pero á los que como yo opinan, y son muchos, que la originalidad es cosa muy diversa de la extravagancia y qué quizás se obtiene tan preciada calidad más difícilmente siguiendo inspiraciones extranjeras que estudiando las obras maestras españolas, si por ventura hallaren poco original á Villasinda, lejos de fundamentar su acusación en el perfecto casticismo del autor ó en el entusiasmo que siente por las gloriosas tradiciones de la lengua de Castilla, fijarán la atención en el temperamento excesivamente equilibrado del Marqués y en el mayor deleite que él encuentra en buir la forma que no en escudriñar las singularidades que el natural le ofrece para asunto de sus atildadas narraciones. El Marqués de Villasinda tiende, en mi concepto, á supeditar el fondo á la forma. Poseído de noble y plausible indignación ante los extravíos gramaticales en que incurre la gente de pluma, movida de perezosa impaciencia, el Marqués cae en el extremo contrario y lleno del legítimo anhelo de volver por los fueros de la forma, sólo á la forma concede verdadera importancia y busca en los motivos que escoge para ejercitar la péñola, propicia ocasión de lucir los profundos conocimientos que atesora del léxico castellano.

Prueba elocuente de la preferencia que por la forma manifiesta Villasinda es que ni siquiera se preocupa de que el fondo de su libro tenga un color castizo y se contenta con narrarnos cuentos de encanto y quiméricas hazañas que cuanto más se aproximan á los imaginados por cerebros septentrionales, más se alejan del sobrio y regocijado realismo, nota característica y perpetuo timbre de gloria de las clásicas letras españolas. Si en algo se parecen los cuentos algo exóticos de Villasinda á las páginas de la inmortal literatura del tiempo de los Felipes, es en el tono de buen humor que en el relato se advierte. Justo es, por lo tanto, reconocer que nuestro autor es castizo no sólo en cuanto á la sintaxis y á la apropiada aplicación de los vocablos castellanos algo arrinconados por la costumbre, sino también en cuanto al diapasón plácido é ingenuo por él adoptado y que se aviene perfectamente con la alegría franca y con la tristeza alegremente resignada que reflejan los escritos de nuestros insignes prosistas de los siglos XVI y XVII.

Es cierto que el cuento intitulado «Historia del Rey Ardido y de la Princesa Flor de Ensueño» puede considerarse como un pasaje de algún libro de Caballerías; pero ni aun así es lícito calificar su argumento de castizo, pues, aunque Amadís de Gaula, el más famoso y acabado modelo del género, es peninsular sin duda alguna y pese al supuesto original del portugués Vasco de Lobeira, después de todo español por la perfección y el tino admirables con que supo Garci-Ordóñez de Montalvo aclimatarlo á nuestra lengua, la índole internacional de esta clase de literatura veda al crítico considerar una obra de cualquiera de los ciclos que la componen como propiamente castiza.

Impórtame ante todo hacer constar que estas reflexiones mías no implican la menor censura que redunde en menoscabo del cultísimo libro que vengo recorriendo muy por cima. Para que mi crítica pudiera tomarse en tal sentido sería indispensable que yo de antemano conociera concretamente cuál fué el propósito del autor al escribirlo, y declaro que nada me autoriza para suponer que él se propusiera ofrecernos como nacionales tradiciones ó leyendas, las fantásticas historias ó los amenísimos apólogos contenidos en Del antaño quimérico.

Lo que yo he querido expresar únicamente al aventurar las observaciones que preceden, es mi escasa simpatía hacia los cuentos maravillosos y el placer que me hubiera causado el poder elogiar al Marqués de Villasinda, no sólo por el esmero con que tonifica el lenguaje castellano por virtud del estudio paciente de sus innúmeros tesoros, sino también por el exquisito acierto de que habría dado gallarda muestra al resucitar de entre consejas y rapsodias de la Edad Media española, personajes dignos de vestir la típica y opulenta indumentaria que nuestro autor sabe tejer tan diestramente.

Cualidades sobradas reúne el Marqués de Villasinda para emprender obra tan simpática y difícil y, aun sin remontarse á épocas remotas, en el mismo campo de observación que ofrecen las costumbres contemporáneas puede él espigar asuntos adecuados á una novela genuinamente española. Con el original título de «La raíz de la mandragora» sé yo de buena tinta que tiene el Marqués pensada y acaso ya empezada una novela que por el plan general que de ella conozco, es susceptible de despertar en más alto grado el interés de los lectores, que las narraciones quiméricas de este su último libro.

El cuento que Villasinda intitula «La ahijada de los silfos» y que ocupa cerca de la segunda mitad del volumen, hermana con suma habilidad la nitidez propia de la literatura clásica con el candor infantil característico de las leyendas medioevales. La intervención providencial del austero penitente en la hasta entonces apacible vida selvática de la heroína, suscita el recuerdo de alguna cantiga del Rey Sabio ó de algún episodio de los contenidos en la «Leyenda áurea», de Jacobo á Vorágine. Hubiera ganado mucho en mi opinión este primoroso cuento si el autor hubiese querido ser menos difuso. Tal vez si la sencilla acción se desarrollara en más reducido número de páginas, fueran mayores el interés y la emoción del lector. Es de justicia, no obstante, reconocer que en las descripciones del bosque derrocha el Marqués tal opulencia en la dicción y elegancia tal en la sintaxis, que merece la admiración y el respeto del zoilo más adusto.

La impresión general que he sacado yo de la lectura de esta preciosa colección de cuentos no puede ser más lisonjera para las facultades técnicas del autor y, por lo que atañe á las facultades puramente artísticas, creo advertir que Villasinda sabe mejor arrullar el oído con magistrales cadencias, que regalar la vista ó conmover el corazón con cosas vividas ó inspiradas en el natural directamente; se me antoja que nuestro autor ha preferido para componer su libro, encerrarse en el recinto tibio y culto de su biblioteca, á respirar el puro ambiente de las montañas, valles y llanuras; paréceme, en fin, que en esta obra el Marqués ha querido ser más musical que gráfico, más amante de la disciplina académica que apasionado de la fecunda independencia del artista. Esta impresión que yo experimento ante los cuentos de Villasinda me induce á sospechar que el autor ha padecido en cierto modo la sugestión del escultor ilustre, su pariente, que ha sembrado de bonitas ilustraciones las páginas de Del antaño quimérico. El escultor, más partidario de las líneas que concretan, que de los matices que animan, suele dar al trazado impecable de los contornos la esencial importancia que el pintor reconoce á la expresión del claro obscuro y á las gradaciones del colorido. Así la prosa del Marqués, irreprochable en lo que se relaciona con la claridad de la dicción y con el lógico encadenamiento de las ideas, no presenta las undulaciones hijas del sentimiento, ni la alada ligereza, producto de múltiples y sucesivas sensaciones, que, colorido de la palabra, dan vida al cuadro y le convierten en algo más sugestivo y complicado que el grupo escultórico con mayor inspiración concebido.

El predominio de la línea sobre el matiz que cabe á mi juicio observar en Del antaño quimérico no supone, por mi parte, condenación alguna de la personal manera del autor. Mi propósito ha sido ahora, como siempre que oso acometer empresa tan superior á mis fuerzas cual es el oficiar de crítico, ir discurriendo desapasionadamente sobre los párrafos del libro que tengo ante los ojos y apuntando, sin la más remota intención de sentar jurisprudencia con mis leales observaciones, la impresión que en mis sentidos despiertan y las emociones que á mi espíritu sugieren las descripciones y comentarios del autor. Lejos de tener confianza en el acierto, me invade siempre el temor de equivocarme, y si algo me decide á escribir lo que pienso, es el deseo de provocar con mis afirmaciones ó con mis dudas luminosa controversia, capaz acaso de redimirme del error en que, contra mi voluntad y á pesar de mi buena fe, hubiere podido incurrir.

No quiero acabar esta modesta tentativa de crítica literaria sin plantear un problema, en mi sentir interesantísimo, que suscita la riqueza del léxico, una de las cualidades que al principio de estas líneas he aplaudido yó con más gusto en el castizo estilo del Marqués de Villasinda.

Nuestro autor trata de poner en circulación multitud de palabras, no declaradas anticuadas por el Diccionario pero sí insólitas por la tiranía de la costumbre. Aunque intento semejante es digno de alabanza, creo que para llevarlo á término feliz hace falta proceder con gran prudencia. Emprender tan útil tarea sin un criterio mesurado pudiera, insensiblemente ó á impulsos del entusiasmo y de la sorpresa que producen hallazgos repetidos, conducir al escritor á trocar el lenguaje en jeroglífico.

Emplear á cada paso y de un modo decidido palabras no usadas por la gente y cuya frecuente necesidad obligaría, de no resucitarlas, á substituirlas por insufribles galicismos ó por neologismos de gusto dudoso, es cosa que no puede ser motivo de vacilación alguna. La misma conservación del idioma autoriza y hasta exige el empleo sin cortapisas, de los vocablos que en el expresado caso se encuentren.

Hay otras voces también autorizadas por la Academia y que designan, por ejemplo, plantas, instrumentos de música ó de artes manuales, enseres domésticos, armas ó accidentes geográficos, las cuales el uso corriente ha reemplazado por otras, también castizas, que dan exacta idea de las cosas que con ellas se quieren expresar. Para valerse de esas voces se requiere á mi juicio un tacto extraordinario. Empléense en buen hora en el verso, no por mera exigencia de la rima, pues aconsejar su uso por esa única razón equivaldría á consagrar el ripio, sino cuando las condiciones eufónicas ó pictóricas de la palabra pueden, á juicio del autor, sugerir con energía alguna idea ó evocar con viveza un recuerdo. Pero en la prosa, donde los vocablos están más diluidos en la oración y ocupan por lo regular puntos menos culminantes que en el verso, no despiertan por sí solos sensaciones, ideas ni recuerdos con vigor bastante á compensar el embarazo que al lector produce el encontrarse á cada instante con voces insólitas cuyo efecto obstruccionista no se halla atenuado por el encanto ni por las sorpresas musicales de la rima.

Ocurre también muchas veces que esas palabras, por decirlo así resucitadas, provienen de lenguas propias de civilizaciones distintas y hasta antagónicas de la cristiana en que hemos sido nosotros educados, y esta circunstancia circunscribe en cierta manera los casos en que su uso puede ser discreto. No hemos de hablar de gorguces, alfoces, almenaras y alfaraces al describir batallas de Atila contra visigodos y francos, muy anteriores á la aparición del Islamismo y á la expansión de los árabes por el mundo occidental, ni hemos de calificar de jarifos á los caudillos de la guerra civil de las Dos Rosas ni de llamar albórbolas á los gritos de alegría que lanzaban las tropas de Juana de Arco al derrotar á los ingleses ó goldres á las aljabas que llevaban los saeteros del Rey moro de Granada.

Conviene, por lo tanto, gran parsimonia al adoptar palabras que el cambio incesante de ideas y de costumbres puso fuera de la circulación, y no menos discernimiento para dar carta de naturaleza en nuestra lengua á vocablos que no respondan á una verdadera necesidad en la práctica.

La vaguedad con que yo aventuro estos consejos elocuentemente demuestra cuan difícil es fijar en este punto una norma de conducta. Veo por un lado gente nueva que suele despreciar el estudio de las Humanidades y que por lo común desconoce la lengua latina, entusiasta de todo cuanto viene de más allá del Pirineo y propensa á atentar contra la pureza y contra la viril hermosura de la lengua castellana, mezclando con las diáfanas voces de su opulento léxico otras no tan sonoras y tal vez nacidas en menos ilustre cuna. Descubro por otro lado brillante legión de hombres de vasta y progresiva cultura y de gusto depurado, á quienes lanzan al extremo opuesto los vaivenes de la controversia y que acaso se obstinan, dóciles al noble prurito de conservar sin tacha el idioma, en atizar demasiado el fuego del crisol ó en remover con exceso las cenizas de las edades pasadas.

El problema de conciliar la tendencia conservadora con la tendencia revolucionaria es tan arduo en los campos de la literatura como en los campos de la política, y si ha de brotar la luz del choque de las contrapuestas opiniones, debemos desear que en ambos bandos se alisten combatientes tan gallardos como merced á su talento y á su cultura, aparece en el palenque el señor Marqués de Villasinda.


Berna 28 de Junio de 1905.