En la paz de los campos/Segunda parte/IV
IV
—Berta, no está aquí?—preguntó Garnache empujando la puerta.
—No—respondieron á la vez el tío Balvet, José y Clara. Los dos niños, unos chicos de cuatro y tres años, acudieron con los brazos abiertos al ver al guarda y se le arrojaron á las piernas. Y él, con cara preocupada y la vista fija en el exterior, murmuró mientras acariciaba la cabeza de los niños: —¿Dónde puede estar esta vez?... No ha vuelto á casa y no se la ha visto desde esta mañana.
Los otros dos movieron la cabeza en silencio. José, dijo: —No os alarméis; está rondando por Reteuil... Y además, ya sabéis que no tiene bien la cabeza.
—Justamente—respondió Regino,—por eso temo siempre algo... No sabe lo que hace....
—Vamos, entre usted, Garnache—dijo el horticul- tor, y siéntese... Bastante ha andado usted hoy sin correr todavía detrás de ella.
—Sí—suspiró el guarda, el día ha sido duro. Hay que trabajar ahora.
Se produjo un silencio, durante el cual todos meditaban. Regino siguió diciendo: —No es tanto por Grivoize el menor como por Hilario... Grivoize tiene sus días; cuando está de buen humor se pone como otras veces; pero Hilario, el sefor Hilario, es siempre el mismo... Puede que Jacobo hubiera valido más... En fin, dentro de un año, suceda lo que quiera, me retiro; sin la pensión que me han prometido para aquella época, ya lo hubiera hecho.
Se volvió hacia su hijo y añadió: —Tú has hecho bien; tu oficio es mejor. Al menos no tienes amo.
José asintió; no había para qué compadecerle, entre el anciano Balvet, su mujer, la dulce Clara y los pequeños que iban creciendo, su vida era posible. José sonreía con gran contento.
El tío Balvet habló á su vez, muy lentamente, por que tenía ya mucha edad y sus palabras, como sus acciones, se hacían difíciles.
' —Sí, José ha hecho bien. Hoy es el amo y sabe tanto como yo, que no sirvo para nada más que para regocijarme con la dicha de los demás. Este muchacho había nacido para ese oficio, pues le gustaba todo lo que vive los animales, los árboles, las flores y las plantas... Por eso ha tomado gusto al cultivo; se cuida mejor lo que se quiere... Sin embargo, las flores han bajado desde hace cinco años, desde la ruina de Valroy y de Reteuil, dos castillos menos para la provisión de jardines y estufas... No serán los Piscop los que hagan pedidos, de seguro. Y Reteuil está desierto, esperando la venta que no tardará.
Regino continuó:
—Y entonces será Grivoize el mayor quien se instale allí con su prole, y tampoco serán buenos clientes.
Balvet hizo un gesto.
—Oh! no.
Se quedaron de nuevo en silencio, sólo turbado por las voces un poco lejanas de los niños en el jardín.
Era una noche, después de cenar, una de esas noches de verano en las que la luz no quiere marcharse. El abuelo de Clara habló otra vez: —La verdad es que en otros tiempos nos quejábamos de los condes y vizcondes... y hemos cambiado un caballo tuerto por uno ciego; por mucho que se diga, más vale ser mandado por un capitán que por un sargento... es más fácil de soportar... Pero, á nosotros, salvo los negocios, eso no nos importa.
—Tienen ustedes suerte—dijo Garnache.
Clara estaba en la puerta observando el camino.
Al volver de Reteuil, Berta tenía que pasar forzosamente por el Vivero.
—No ves nada?—preguntó otra vez el guarda.
—Nada—dijo Clara,—pero ya sabe usted, padre, que el lunes no volvió hasta muy tarde...
—Sí, demasiado lo sé; esto no es vivir...
Y volviéndose hacia Balvet y José, habló de nuevo de su eterno asunto de preocupación: —Vosotros tenéis suerte... En otro tiempo no tenía yo más que un amo, el conde Juan; dos si queréis, con Jacobo, pero á éste le había criado mi mujer, había comido la primera sopa, echado los primeros dientes y dado los primeros pasos en mi casa, y teníamos por él cierta indulgencia, aunque se había hecho muy orgulloso... El conde Juan también había cambiado al hacerse viejo, pero yo recordaba su juventud... Teníamos la misma edad...
Garnache se calló, con la garganta un poco temblorosa, se quitó el kepis y murmuro: —¿Dónde estará ahora?
Balvet bajó la cabeza; José se torció los dedos por hacer algo, mientras Clara, que seguía observando en la puerta, sintió que sus ojos se enrojecían en la luz indecisa del crepúsculo. El recuerdo del drama y de los muertos estaba todavía vivo.
Y Regino añadió: El conde Juan tenía cosas buenas... era generoso, caritativo, alegre... recuerdo estas cosas aunque ya están lejos; en fin, lo repito, no tenía más que á él como amo, mientras que hoy tengo siete ú ocho, diez ó doce con las mujeres; habría que contarlos; el señor marqués Piscop de Carmesy á la cabeza... porque éste se mete en todo, hasta en los intereses de Grivoize y de Hilario... No puedo pararme un minuto en una taberna sin que uno de ellos me vea al pasar por el camino y me pregunte delante de todo el mundo si me pagan para empinar el codo... Otro día, si echo la siesta al mediodía en la espesura, el diablo me trae á Hilario, que me despierta y me ruega políticamente que haga mi servicio... A veces es Timoteo ó Antonio, que aseguran que han oído tiros por la noche. Dicen que duermo demasiado... Grivoize el pequeño no se atrevía conmigo al principio, pero poco á poco ha tomado la costumbre y dentro de seis meses será como los otros. Aquí tenéis cómo estoy, yo, Regino Garnache, descendiente de seis Garnaches, que fueron todos guardas en estos bosques desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días de República... ¿Quiénes son más felices, los padres ó los hijos?
Regino, lleno de amargura, terminó sus quejas con esa pregunta. Balvet á quien los años habían hecho prudente, respondió con sencillez.
—Ninguno ha sido feliz; todos se han quejado, puede usted estar seguro... No hay buenos amos, sino menos malos. En esas condiciones es cómo hay que echar de menos á Valroy.
El guarda se levantó y se ató una correa de la polaina derecha, mientras decía: —Sí, se le echa de menos... No tanto como Berta..pero con todo...
José dijo sentenciosamente, con su voz tranquila: —Mi madre ha perdido la razón en la ruina de sus amos porque los quería demasiado... sobre todo á Jacobo.
—No la acuses, hijo, porque, al cabo, es tu madre.
José no se quedó convencido: —Padre; una madre quiere á sus hijos, y ella no me ha querido nunca, y tampoco á usted; no quería más que á sus amos... De niño me separaba de ella y me rechazaba siempre, ya lo sabe usted. Me he quejado jamás? no, todo lo he sufrido en silencio conservandole mi cariño. Pero desde hace algún tiempo, es verdad, le tengo rencor... No lo puedo remediar.
Los dos hombres que le ofan no protestaron, sabiendo, sin duda por qué. Balvet murmuró sencillamente: —Hay que olvidar eso.
Y Regino: —Ya sabes que no es responsable.
José dijo en seguida: —Se dice eso muy pronto. Ahora puede que sea verdad, pero no lo era hace unos años, y mi queja no viene de ayer. Estoy seguro de que no sabe si Clara es rubia ó morena; no la ha mirado nunca un minuto, ni el día de nuestra boda... Clara no es más que mi mujer y le es á ella indiferente. Recuerden ustedes, en el tiempo en que miss Bella debía casarse con Jacobo, cómo hablaba mi madre de ella, la detallaba y se la sabía de memoria... Pero, hay más, los chicos: y eso es un agujero en el corazón... No los conoce ni los ha cogido nunca en brazos, ella, la abuela... Cuando usted ha entrado, padre, han corrido hacia usted; que venga ella, y se irán á esconderse en el fondo del jardín, por instinto... Los niños, como los animales, saben bien quién los quiere y quién... no los quiere.
Regino interrumpió á su hijo, cuya voz iba subiendo á impulso de la cólera y del resentimiento: —Muchacho, no aumentes mi pena... Ya sabes que yo tampoco tengo el corazón contento...
—Bien—dijo José,—no hablemos más de esto; pero que nadie se extrañe si yo también me aparto; no lo puedo remediar.
Clara, que era parca en palabras, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído: —No te apures... hay otras personas...
Síp estáis, por fortuna, tú, los dos papás y los chicos.
Volvió la cabeza y sonrió largamente á aquella cara tan tranquila, tan confiada y tan adicta de mujer siempre amante.
La noche se hacía obscura. Clara llamó á los niños, varón y hembra, Víctor y Flavia, de cuatro y tres años.
Tenían dos caritas redondas, muy morenas, con cabellos rubios y ojos límpidos; ella los encontraba sublimes; José hablaba de ellos con satisfacción.
—Me voy—dijo Regino cogiendo la escopeta de un rincón; esa mujer no vuelve; bonita noche nos espera á Sofía y á mí.
¡Sofía!... Al oir ese nombre los dos niños palmotearon. La tía Sofía los quería y los mimaba; más madre que tía, era su gran amiga.
—Pero, qué espera Berta?—preguntó Balvet.
—A Jacobo—respondió brevemente el guarda.Hace cinco años, desde que se vendió Valroy y Reteuil está amenazado, espera ella que vuelva. Y no le diga usted que no volverá jamás; ella sabe que sí.
Dicho esto, se aseguró la escopeta en el hombro empujando la correa, y se marchó.
—Buenas noches, Balvet, y vosotros, muchachos.
Estaba ya lejos, y la voz risueña de los niños le perseguía aún con sus despedidas y caldeaba un poco su alma obscura embotada por la pena.
Al llegar al pabellón, encontró á Sofía en la puerta.
—¿Y bien?
—Nada, no ha vuelto.
—Me lo figuraba; se ha vigilado el camino. Es verdad, que no se sabe dónde está.
—Bah!—dijo Sofía,—siempre en el mismo sitio; en Reteuil, puesto que Valroy no es ya Valroy.
Y á la pobre mujer tan sencilla, se le ocurrió una frase casi bonita: —Ya no tiene recuerdo; va á la esperanza.
—Y á nosotros nos espera una noche sin sueño...
—Acuéstate, Regino—aconsejó Sofía,—yo me basto para velar.
El guarda montó en cólera.
—Eso es; tú harás todo el trabajo; cavarás el jardín, lavarás la casa, harás la comida, y, por la noche, te estarás en pie paseándote.
—Tú también trabajas.
—Yo soy un hombre.
—Soy yo una mujer?—dijo Sofía dulcemente, en su humildad de muchacha fea.
Regino no respondió en seguida; pero dijo después de un momento: —Ojalá tuvieran todas tu corazón.
Aquello no era directo, pero correspondía al estado de cosas y á los pensamientos que estaban en el aire.
De repente, rechinó la arena del jardín bajo unos pasos pesados, y apareció Berta. El que no la hubiera visto en aquellos cinco años, no la hubiera conocido.
La desesperación había desgastado la grasa y era ahora una mujer flaca y descarnada; sus cabellos blancos enmarañados y sus ojos asustados explicaban la acusación de locura que todo el país lanzaba contra ella.
Entró, y en el umbral gritó con voz vibrante y exaltada, en una superabundancia de alegría: — Ha vuelto!
Regino y Sofía no necesitaron explicaciones; en el momento comprendieron que se trataba de Jacobo.
— Ha vuelto?—repitió el guarda.
—Sí—dijo Berta,—le he visto, de lejos, pero le he visto.
—¡Ah!—exclamó Sofía sin satisfacción, porque preveía nuevas locuras.
Pero la poseída continuaba su canción; acaso no se dirigía á los demás y hablaba sola, en una necesidad de expansión.
—Está allí, errando por el parque, solo, con la cabeza baja, las manos en la espalda y con una expresión tan triste, que me ha hecho llorar. Sin duda veía los fantasmas. ¡Ay! es loco todo esto...
Cuando hablaba de locura, resultaba siniestra. Su marido y su hermana se estremecieron.
—Pues bien, ahora que sabes que está ahí, descansa, come y duerme.
—¿Y si se fuese?....
—No se irá—respondió Regino en el tono que se emplea para hablar á los niños.
Es verdad?... ¿Es seguro?...
Preguntaba, queriendo creer:
—Ciertamente—confirmó Sofía;—cuando vuelve hoy, no será para irse mañana.
—Puede ser—murmuró Berta.
Y dejándose caer en un escabel, gimió: Tengo hambre !
Pasaba así días enteros fuera, errando continua'mente y sin cuidarse del alimento, del sol, del viento ni de la lluvia; algunas veces, en invierno, había vuelto con las manos rígidas y la cara azulada de frío.
La sirvieron y comió glotonamente, como una bestia; bebió, sin saber qué, vaso tras vaso. Estaba inconsciente, de seguro, y no se daba cuenta de la necesidad de alimentos más que delante de la comida.
Apenas hubo comido, se durmió con la cabeza caída sobre el pecho y los brazos inertes á lo largo del cuerpo. La llevaron á la cama y se quedó insensible; dormía rendida.
Era verdad, Jacobo de Valroy, después de cinco años de ausencia, estaba aquel día en el castillo de Reteuil. Había venido á pie de la estación tomando caminos de travesía, para no ser encontrado ni conocido. Su historia y la de su familia en aquel tiempo, era lúgubre. Ningún derrumbamiento había sido más completo, más desastroso ni más irremediable. Primero, el negocio del Modern Ahorro, aquella tenebrosa estafa.
Cuando el conde Juan entró en las oficinas de aquella empresa, sus temores se confirmaron en seguida.
Un director sospechoso contestó á sus primeras preguntas que el dinero colocado no se retiraba, y que, puesto que los accionistas cobraban sus dividendos, no tenían nada que reclamar.
El Conde insistió y reclamó cuentas, y se las rehusaron, á él, presidente del Consejo, con mil pretextos.
EN LA PAZ.—15 » Se dirigió entonces á los tribunales, y en el momento se vino á bajo toda la superficie de aquel gran edificio de fabulosas estafas. Los famosos dividendos eran pagados con los fondos mismos de los suscriptores y los inventores de aquella explotación no esperaban más que un resultado, es decir, que las sumas estafadas fuesen bastante considerables para valer la pena del escamoteo final y de la fuga de los interesados dejando la llave en la puerta, que fué lo que hicieron al primer viento de alarma.
Carmesy había sido seguramente el alma creadora de la empresa, pero su nombre no figuraba en ninguna parte. Era el dios invisible y estaba libre de toda persecución y de toda alarma.
No sucedió lo mismo con el señor de Valroy ; aquel despojado fué comprometido. ¿No era presidente de un consejo ficticio, compuesto de testaferros pagados y perfectamente insolventes?
Su denuncia á la justicia dió la señal de alarma á los que habían sido engañados como él; llovieron las reclamaciones, los reproches y las amenazas. Y sucedió que Valroy perdió el dote de su mujer, la fortuna de su suegra y fué condenado á pagar á las víctimas de cuya suerte participaba.
Protestó y alegó su buena fe; pero le respondieron que le creían de buen grado, pero que la ley era la ley, y que él había aceptado cargos y responsabilidades sin estar obligado á ello y por un entero y perfecto consentimiento.
Peor para él si garantizaba con su nombre un negocio, sin estudiarlo previamente. No tenía más que pagar, sin lo cual sería condenado por sus jueces y habría, acaso, consecuencias infamantes.
Al mismo tiempo, el castillo y las tierras de Valroy » iban á ser vendidos á instancia de Piscop y Grivoize, portadores de créditos en regla.
Entonces aquel hombre, arrojado de su tierra, arruinado por él mismo y en vísperas de ser cubierto de infamia siendo el primer robado en aquel negocio ; aquel hombre, cansado y descorazonado, sin grandes lazos que le uniesen á su país desapareció una mañana sin decir nada á nadie.
El escándalo estalló en seguida. Valroy, en fuga, fué condenado por quiebra fraudulenta y estafa, á pesar de las pruebas contrarias, á indemnizar á los diversos acreedores del Modern Ahorro, á los gastos del proceso y á seiscientos pesos de multa. Aunque contumaz, aprovechó todavía circunstancias atenuantes.
Solamente los suyos supieron vagamente lo que había sido de él. Jacobo recibió una carta que decía: Hijo mío bien lo sabes, soy una víctima, pero viviría deshonrado y me voy, llevándome unos cuantos billetes de cien pesos. A los cincuenta años voy á tratar de rehacer mi vida y mi fortuna. Si dentro de cinco años no he vuelto ni has recibido noticias mías, considérame como muerto, que es, acaso, lo mejor que me pudiera suceder. Te escribo á ti porque en los días de tu infancia nos hemos querido profundamente. Pide perdón en mi nombre á tu madre y á tu abuela por haberlas arruinado ó poco menos. Tratad de vivir con ese poco y desconfiad de los bandidos que exhiben sus falsas amistades. Hasta la vista, acaso; adiós, más bien.» Todos estos sucesos tuvieron un resultado inmediato. La víspera del día en que la condesa Antonieta debía salir de Valroy para ceder el puesto á los Piscop, tomó por inadvertencia, para obtener un olvido momentáneo ó con un objeto definitivo (nunca se supo la verdad), una dosis cuádruple de morfina y se durmió para no despertarse más.
Fué su ataúd el que salió de Valroy en el momento en que entraban los Piscop. La enterraron en el cementerio del pueblo, y ella, al menos, no salió del país.
Jacobo, pobre y llevando un nombre envilecido, fué á habitar en París con la señora de Reteuil ; vivieron de pequeñas rentas y su existencia fué sencillamente lamentable.
Al cabo de un año supieron por un periódico la boda de Arabela con Gervasio.
Y, aquel día, Jacobo deseó morir.
Pero tenía aún un deber y un fin en la vida, porque ya Jacobo reconocía deberes y se imponía fines.
La desgracia había elevado aquella alma, en otro tiempo tan pequeña y ahora casi grande.
El deber era permanecer al lado de su abuela nientras viviese y protegerla y consolarla en lo poible.
El fin era lejano; cuando muriese la abuela, estaba resuelto á vender el castillo y las tierras de Reteuil para reembolsar á los acreedores del Modern Ahorro. De este modo pensaba rehabilitar á su padre, ó su memoria, y el nombre de Valroy.
La anciana, que no se atrevía á presentarse en el país, arrastró sus penas y sus recuerdos de la cama á la butaca durante tres años.
La muerte de su hija había quebrantado aquella alma, demasiado ligera para no ser frágil; estaba, además, llena de remordimientos y acusándose, sin cesar, de haber causado la catástrofe al atraer tan inconsideradamente á los Carmesy después de los informes, más que dudosos, obtenidos acerca del Marqués.
Como decía este último en otro tiempo, la pobre mujer estaba atacada de una afección cardíaca, y en aquel régimen de pesares y remordimientos, el mal creció rápidamente.
Vivió, sin embargo, cuatro años.
Y después murió á su vez dejando al vizconde Jacobo solo en el mundo y libre de pagar con su herencia las deudas ficticias y morales de su padre desaparerecido.
Durante un año, Jacobo, convertido en hombre de negocios por la fuerza de las circunstancias, buscó sin ruido compradores para su castillo y sus tierras, pues no quería de ningún modo venderlos sencillamente por subasta, seguro de que los Grivoize los comprarían á cualquier precio.
Había calculado que una venta razonable le produciría la suma necesaria para liquidar lo que él consideba como su pasivo personal, con algunos miles de pesos además. Esto le bastaba y dejaba para aquel momento el resolver sobre su porvenir.
Cinco años habían pasado desde la fuga del conde Juan y jamás había llegado á su hijo una palabra suya. Jacobo le consideró como muerto y le lloró. Todos los recuerdos lejanos vinieron á su memoria. Vió á su padre, joven y encantador, que no volvía á Valroy más que por cariño á su hijo. Pensó que los únicos disentimientos que después los alejaron al uno del otro, al menos moralmente, habían sido por su pasión á Arabela.
Al hacer esta evocación le rechinaban los dientes.
Por fin, encontró el comprador que buscaba. Este, enteramente extraño al país de los Grivoize, visitó solo y secretamente el castillo y las tierras y se declaró satisfecho.
El contrato de compra—venta fué hecho legalmente, estipulando que el comprador pagaría los fondos el 15 de septiembre y tomaría posesión á principios de octubre, en la época de la caza. Hasta entonces Jacobo conservaba el libre uso de sus bienes.
Ahora bien, en el mes de junio volvió á aquel castillo que ya no era suyo, sin duda para vivir allí todavía unas semanas, reunir sus recuerdos, evocar los espectros y decir adiós á todo.
Pero estaba resuelto á no salir de sus muros y de sus arboledas y á permanecer invisible para las curiosidades malévolas y para los odios de los alrededores.
Tenía, por otra parte, miedo de sí mismo y quería evitar los encuentros, pues si alguna vez el azar le presentaba á aquel bandido de Gervasio Piscop, que ya se hacía llamar Piscop de Carmesy, con su mujer la nueva castellana de Valroy, no estaba seguro de evitar un homicidio, perdonable después de todo.
Se encerró, pues, con un solo criado llevado de París, que profesaba el más profundo desprecio á los paletos y no quería revelar los secretos de su amo.
A pesar de esta precaución, Berta, que hacía cinco años acechaba ansiosamente aquella vuelta tan deseada, descubrió su presencia, ó más bien, la adivinó.
Había contemplado de lejos á aquel hijo encontrado por milagro y se volvió á su casa sin dejarse ver y no sabiendo ya si era feliz ó desgraciada; mezclaba el pasado con el presente y los remordimientos y desesperaciones con las vagas esperanzas, sin llegar á distinguir, por falta de razón acaso, el verdadero color de sus pensamientos.
Eran éstos complejos. Desde hacía veinticinco años la vida de esta miserable mujer no había sido, en suma, más que una perpetua mentira y una continua angustia, y, después de la ruina de Valroy, un eterno martirio.
Todo lo que había esperado, previsto y querido se —231—había vuelto contra ella; por una terrible ironía del destino, la preciosa existencia de Jacobo, que ella había preparado para las más grandes felicidades, iba á parar á las peores catástrofesun Había cometido un crimen y separádose de hijo para llegar á edificar su doble infortunio. Le había cogido pobre y desnudo de su cuna de mimbre, y, con un simple ademán, creía haberle ennoblecido y privilegiado en la escala social...
Y en esto estaba la irrisión.
Aquella nobleza se hundía en la infamia; el nombre estaba deshonrado; la riqueza ya no existía; Jacobo, sin haber contraído deudas personales, luchaba desesperadamente contra cien acreedores.
Había querido que fuese hermoso, alegre y amado, y estaba envejecido y tan pálido, á pesar de su juventud, que le quedaba muy poco de su hermosura de otro tiempo. Lejos de estar alegre, estaba desesperado.
Amado... A este recuerdo, á la madre le rechinaban los dientes. Todo su odio era para la nueva castellana de Valroy, la mujer de ojos verdes que siempre había mentido.
Así, pues, en lugar del orgullo, de la opulencia ydel amor, le había dado la vergüenza, el rebajamientopeor que la miseria, y el amor vendido, peor que la indiferencia.
Esto era lo que había hecho con su hijo; para esto había consentido que viviese lejos de ella, sin conocerla, peor aún, rechazándola y despreciándola.
No podía menos de pensar que, acaso, el destino de José, del dichoso marido de Clara, del padre feliz de Víctor y de Flavia, fuese más envidiable por lo mismo que era más tranquilo... Mejor que el del vizconde de Valroy, seguramente; entonces...
En fin, le quedaba Reteuil y era una hermosa finca.
Si podía olvidar á la mujer de los ojos verdes, acaso su vida se arreglase todavía.
También la exasperaban otros pensamientos; la idea, por ejemplo, de que Jacobo estaba desesperado por la muerte de su madre y acaso se reprochaba el no haberla querido bastante en otro tiempo.
¡Su madre!... Su madre estaba allí, bien viva. Era por una extraña, por quien lloraba.
Extraña también aquella señora de Reteuil á la que Jacobo se había consagrado hasta su muerte... Era verdad que la había heredado. La campesina tenía atenuaciones sutiles.
¡Ah! si hubiera sabido á lo que su hijo destinaba esa herencia... Si hubiera sabido que las sumas considerables que Jacobo iba á recibir por la venta de Reteuil, servirían para rehabilitar la memoria del Conde... Entonces hubiera gritado ante la demencia de semejante acto: «A ti qué te importa? Esa gente no es nada tuyo; su nombre no es tu nombre...»—sin pensar siquiera que destruía de ese modo el derecho á la herencia. Pero ella no sabía sino que había sufrido y que seguiría sufriendo. El misterio de que era depositaria la espantaba. Le parecía que hubiera aliviado su cuerpo y su alma confesando su falta. ¿Pero, á quién? Además, retrocedía ante ciertas revelaciones.
El punto maravilloso de la aventura era que tenía rencor á José porque vivía sin grandes cuidados, rodeado de afecciones, con su mujer al lado y sus hijos sobre las piernas.
Si era feliz, se lo había robado á aquel cuyo nombre llevaba. Encontraba esto injusto, extraviada al fin en un dédalo de razonamientos contradictorios.
Y lo que ella pensaba no era gran paradoja y podía aceptarse en cierto modo. Era evidente que, al sustituir á su hijo con otro, no había pensado entregarle á la adversidad, así, como no había querido que el otro, la víctima, fuese á recoger por este cambio un porvenir de goces.
Se había, pues, engañado en todas sus voluntades y en todas sus esperanzas como en todas las verosimilitudes... Tenía derecho á indignarse, á rebelarse y á acusar á la suerte.
Esto era lo que afirmaba para sí misma en las horas más lúcidas. En las demás deliraba simplemente, sin el menor cuidado del buen sentido, y se deshacía en amenazas con los puños cerrados á los cuatro puntos cardinales y sobre todo hacia Valroy, aquel castillo tan familiar en otro tiempo y hoy residencia de sus más negros enemigos.
Ahora bien, aquellos enemigos que triunfaban en apariencia, estaban, sin embargo, muy lejos de la serenidad.
Aquella noche, en el mismo momento, acababa la comida en el vasto comedor, á cuya mesa podían caber treinta personas; donde en otro tiempo se había sentado tantas veces la niña Arabela, entre su Djeck y el conde Juan, hoy en fuga, y enfrente de la condesa Antonieta y de la señora de Reteuil, ambas difuntas.
Era preciso que la nueva castellana no tuviese miedo á los fantasmas.
Arabela estaba allí sola con su esposo, Gervasio Piscop. El se atracaba de fruta sin decir palabra y bebía enormes tragos; ella, con los ojos fijos, miraba sin duda el porvenir, á no ser que estuviese dando una vuelta al pasado.
Sus veintitrés años brillaban en todo su esplendor.
Estaba magnífica; pero si alguien se lo hubiera dicho, se hubiera encogido de hombros y hubiera respondido: «¿Para qué?» Para ella también era la vida una larga decepción; también ella merecía las amarguras con que la atormentaban; pero ella, al menos, podía hablar y hacer frente á su verdugo, el cual, por el instante, no notaba siquiera su presencia.
Antes del matrimonio, Bella había puesto sus condiciones fuera de la cuestión de dinero. Habitarían en París en invierno y en Valroy en verano, con sus padres, el noble Marqués y la dama de las miradas francas. En los primeros meses, sin embargo, debían hacer un viaje á Italia.
Bella tendría la dirección absoluta de la casa y de los domésticos, y fijaba la suma que quería recibir para eso todos los trimestres. El precio de sus cuidados particulares, coches, caballos, trajes y gastos corrientes, subiría á tanto... y otras cosas además.
Todo lo había arreglado y calculado en su cabecita, y su presupuesto estaba establecido con una seguridad de viejo hacendista.
Gervasio, embriagado de amor, al parecer, había respondido á cada una de esas peticiones con una aceptación completa. Bella le decía, desconfiando to davía: —Júrelo usted.
—Lo juro.
—¿Por el Cristo ?
—Por el Cristo.
Una vez, por un inoportuno recuerdo de su infancia vagabunda y sin distinción, Gervasio añadió á sus juramentos el acto ritual del chulo que toma un compromiso, y escupió en el suelo. Bella se estremeció de horror y retrocedió pálida y temblorosa, alarmada por tales modales. Durante ocho días le evitó, y, para volver á su gracia, tuvo él que humillarse, repetir mil excusas, prometer que no se permitiría más semejante inconveniencia y ponerse á sus pies. Bella, por fin, le perdonó.
Pero él, con los dientes apretados, después que se separó de ella, se alivió la bilis llamándola gazmoña.
Ya vería más adelante cuando le llegase la suya.
Se casaron en invierno, casi vergonzosamente. El pueblo se burlaba de los labradores advenedizos, y, por una repentina vuelta á los pasados sentimientos, compadecía á los Valroy y maldecía á los Carmesy.
Los esposos pudieron recoger desde sus carrozas algunas impresiones populares, y no fueron halagüeñas.
Hacía entonces un año que Valroy estaba vendido, y seis meses que el Marqués, su mujer y su hija habían vuelto de Inglaterra.
Aquellos seis meses se habían empleado en restaurar el castillo, en amueblarle y en darle un aspecto nuevo y diferente, no por sentimiento, sino por vanidad.
Cuando los esposos tomaron posesión, la morada era seguramente más rica que en otro tiempo, más lujosa y de un decorado más artístico. El Marqués era un hombre de buen gusto, y, como pensaba vivir allí, había cuidado los departamentos que se destinaba.
Por fin podía anclar en el puerto. Tenía dinero, mucho dinero, y buenos valores en su arca, muchos más de los que él sospechaba, pues el Modern Ahorro había sido verdaderamente una especulación genial, y sus provechos en el último momento habían excedido á sus esperanzas. El Marqués se reía solo y se frotaba las manos. Sí, sería delicioso vivir con Adelaida, á la que conservaba una ternura inimitable, en aquel lugar cómodo, sin cuidados y sin inquietudes de ninguna clase. Aquello los descansaría y sería para ellos una novedad.
Carmesy pensaba poéticamente que su estrella se ponía brillante hacia el fin de la noche, y se consolaba de la melancolía de ver que era su felicidad breve y tardía, pensando que más vale tarde que nunca.
Durante los tres primeros días que siguieron á la boda, los padres de la esposa se estuvieron discretamente en la Villa Rústica para no ser importunos.
Por fin, una mañana se dejaron ver.
A la primera ojeada echaron de ver que su hija no estaba alegre. Gervasio los recibió, medio burlón, medio agresivo, con las manos en los bolsillos, el sombrero puesto y la pipa en la boca, por añadidura.
Godofredo hizo un gesto, y Adelaida dijo: —¡Oh!
Aquello se anunciaba mal. Sin embargo, aquel yerno sin cortesía tuvo á bien dejar un momento á aquella niña con su madre y se marchó sin decir adónde iba.
—Y bien?—dijo la Marquesa, curiosa é inquieta.
Arabela, con los labios contraídos, vacilaba para responder.
—¿Qué hay, pequeña?—añadió el Marqués, animándola, estás contenta?
La joven no pudo contenerse más tiempo y estalló: ¡Ah! sí, puedo estarlo...
Y en seguida, en un raudal de amargura, confesó sus rencores y sus decepciones.
—Nos han engañado á nuestra vez... á la mía, por lo menos. ¡Bonito negocio he hecho! No os podéis figurar lo que es este hombre... Con él se gastarán mis uñas y seré vencida, porque es de piedra.
Tales palabras en boca de Arabela eran graves.
Aquella heroína, orgullosa de su belleza y de su raza y segura de su poder, no había nunca dudado de sí misma ni siquiera una hora. Era preciso que estuviese verdaderamente dolorida para expresarse de aquel modo.
Los dos Carmesy bajaron la cabeza. ¿Sería que se les cambiaba ya la suerte?
—Pero, en fin—dijo Adelaida,—¿qué hay? ¿De qué te quejas?
—De todo; me he casado con un bruto, con un tirano; habrá que plegarse ó romperse... yo no me plegaré, pero el porvenir es bonito... Hay que, por añadidura, se burla de mí. Escuchad esto. Al día siguiente de la boda (la cosa no se ha hecho esperar), se ha mostrado tal cual es, un bruto tozudo é irreducible... Y no hay nada que hacer; no hay medio de cogerle; una obstinación obtusa de paleto hinchado; una resolución tomada hace mucho tiempo; se está vengando, es seguro... Esperaba, y ha llegado su día. ¡Ah! sí...
Bella estaba anhelosa y palpitante al exponer sus vergüenzas y sus rabias imprevistas. En el mismo tono continuó: —Nuestro viaje... ¿sabéis? Le he preguntado si íbamos á marcharnos pronto... El invierno es tan rudo (le he dicho), y me atrae el cielo azul... El me ha respondido, todo asombrado: «¿Qué viaje?... Es verdad que hace frío... ¿Qué cielo azul ?» Yo le respondí: —Bien lo sabe usted... nos vamos á Italia.» Y él contestó con mucha calma: —Sí? pues yo no tengo semejante intención.» Confieso que me quedé estupefacta, pero insistí, sin embargo: —Me había usted prometido...» El se echó á reir: —Esta gente de partícula es siempre lo mismo; siempre se les ha prometido algo... El conde de Valroy aseguraba también que se le había prometido la renovación de sus créditos... He prometido eso? Pues no me acuerdo.
Y añadió triunfante (porque conmigo las echa de ingenioso), esta frase que ha debido oir al maestro de escuela: —El rey de Francia no se acuerda de las injurias del duque de Orleans... Gervasio, casado, no se acuerda de las promesas de Gervasio soltero.» Le hubiera abofeteado... Pero hay algo mejor. Yo debía gobernar la casa á mi gusto y recibir dinero por trimestres, sin tener que dar cuentas. Suprimido todo eso, él es quien tiene la caja día por día, y hace el gasto moneda por moneda... Mi presupuesto personal, suprimido antes de haber existido.
—«Si tiene usted necesidad de algo, ya me lo dirá ; y si es razonable, tendré mucho gusto en satisfacerla. » Esto es lo que me espera.
Otra cosa que os concierne á vosotros. Le he recordado que ibais á instalaros aquí, con nosotros, dentro de unos días, como estaba convenido; y, sin turbarse tampoco, ha respondido: —No, querida, he cambiado de opinión. Sus padres de usted están muy bien en la Villa Rústica y no hay que cambiar sus costumbres... Además, los mejores padres son siempre molestos para unos recién casados...» ¿Qué decís de esto? Se os despide.
—Eso es lo más serio—dijo el Marqués ofendido.
—Me contraría mucho, mucho...
Adelaida no encontró más que una palabra: —Shocking.
Una vez más era aquello improper.
—Vamos á ver—dijo Godofredo.—Lo que no se obtiene directamente, se gana por rodeos... ¡No habría un medio?...
Su hija le interrumpió con áspera convicción: —No hay ninguno, lo repito; es una resolución tomada. Para las cuestiones de dinero he vuelto muchas veces á la carga, y en fin de cuenta he aquí lo que me ha dicho con su risita disimulada: —No insista usted, Bella; se ha casado usted conmigo por amor, no es cierto? Pues bien, no puede usted querer mi ruina como la de Jacobo...» ¿Es posible burlarse así del mundo?... Que me he casado con él por amor... ¡Un pastor, un palafrenero!... Ayer tarde fué más franco por casualidad; después de yo no sé qué querella, me dijo bruscamente: —Cállese usted, ya estoy harto... Si cree usted que no sé lo que pasa en su cabeza, se engaña. Por muy bestia que yo sea, no llego hasta ese punto. Sé que me desprecia usted porque no tengo nacimiento y soy un paleto indigno de usted, mi noble dama; pero yo me río de todo eso. Echa usted de menos á los condes de Valroy, porque la nobleza va siempre á la nobleza...
Siéntalos usted, pero hágalo de modo que yo no lo vea, porque si no, se verá usted obligada á echar de ver que, á falta de pergaminos, tengo la fuerza. » Es amable, ¿verdad? Por mucho que le dije que ante la antigüedad de nuestras razas un Valroy no valía más que un Piscop...
— Muy bien!—exclamó el Marqués.
—Enteramente justo—confirmó la Marquesa.
—No quiso oir nada... Es ya la guerra declarada.
Así estamos después de tres días de matrimonio.
—Y bien, está bonito—confesó Godofredo.—Ya no hay respeto en la época en que vivimos...
—Es un palurdo—dijo Adelaida.
—Ciertamente—respondió la joven,—pero es un poco tarde para reconocerlo; ese palurdo es mi marido.
— Bah!—dijo Carmesy siempre ligero,—todo eso se arreglará al primer hijo.
—i Gracias!—respondió Bella;—la perspectiva es alegre...
En este momento apareció Gervasio sonriendo astutamente.
—Y bien—dijo al entrar,—¡me han quitado ustedes bastante el pellejo?... Sí?... Pues hablemos de otra cosa... Si el invierno continúa así, se van á helar las patatas...
Gervasio exageraba su grosería con un gozo de desquite. Tenía en su poder á toda aquella gente.
Tales eran las relaciones de Piscop y Carmesy tres días después de la boda de los dos herederos de aquellas razas tan distintas.
Con el tiempo la diferencia, la división y la aversión no hicieron más que crecer. Las familias Grivoize y Piscop se aliaban á Gervasio, le sostenían y le animaban en sus venganzas brutales contra los Carmesy y, sobre todo, contra Arabela.
Hombres y mujeres la detestaban. Los hombres porque envidiaban á su marido; las mujeres porque la envidiaban á ella, por espíritu de origen y por ese sentimiento, natural en la fealdad, de odiar á la belleza.
Además, las familias se aumentaron pronto con nuevas reclutas que no fueron las menos activas en la animosidad. Anselmo, Timoteo y Antonín se casaron también, pero, con mejor sentido, eligieron campesinas ricas, cuyos padres, gente de zuecos, amontonaban los pesos. Venidas de los cuatro lados del departamento, aquellas mocetonas de apariencia regocijada fueron las más rabiosas para morder á aquella cuñada delicada y pálida, que descendía de reyes y no se dignaba conocerlas.
Todas ellas en dos años tuvieron dos hijos. Arabela, en cambio, no fué madre; y éste fué el golpe de gracia para aquel matrimonio ya desavenido.
Piscop echaba en cara todos los días á su mujer el dejarle sin sucesión. Gervasio estaba seguro de que no era culpa suya.
Y, al decirlo, hacía tal gesto, que eran fáciles de adivinar otros sufrimientos de aquella pobre mujer, más intensos acaso; las repugnancias nocturnas de los deberes impuestos.
¡No tener hijos! Gervasio no cesaba en su amarga elocuencia sobre este punto.
—No valía la pena de haber comprado muy caro un nombre como el tuyo para no tener nadie á quien transmitírselo después... La nobleza... ya sabes que me burlo de ella. Era por mis hijos.
¡Sin hijos! Casa vacía, silenciosa ó llena de voces furiosas y de vergonzosas querellas, en las que el soprano agudo de la mujer respondía, sin bajar el tono, al bajo sobriamente amenazador del marido.
Fué aquella una trágica lección y un primer castigo para la orgullosa que había aceptado semejante boda contando con ser una reina rodeada de vasallos.
En otro tiempo, cuando preparaba el porvenir, había visto á todos aquellos aldeanos á sus pies, su marido el primero, en una especie de adoración, con los ojos siempre fijos en ella, esperando una señal para tomarla por una orden.
Había creído que los sacos de dinero llenos durante cuatro generaciones por aquellos rudos trabajadores, reventarían por sí solos ante su fantasía, y que no tendría más que alargar las manos para tenerlas en seguida llenas, pues se le evitaría hasta el trabajo de bajarse.
Había esperado súbditos y esclavos, y tenía un dueño y perseguidores. Sus padres disgustados, según decían, se alejaban de ella y la dejaban sola y entregada á las fieras, decía ella. Se habían ido á vivir á la EN LA PAZ.—16 ciudad próxima en una hermosa casa, comprada y pagada al contado.
Y Bella, sola con Gervasio y con la recova de sus parientes, sentía que su indomable valor la iba poco á poco abandonando.
A los tres ó cuatro años de matrimonio, recobró la memoria como por encanto, y vió en el pasado á aquel Jacobo que tanto la amaba y que la servía de rodillas, con todas las galanterías y todas las delicadezas de una pasión juvenil.
Le echó de menos, y por odio á su marido más que por un tierno remordimiento, se puso á amarle á su vez. Encontraba en su propia casa huellas suyas y la historia de su infancia. En su misma alcoba—su alcoba conyugal—había nacido Jacobo.
Parecíale, á veces, que del suelo, del techo y de las paredes salían olores de opio y perfumes de éter, como en el tiempo de la pobre Condesa; volvía á ver á Jacobo saludándola de lejos con el sombrero, cuando ella llegaba por el camino.
Pero donde la tristeza del recuerdo la angustió más profundamente fué en el cuarto que había sido de Jacobo durante su existencia de niño y de joven.
Aquella pieza estaba casi vacía desde la partida de sus antiguos dueños. Bella hizo instalar allí unos cuantos muebles y la transformó en saloncillo, para aprender en él, no sin dificultad, la ciencia sobrehumana de tener un corazón y de sufrir.
No hay que pensar, sin embargo, que Arabela había llegado sinceramente al remordimiento y al pesar de los actos de otro tiempo. No, era más bien lástima de sí misma por comparación con aquel antiguo tiempo; si su nueva vida hubiera sido dichosa, jamás hubiera echado de menos á Jacobo ni hubiera pensado en él, como no fuera por casualidad.
Pero, ultrajada, humillada y oprimida, se escapaba del presente por los caminos del pasado, sin atreverse á aventurarse en los del porvenir. Y en esos caminos encontraba forzosamente al que la había acompañado en ellos, á su Djeck.
¡Pobre muchacho!... ¿Dónde le habría arrastrado la desdicha?... ¡ Pensar que sus dos dolores hubieran podido sumar una felicidad!
El abandono en que la dejaban sus padres era también para ella una fuente de cólera y de rencor. Había servido de objeto en una tenebrosa partida y de cebo á todos los apetitos; y ella sola era desgraciada.
Como Berta, llegaba á acusar á la suerte de injusticia, sin ver, también como Berta, que ella misma había edificado su destino. Adiestrada en la astucia desde la infancia, le había tomado el gusto, y, cuando mentía, encontraba en ello un encanto. En sus exámenes de conciencia, dudaba á veces para definirse y reconocía lo complejo de su naturaleza y lo pérfido de su vocación.
Pero se absolvía muy de prisa. ¿Era culpa suya? De ningún modo. Debía lo que era á sus múltiples orfgenes, á todas las sangres mezcladas en sus frágiles venas, sin contar la influencia de las aventuras, de los viajes incesantes y de los países diversos atravesados, por lo menos.
¿Acaso estas neurosis de raza y estas emociones de la vida errante no podían depravar inicialmente un alma y suprimir su responsabilidad? Así lo admitía ella.
Pero con más frecuencia volvía á Jacobo y á todos los Valroy al conde Juan, su primera víctima, y á la pobre Condesa. Y su memoria se enternecía ante el fantasma, que seguía benévolo, de la señora de Reteuil.
Tales eran sus distracciones más habituales; otras veces hacía ensillar un caballo y salía á galope tendido por el bosque ó á través de prados y campos sin cuidarse de los sembrados... Pero allí también encontraba sus espectros.
Cuando pasaba así, á una velocidad loca, los campesinos que no eran aliados de los Grivoize, se encogían de hombros y no se descubrían. A veces un insulto la seguía con el viento. Se sentía rodeada de odio. Berta se erguía á su paso y le prodigaba las injurias.
Cuando encontraba en el camino gente de la granja, criados de Piscop, también ellos se burlaban por lo bajo, si no manifestaban abiertamente su poca estimación.
En aquella atmósfera hostil, la joven seguía siendo intrépida; levantaba la cabeza, manejaba el látigo y cuando se presentaba un obstáculo, como un seto ó una cerca, empujaba al caballo y pasaba de un salto, dejando detrás de ella á los campesinos asombrados y obligados á confesar que no tenía miedo.
Pero, cuando volvía, acabábase su fiebre al apearse, y Bella se encerraba de nuevo con la cabeza baja en el saloncillo que había sido el cuarto de Jacobo.
Piscop, que ignoraba la antigua distribución del castillo, supo por un criado cuál era en otro tiempo el destino de aquella pieza transformada.
Y su furor fué grande; pues comprendió, al fin, por qué á su mujer le gustaba estarse allí tan largo tiempo. Fué para él una ofensa más de la que juró vengarse un poco mejor.
A todo esto, tuvo una satisfacción: después de años, de pasos é instancias, á petición de Carmesy, último de este nombre, Gervasio Piscop fué autorizado para usar los títulos y las armas de aquella familia á punto de extinguirse.
Era, al fin, Piscop de Carmesy... A la muerte del Marqués él también lo sería. Y una de las formas de su agradecimiento fué desear la muerte de su suegro.
Pero pronto olvidó esta satisfacción, y, con una obstinación de bruto, se sumió más y más en los odiosos celos de aquella mujer, á la que no amaba, á propósito del pobre vizconde Jacobo, desaparecido del país para siempre, según se creía.
Para siempre, pues era evidente que Reteuil se vendería también. Los Grivoize esperaban con la mano en los cordones de su bolsa para ser á su vez castellanos.
Sin embargo, habían pasado años sin que por aquel lado ocurriese nada nuevo.
Ahora bien, aquella tarde, Gervasio y Arabela, marido y mujer sin hijos, están solos como de ordinario en aquel inmenso comedor, cuyas dimensiones disminuyen aún la importancia de los dos silenciosos personajes.
Han comido tarde, pues Gervasio ha vuelto retrasado. No tienen horas; cuando él está allí, se come; cuando no está, se espera.
Poco importa que Arabela tenga apetito; no es más que la segunda en la casa.
Gervasio ha vuelto sin decir una palabra de excusa ni de explicación. Ha devorado tres platos según su costumbre, se ha bebido dos botellas, ha encendido su pipa y se está sirviendo una copa de aguardiente. Físicamente, está satisfechísimo.
Arabela le contempla fijamente con sus ojos verdes en los que se leen pensamientos de asesinato. Aquella mirada acaba por llamar la atención de Gervasio, el cual levanta la cabeza á su vez, y dice brutalmente: —¿Cuándo vas á acabar de mirarme?... ¿Me vas á aprender de memoria?
—No, te sé demasiado.
Gervasio rechaza la silla de un empujón, y sale á la terraza para tomar el fresco. Bella le imita, pero se dirige hacia el lado opuesto. La noche estaba obscura y muy cálida, con una amenaza de tempestad que viene del lado del bosque.
Ambos están perdidos en las tinieblas; á ella se la adivina por la blancura de su bata, que forma como una mancha de luz confusa en su fondo de obscuridad; él se revela por la lumbre de la pipa, que se enciende á cada chupada y alumbra una parte de su dura fisonomía, su fuerte bigote y su nariz carnosa, como una aparición vaga y sin gracia, más bien siniestra. Pero él deseaba muy poco agradar y hasta ha olvidado, sin duda, que su mujer está á dos pasos de él. Piensa en los trigos que se anuncian mal, en los árboles frutales que no han dado nada y en la fiebre que diezma los ganados. Parece que por todas partes reina la mala suerte, y todo aquello le irrita profundamente.
Mientras remueve todo esto en su espeso cerebro, escupe de vez en cuando con afectación la saliva de la pipa.
Es uno de sus placeres; ciertamente es palurdo y grosero, pero él se llena de gusto exagerando esa grosería y apareciendo todavía más palurdo de lo que es.
La señora de Piscop—¡ oh, rabia!—siente profundamente aquellas injurias tácitas.
En aquel momento se estremece cada vez que el hombre expectora, y se aleja unos pasos más. El lo ve y lo comprende y se ríe silenciosamente en la sombra.
Bella piensa que pasarán años y años sin que cambie en nada aquel estado de cosas... Tal es la existencia á que está condenada. Se hará vieja y fea, y su vida se habrá pasado sin dejar de ser desgraciada.
Arabela mira maquinalmente hacia el lado de Reteuil. La luna, que acaba de salir, proyecta un reflejo en los vidrios de una ventana del piso alto, al lado del tejado; desde aquella ventana, hace cuarenta años, se tiró de cabeza un Reteuil, por odio á la condición humana... ¡Cómo le aprueba ahora!
Y esas previsiones de un dolor monótono aumentan todavía su postración. Apoyada en la balaustrada de piedra, con la cabeza entre las manos, Bella se entrega á una inmensa desolación, segura de no ser sorprendida en aquel estado de desarreglo.
Pero, de repente, los dos se estremecen á la vez; á lo lejos, del lado de Reteuil, las notas graves de una trompa preludian en la noche; y, á poco, se oye la tocata, potente, imperiosa, queriendo ser oída.
Es la diana, que empuja á los ecos y espanta á los bosques; es un cobre rabioso, soplado por robustos pulmones, que llena el espacio con sus sonoras llamadas y arroja un «alerta» á las conciencias turbadas.
Un solo hombre, en la comarca, ha tocado nunca con aquella enérgica ciencia. Gervasio exclama: —¡Es él!
Arabela grita: — Jacobo!
Y espontáneamente, en un ademán involuntario, tiende hacia allí los brazos.
Pero ya Gervasio se dirige hacia ella con los puños levantados.
— Ha vuelto!... Lo sabías, verdad?...Entra, entra, lo quiero, lo ordeno...
Bella retrocede delante de él, pero no puede resignarse á huir de aquellos acentos metálicos que cantan para su corazón el despertar del pasado. La joven escucha y bebe la armonía ancha y agreste que resuena en los alrededores.
Gervasio, entonces, loco de cólera, la coge por un brazo y la arrastra hacia la casa. Ella se resiste y grita, mientras á lo lejos la trompa frenética de Jacobo canta la Cita...
Piscop masculla sílabas incoherentes y grita en su furor: —Si tu embocadura estuviera á tiro de fusil !...
Encierra á Arabela en el comedor y cierra la puerta; pero todas las ventanas del edificio están abiertas en las cuatro fachadas, y Gervasio sabe bien que ella oye y que el otro le dice desde lejos cosas que él no entiende.
Después le ocurre una idea; entra, descuelga una trompa, se la pone en la boca y sopla en ella hasta reventarse las sienes, como el paladín Rolando en el paso de Roncesvalles.
Entonces se entabla un duelo entre las dos trompas obstinadas; pero la superioridad del primero es pronto evidente y se afirma cada vez más, mientras el otro se va debilitando.
Gervasio tiene conciencia de que está tocando como un vaquero que llama á sus vacas; el Vizconde, en cambio, da al cobre un alma que habla á todos los espíritus. Gervasio, desanimado, deja caer los brazos y renuncia, mientras la trompa de Jacobo toma á lo lejos un acento burlón.
En todas las cabañas, en la granja, en el Vivero, en el pabellón, la tocata ha sonado como una advertencia. El antiguo amo ha vuelto. Los Grivoize dejan ver malas sonrisas un poco inquietas; los campesinos neutros mueven la cabeza con tristes previsiones; en el Vivero, Balvet, que es sordo, pregunta qué es lo que pasa. José lo explica por él y por Clara, que es simple.
Es Jacobo... Parece que está de vuelta en el país... Vamos allá; la madre se va á volver enteramente loca...
Pero Berta, á la primera nota de la trompa, se ha levantado de un salto de la cama en que la tenía postrada el cansancio; se ha presentado desgreñada, espantosa, radiante, y ha gritado á Sofía y á Regino: — Escuchad!... Bien os lo decía...
Pero es en Valroy, sin duda, por efecto de la sorpresa, donde el efecto producido es más violento. Gervasio Piscop, en su inútil furor, se deshace en injurias que no alcanzan á nadie, amenaza al vacío y se bate con las sombras.
En el primer piso, Arabela, encerrada en su cuarto, un poco retirada de la ventana para no ser vista por su feroz esposo, que le tiraría piedras, escucha la canción con los ojos cerrados.
Aquella tocata evoca en su mente enferma una visión de caza vertiginosa que pasa ante sus ojos; una brillante tropa de jinetes con casacas rojas y de señoras con tricornio y faldas de amazona; otros van en coche, y todos tienen caras conocidas. Allí el conde Juan, allí Jacobo; más allá su padre, el Marqués, y ella misma, Arabela, cabalgando al lado de su madre, también á caballo. En una elegante carretela ve á la condesa Antonieta al lado de la señora de Reteuil.
Cosa rara; los picadores y los ojeadores tienen las cabezas de Piscop y de Grivoize, y la librea les sienta muy bien. Toda aquella gente se apresura y se empuja entre los gritos de los cazadores y los ladridos de la recova, y pasa al galope arrastrada por un viento de locura.
¿Qué bestia fantástica persiguen así esos cazadores desatentados? ¿Para qué aquel ataque? Bella no lo sabe, y, curiosa, sigue á la multitud por los paseos familiares del bosque.
Pero de pronto, delante de los caballeros y de las amazonas falta la tierra y se descubre un abismo profundo é insondable; nadie parece verle siquiera... Toda la tropa se dirige hacia allí, caballos, coches, picadores y perros, hombres y mujeres, y todos se precipitan en el abismo tumultuosamente y con descuido.
Arabela, á la cabeza de su cuadrilla, va como los demás, sin volver la vista; y, en su sueño, creyendo estar despierta y lúcida, ve distintamente aquella demente cabalgata precipitarse en el abismo, rodar por el barranco y repartirse en el vacío, mientras la armonía belicosa que viene de Reteuil (era un símbolo) con nuevo vigor y casi enfado, activa su estrépito y prodiga su amplitud y sus sonoridades en un hurra supremo...
En este momento, con el alma vencida, la mujer de los ojos verdes, que siempre ha mentido,, se plantea una pregunta: Le he amado ?»