En la paz de los campos/Segunda parte/III

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III

Aquél fué un trueno en pleno cielo azul.

Una mañana corrió la noticia por la aldea de que el castillo y sus dependencias estaban á la venta; todos se precipitaron.

Era verdad.

En la verja del parque y en los muros había pegados unos carteles amarillos.

Un mes antes, Piscop, Grivoize y Compañía habían exigido al conde Juan capital é intereses de sus hipotecas ó el embargo de los bienes.

Aplastado y aniquilado, el Conde recordó las antiguas promesas y se le rieron en las barbas. Las palabras y los escritos son dos cosas distintas; lo que estaba firmado, estaba firmado.

El Conde buscó á Carmesy.

El Marqués se había ido á Londres hacía tres días, para sus negocios; Adelaida no sabía nada, y Arabela abrió unos ojos enormes.

La ejecución fué rápida y completa. El papel sellado llovía sin cesar; cuando salía un alguacil, entraba otro. El Conde perdió la cabeza, y Jacobo, ignorante de todo procedimiento, trató de comprender sin conseguirlo.

La condesa Antonieta, forzosamente advertida del drama, no hizo ni un reproche; pero aquella misma tarde recurrió á su antigua consoladora, la morfina, dispensadora de olvido, y volvió á sumirse con deliy sin vacilar en los vapores de étercia La señora de Reteuil la tomó de muy alto y gritaba: —Pagaremos: vamos á pagar.

En la comarca no se sabía ya qué creer, y fuera de algunos iniciados, como Garnache y el tío Balvet, todos estaban confundidos.

Berta aullaba enseñando los puños á la granja; para ella estaban robando y despojando á Jacobo. La campesina se llenaba de un inmenso terror al pensar que aquél á quien ella había hecho rico, iba, acaso, á quedarse pobre; y que el sacrificio de su carne y de su corazón, así como todas sus renuncias y sus abnegaciones, iban, por un soplo de la suerte, á volverse contra ella y contra él...

A este terror se unía una cólera tan intensa como loca; no quería que aquello sucediese así y prodigaba las amenazas á los cuatro lados del horizonte.

El horticultor, su hija, Regino y José se esforzaban en vano para calmarla y hacerle entrar en razón; pero perdían el tiempo, pues ella no quería oir nada. Había carteles en el castillo; iban á venderle, y era de Jacobo...

—Es posible decía Balvet,—pero le queda Reteuil.

—Evidentemente—añadía Garnache sin convicción pues recordaba que todo lo que le había dicho Grivoize el menor se había realizado, y éste afirmaba que después de Valroy no tardaría en seguir Reteuil en el desfile de los bienes perdidos.

Pero Berta, con los puños en las caderas, los insultaba por atreverse á hablar así.

—Reteuil... Eso no basta... Entonces no será ya dueño del país ni podrá andar todo un día en línea recta sin salir de sus tierras... Habrá extraños en Valroy, ' donde ha nacido, en su cuarto... ¡Y que extraños si es verdad lo que se dice; esos boyeros, esos tratantes en cerdos, esos Grivoize y esos Piscop!... No habría Dios si el cielo alumbrase tal cosa....

—También tiene un poco de culpa el conde Juanse aventuró á decir el razonable José.

Berta le miró á los ojos y exclamó con una loca ironía que podía perderla: —Eres tú el que dice eso?—¡Qué bien te está !...

Pero se corrigió, más prudente: —¿Qué sabes tú? Tú no conoces esos negocios y lo mejor que puedes hacer es callarte.

José no insistió, siempre indulgente con ella. Clara, aterrorizada, no decía palabra. Sofía pensaba en cosas lejanas; y solamente el tío Balvet se arriesgó á seguir hablando, autorizado por su mucha edad.

—Vamos á ver, Berta; eso es tomarse mucho disgusto por gente muy lejana... Tanto la quiere á usted el castillo para que tome su defensa de ese modo?...

Sus antiguos amos y hasta su mismo hijo de leche pasan á su lado sin decirle jamás buenos días... ¿En qué piensa usted entonces?

Al hablarla así la exasperaban; pero ella no podía demostrarlo. Muy tiesa y con la vista en el suelo, repetía sordamente: —Se lo debo todo....

Al evocar el pasado, aludía á su infancia, sin duda.

Garnache, que se expresaba ya libremente delante de esta gruesa y fea comadre, la interrumpió con mal humor: —Puedes hablar de eso... Con lo feliz que eras al lado de la Condesa cuando era soltera... Te daban de comer y te vestían, pero era con los restos y los desechos de tus amos... Más vale ahora, créeme.

Pero Berta no le escuchaba, absorbida por el único pensamiento importante, que era el desastre, no pudiendo acostumbrarse á la perspectiva del vizconde de Valroy fuera de Valroy, de Jacobo echado de su casa... y después, ¿quién sabía si, tras de tales vergüenzas, la familia dejaría el país? Entonces no le vería más, ni aun de lejos, y sería el fin, el golpe de gracia.

Y presa de una suprema rebelión, levantó los puños, balbució unas sílabas inarticuladas, con los labios llenos de espuma, y se desplomó en una cama, las facciones torcidas y los ojos convulsos. En todas aquellas caras de campesinos se pintaba un indecible asombro y un tremendo espanto. Para todos ellos, aquella criatura estaba endemoniada.

El drama, por otra parte, aumentaba por todos lados.

Cuando Juan, desengañado y desesperado, comprendió ya tarde que le habían burlado como á un niño, convocó en el castillo á sus tres acreedores, en otro tiempo amables y cautelosos, y hoy arrogantes é implacables. Solamente los dos Grivoize acudieron á la cita. Piscop se abstuvo.

Los dos hermanos achacaron al ausente todas las responsabilidades. Todo era Piscop, siempre Piscop.

Ahora bien, éste, como un ídolo chino en el misterio de las silenciosas pagodas, hacía consistir su poder en la invisibilidad.

Se le podía cargar con todo; tenía buena espalda y no estaba allí, para que no se le interpelase directamente. Los otros se aprovechaban de ello.

Por fin, el conde Juan, renunciando á toda dignidad, resolvió ir él mismo á la granja y sorprender en su guarida á aquel enemigo tan determinado como incoercible.

Y así lo hizo, La cena de los labradores acababa á eso de las ocho y media. Una noche, á esa hora, cuando todo el mundo estaba todavía á la mesa, el conde Valroy, con estupefacción general, empujó la puerta y entró.

Al principio no le conocieron en la penumbra; habían oído el ruido de un caballo que entraba al trote largo en los patios; pero aquel noble señor era el último á quien se podía esperar en tales lugares. Juan se anunció á sí mismo con voz breve: —El conde de Valroy.

Hubo una conmoción en la asistencia; algunos cuerpos se levantaron de bancos y sillas. El Conde añadió—seguid sentados. » Mandaba todavía á pesar suyo; pero las circunstancias le inducían á la cólera, y las inflexiones de su voz tradujeron ese sentimiento. Después de un instante de silencio, continuó: —Piscop, tengo que hablar con usted, quiero hablarle... hace un mes que usted me rehuye. No se digna usted responder á mi llamada... pues bien, vengo yo mismo... sus cuñados me dicen que es usted el que lo dirige todo y quiere mi ruina. Va usted á decirme por qué. Esta vez le tengo y no se me escapará.

Piscop, sintiéndose observado por toda la familia, se afirmó en su papel, aunque un poco de emoción hiciese temblar sus primeras palabras.

—Señor Conde, no trato de escaparme y estoy á su disposición. Después de todo, vale más que se digan estas cosas de una vez para siempre.

Se volvió hacia el extremo de la mesa y dijo: —Eh! las mujeres, los chicos y los mozos, fuera...

Vosotros, mis hermanos, mis hijos y mis sobrinos, quedaos... estáis interesados y sois del consejo.

El labrador se tomaba tiempo para reflexionar y calcular lo que iba á decir.

Cuando, con gran ruido de zuecos, la sala quedó vacía de faldas, criados y chiquillería, Piscop se levantó, cogió en un aparador una botella de aguardiente, puso nueve vasos delante de las nueve personas presentes y los llenó con lentitud. Juan rechazó su vaso.

—No, yo no bebo...

—Pero, señor Conde, es del bueno, del añejo...

—Bueno, añejo, me es indiferente... No he venido á buscar urbanidades sino explicaciones.

—Puede que haga usted mal, señor Conde, á veces las explicaciones se modifican después de beber un trago juntos; pero, en fin, sea como usted quiera.

El campesino levantó el vaso á la altura de la vista, le miró, saludó con un gesto y se lo bebió de un trago.

Los demás le imitaron puntualmente.

Ninguno decía palabra. Tiesos en sus sillas, dejaban hablar á aquel á quien aceptaban como amo. Gervasio, sin embargo, rojo como una escarlata, se comía los labios y se desgarraba con las uñas las palmas de las manos.

Juan de Valroy, sentado en un sillón de madera, esperaba que el labrador hablase.

Este cruzó los brazos sobre la mesa y con la cabeza baja inició las cuestiones.

—Señor Conde, parece que se queja usted muy alto de haber sido engañado y hasta robado por nosotros en las operaciones realizadas hace cinco años. ¿Puede usted decirnos cómo?

Juan se irritó en seguida.

—De modo que es usted quien interroga...Palabra de honor, es el mundo al revés... No parece sino que constituís los ocho una especie de tribunal, ante el cual no tengo yo más que inclinarme. Nada de eso; Piscop y todos vosotros, sabed que vengo á acusaros y á convenceros; falta saber si estáis bastante endurecidos en el crimen para perseverar en él, ó si la voz de la justicia y de la razón puede todavía traeros á caminos más rectos y á resoluciones mejores...

—Ande usted, señor Conde—dijo Piscop recostándose en su silla con los brazos todavía cruzados; después, cerrando los ojos, añadió: —Acúsenos usted y convénzanos; le escuchamos.

El Conde se levantó no pudiendo estarse quieto, é inclinado sobre la mesa, vagamente iluminada por dos lámparas de estilo antiguo, empezó: —Hace cinco años, cuando os sustituisteis á mis diversos acreedores y os consentí hipotecas sobre mis edificios, mis bosques y otras garantías además, se convino que después de estos cinco años el contrato sería renovado por sí mismo y que nuestros convenios volverían á tomar fuerza y derecho para otro plazo de igual duración...

Piscop le interrumpió: —¿Tiene usted un papel y firmas que establezcan lo que afirma?

—No dijo el Conde,—tengo su palabra de usted y la de Carmesy.

Piscop movió la cabeza.

—No veo qué tiene que ver Carmesy con todo esto; nunca ha sido portador ó concesionario de ninguno de sus créditos de usted. Era un amigo que le aconsejaba...

Al decir esto no pudo menos de sonreir y miró de reojo á sus hermanos.

—En cuanto á nuestra palabra no recuerdo haberla dado... Os acordáis vosotros?

Los dos Grivoize negaron todo recuerdo con un enérgico movimiento de cabeza. El Conde murmuró entre dientes: —¡ Canallas!

Ninguno quiso oir, pero Gervasio se puso lívido.

Piscop, muy tranquilo, siguió diciendo: —Ya ve usted, señor Conde, que se puede tener educación é instrucción y ser de gran familia, é ignorar los negocios. Usted lo prueba una vez más. No hay más promesas ó palabras válidas que las palabras y las promesas escritas. Las otras serían demasiado discutibles para darles fe. Es muy posible que uno de nosotros, un día cualquiera, en el aire y respondiendo á una petición entre otras mil, le haya prometido á usted, en efecto, una renovación; pero si lo ha hecho no ha podido hacerlo seriamente, y usted lo sabía bien, pues no tenía autoridad para comprometer al grupo; solamente nuestros compromisos firmados y colectivos podían asegurar á usted la ejecución de un verdadero contrato...

Juan miraba á aquel hombre mientras hablaba.

Su cara, que parecía tallada en dura madera, se iluminaba de contento al ver delante de él á aquel noble señor del país, humillado de tal modo y vacilando entre un movimiento de cólera y una petición de gracia.

Fué aquella una dura lección para el pobre Conde; para los demás fué un nuevo desquite de un pasado de diez siglos; todos gozaron de él en silencio, astuta y maliciosamente.

Piscop continuó: —Si fuera usted justo, ya que habla de justicia, y razonable, ya que habla de razón, recordaría cuál era su situación hace cinco años, cuando nos sustituimos á sus primeros acreedores. Aquellos eran usureros, judíos y árabes, que le habían trasquilado hasta el pellejo; en aquella época pagaba usted, sin pestañear ni gritar, intereses de treinta y cuarenta por ciento. Con nosotros no ha habido nada de eso; hemos venido, le hemos ofrecido cinco años de plazo para rehacerse, para prever y remediar el mal, y cinco años son tiempo... Si no sale uno de apuros en cinco años, no sale nunca... ¿Qué hemos pedido en cambio? Seis por ciento, nada más, con una pequeña comisión para los intermediarios. ¿Somos unos ogros?

La pregunta quedó sin respuesta; y el labrador siguió diciendo lentamente: —Durante cinco años, ha dormido usted á pierna suelta, ha vivido usted bien, dado fiestas, gozado del presente y olvidado el porvenir, es decir, el vencimiento. ¿Debíamos nosotros ir á su casa, á turbar la fiesta, para advertirle que los días se iban y, con ellos, los meses y los años?... ¿Cómo nos hubiera usted recibido?... Y, pasados los cinco años, se despierta usted y grita Fuego!... No comprendo; no comprendemos.

El Conde escuchaba impasible y con los brazos cruzados. Por un momento estaba reconquistado y se esforzaba por estar tranquilo. Con voz reposada, replicó: —Habla usted como un libro, son ustedes unos santos; pero lo que los pierde es el orgullo. Tienen la pretensión de burlarse del mundo, y olvidan que todo el mundo tiene más talento que ustedes. A pesar de sus órdenes de bolsa y de sus operaciones de banca, siguen ustedes siendo gentecilla de cerebro obscuro, de espinazo encorvado y de mirada bizca por herencia.

Sus abuelos han arañado demasiado la tierra, temiendo recibir golpes, y á ustedes les queda algo. Esto en cuanto á su moralidad, y para probarles que no me engañan sus hermosas frases y que si quieren quedarse conmigo, después de quedarse con mis bienes, la cosa no es posible... Llegan ustedes cien años tarde; el Terror ha pasado...

Al oir aquellas impertinencias dichas sin prisa, la cuadrilla de los harapientos agrupada en torno de la mesa, se estremeció primero; después se produjo un sordo rumor; y por fin estalló un clamor de odio en la sala baja y ahumada.

Todos se pusieron en pie gesticulando; Gervasio aullaba: —Basta, basta: está usted aquí en nuestra casa...

¡Cuidado!

Se adelantó amenazador, pero Piscop le cogió por un brazo y le obligó á volver á la sombra. Grivoize el mayor, rodeado de sus hijos, vociferaba amenazas: — Enhorabuena! mejor es así... Si había algún escrúpulo, ya no le hay... Le estragularemos á usted como á un conejo, sí, como á un conejo.

Grivoize el menor é Hilario también rabiaban: —Le oís? no se anda con rodeos; somos unos harapientos unos destripaterrones, unos descamisados...

¡Y quiere que le tengamos consideraciones!...

Pero, Juan de Valroy, dominando el tumulto, siguió diciendo: —Ladrad, pero no morderéis... ¿Queréis la guerra?

La tendréis; vuestras transacciones no pueden ser honradas y hay tribunales en Francia. Ya veremos. Os creéis muy fuertes, como todos los brutos, pero entre un procurador y un juez, cambiaréis de color y de tono.

Todos se quedaron callados.

Aquellos campesinos, á pesar de su confianza en su causa y de su certeza de tener el derecho de su parte, estaban confusos. No les gustaba aquella especie de evocaciones, pues conservaban todavía, por atavismo, miedo á una justicia poco clemente con los pobres.

Por fin, Piscop, mirando al suelo, dijo con indiferencia: —Como usted quiera.

Pero Gervasio avanzó de nuevo y habló; su padre, cansado de ser prudente, le dejó hacer.

—Señor Conde, tiene usted razón, somos unos brutos y gente de poco más ó menos; pero entonces, ¿por qué está usted aquí? No se va á implorar caridad y á mendigar tiempo, que es dinero, á casa de los brutos cuando se es como usted un magnífico señor cuyos abuelos zurraban á los nuestros... Por esto está usted perdido y todos los discursos son inútiles. Cuando un villano tiene en la mano la garganta de un noble, el villano aprieta los dedos si no está loco. Vengamos á los viejos del tiempo de los reyes; á los que no comían para que ustedes engordasen; á los que sufrían, trabajaban, lloraban y deseaban la muerte como único descanso...

Ahora somos los más fuertes y debemos aprovecharnos. ¿Qué almas serían las nuestras si no? No somos tan cristianos...

Gervasio tomó aliento para la peroración: —Lo que pasa se dice en pocas palabras. Del lado de usted orgullo, locura y desidia; del nuestro odio, envidia y voluntad. Hace cien años que los Grivoize y los Piscop trabajan para conseguir lo que hoy sucede, que la granja se coma al castillo, para que el castellano venga á la granja á implorar al villano; y para que el villano responda á ese señor vacío: «Siga usted su camino, buen hombre, no tenemos nada para usted..

El conde Juan, lívido bajo aquel chaparrón de insultos, trataba de protestar; pero siempre su voz había sido cubierta por un rumor creciente, que se apaciguaba al instante cuando era Gervasio el que hablaba.

Cuando éste se calló, se manifestó en los presentes cierto asombro. Aquellas frases excedían á todo lo que se había previsto como réplicas violentas. Los jóvenes estaban satisfechos; los viejos movían la cabeza. Todos contemplaban al enemigo, el señor conde Juan de Valroy—Reteuil, esperando y temiendo lo que iba á decir ó á hacer.

El Conde, viendo que su ruina era definitiva, sentía ganas de matar.

Si en aquel momento hubiera tenido un arma en la mano, la sangre hubiera acaso corrido.

Perdió la cabeza, opuso la injuria al insulto y se dirigió con los puños cerrados hacia aquellos brutos, que retrocedían á pesar de todo.

— Canallas! Los salteadores de caminos valen más que vosotros, porque al menos arriesgan el pellejo. Y tú, hijo de tu padre, miserable, hijo de miserable, que vomitas tu odio delante de mí, paleto de manos sucias, que te crees mi igual porque tu saco está lleno y mi bolsa vacía escucha y comprende. No, no serás nunca delante de mí más que un triste pelagatos... Soy y seré siempre tu amo. Y la prueba es ésta si te hubieras atrevido á decirme una sola palabra más alta que otra en el castillo, que es todavía mío, te hubiera hecho arrojar á la calle por mis lacayos, mientras que yo, en tu casa á ti, á tu padre y á toda tu familia de bandidos, os escupo á la cara cuatro verdades que no pueden ser más que cuatro ultrajes, y ni uno de vosotro, viejojoven, pequeño ó grande, se atreve á hacer el gesto de mostrarme la puerta... Esta es la diferencia. Tú eres Piscop y yo Valroy; yo te tuteo y tú me llamas señor Conde; cuando yo levanto la mano, tú preparas la espalda; es cuestión de costumbre y está muy bien así. Sí, ya lo ves, gran imbécil: orgulloso de tu fuerza, te mueves de un pie al otro y no sabes dónde meterte...

Tus padres y tus tíos bajan la nariz y sienten cosquilleo en las piernas... ¡ Paletos! como los perros de traílla, habéis conocido la voz del dueño y os corre el escalofrío por el pelo. Aquí estoy delante de vosotros, en vuestra casa, y ninguno se mueve. Si me voy es porque EN LA PAZ.—13 quiero y porque me da asco respirar vuestro aire y mirar de cerca vuestras caras de estúpidos lavadas en sudor... Adiós.

Y considerándose por fin superior en el insulto y contento de sí mismo, Juan de Valroy salió de la casa y se marchó.

Detrás de él se levantó de nuevo un griterío. Pero todos los Piscop y todos los Grivoize se quedaron cabizbajos y humillados.

—Ya nos desquitaremos en el arreglo de cuentasdijo el mayor;—se le apretarán los tornillos una vuelta más y se irá en cueros, yo os lo digo.

Pero por más que hacía, la broma sonaba á hueco.

Cada uno en su rincón pensaba en algo y se rascaba la oreja. El Conde había dejado rencores ardientes.

—¡ Bah!—dijo Piscop, afectando desenvoltura,—hay que bajarse para recoger.

El conde Juan volvió al castillo de una galopada; tenía necesidad de movimiento y de velocidad; el viento que le azotaba en su carrera activaba todavía el vértigo de sus reflexiones.

La noche había cerrado llena de estrellas en un cielo radiante; una noche hecha para los paseos furtivos de tímidos amantes.

Juan se apeó delante de su puerta y confió el caballo á un lacayo que le salió al encuentro.

—El señor Vizconde?

—El señor Vizconde está en el salón.

—Bien.

Juan entró; su hijo, en efecto, estaba sentado en un sillón y reflexionando profundamente en la obscuridad. El Conde no le distinguió, pero el joven se levantó y salió á recibirle.

—Vengo de allí—dijo el Conde.

—¿De dónde?

—De casa de los Piscop y los Grivoize.

—Tú, mi padre ?...

—Yo, tu padre... Tienes razón; son unos bandidos.

Es maquiavélico, inconcebible. Hemos sido minados silenciosamente durante años y hoy es la explosión de un odio secular; si no pagamos estamos perdidos.

—Lo sospechaba—respondió el Vizconde ;—había olido el enemigo.

El Conde no le escuchaba y le interrogó brevemente.

—¿Qué pasa aquí? Tu madre...

Jacobo hizo un gesto de aburrimiento y de tristeza.

—Está durmiendo; ya sabes, esta era la respuesta acostumbrada en otro tiempo... Está durmiendo, es decir, que una vez más se encuentra en el sopor de la morfina. He querido verla hace un momento y me ha rechazado con un grito y ojos de espanto... Tiene otra vez miedo de mí, del heredero de los Reteuil que se matan.

Juan se estremeció y miró á su hijo con el corazón oprimido por una nueva angustia; después replicó encogiéndose de hombros: —Dejemos estas tonterías; tenemos demasiados motivos serios de disgusto para ocuparnos en vanos sueños... Ha venido la de Reteuil ?

—Hoy no.

—Vén entonces; vamos á su casa.

El padre y el hijo se fueron á pie, cortando por los atajos del bosque. Por el camino preguntó el Conde: —Has visto á Arabela?

El joven respondió dando un suspiro: —Sí, esta tarde.

—Qué te ha dicho?

—Que no comprende... Ha escrito á su padre que venga en seguida.

—¿Es verdad?

— 196 —¡Quién sabe !...

—No está cambiada contigo?

—No parece... Además, es impenetrable. Miss Bella es una esfinge.

—Su madre ?...

—No ha venido; parece que está muy enferma en la camai —¡ Inoportuna enfermedad !... En fin, todo esto se va á poner en claro muy pronto... ¡ Pobre hijo mío! Temo que no estemos más que á la mitad del camino del sufrimiento... He sido muy culpable.

—No te acuses, padre mío.

—Tienes razón, no es éste el momento. No hay que quejarse, sino que defenderse y luchar palmo á palmo contra la invasión de los bárbaros... Si los hubieras visto...

—Supongo que los has tratado...

—Puedes estar tranquilo; iba á conciliarlo todo y á pedir tiempo... Pero me hervía la sangre delante de aquellos brutos y lo he echado todo á rodar... Los he azotado como negros. Pero no me arrepiento, pues el resultado hubiera sido el mismo aunque les hubiera suplicado de rodillas. Esos bandidos premeditaban el robo hace mucho tiempo.

—Por fin—dijo Jacobo,—me consuelas un poco; tus consideraciones me atacaban los nervios... Gervasio?...

—Tiene lo que necesitaba. El es, en verdad, el único que me ha hecho frente un minuto, pero le he destrozado particularmente... Ahora vendrá su venganza... Si yo tuviera dinero!

Llegaron al castillo de Reteuil y la anciana amiga de los Carmesy los recibió en bata, papillotes y gorro de dormir.

—Buenas tardes, hijos míos... ¿Qué nueva desgracia?...

—Tranquilícese usted—dijo Juan;—no hay nada nuevo; la cosa no puede ir peor; pero tenemos que hablar. Tengo dudas ó, más bien, temores. ¿Cómo está usted con el Marqués? ¿Qué fondos ha colocado usted por su consejo en el famoso Modern Ahorro?

La de Reteuil abrió las dos manos en un sencillo ademán: —Es fácil de saber; todo lo que tenía. Dinero y valores negociables por más de cien mil pesos.

Valroy apretó los puños.

—Está bien—dijo;—con el dote de Antonieta son ciento cuarenta mil arrojados á ese abismo, porque es un abismo, señora, un abismo sin fondo... Tengo ahora casi la certeza. ¡Ah! los Carmesy nos cuestan caros...

—Papá...

_Juan...

Jacobo y la anciana se referían cada uno á un pensamiento distinto. El Conde siguió diciendo: —No acuso á usted ni á nadie; no tengo ese derecho porque soy el primer culpable. Si no hubiera disipado mis bienes, no hubiera tenido necesidad de dinero, Godofredo no me lo hubiera ofrecido y no nos hubiera arrastrado á todos al abismo en que nos agitamos. Mañana iré á París al Modern Ahorro, y veré lo que vale esa extraña compañía financiera. ¡Cuántos reproches tengo que hacerme en esta ocasión! Lo he aceptado todo con los ojos cerrados, después de haber tenido tantas prevenciones... Mi estupidez no tiene igual y he merecido lo que sucede; pero ustedes... ustedes....

La anciana gimió á su vez y confesó sus errores...

—Sí, todo eso es verdad, ¡ Dios mío! ¿en quién creer!

Yo soy, mi pobre Juan, quien le llevó á usted el Marqués y le suplicó que confiase en él... Lo recuerdo.

Yo también confieso mis culpas, y no son menores...

Pero se irguió queriendo cobrar valor.

—Pero no; no es posible; Carmesy va á venir y á arreglar todo esto... Seremos dichosos todavía... Yo creo...

—Dios oiga á usted, señora, pero yo no creo ya nada—interrumpió el Conde con voz sorda.

La anciana se levantó y tomó por testigo á su nieto, que triste y con la cabeza baja, escuchaba sin decir nada.

—Vamos á ver, tú, Jacobo, habla; įsospechas de Carmesy, de Adelaida y de Arabela?

El joven sonrió tristemente: —Yo... yo no sé nada... Defenderé á Arabela mientras me quede aliento. La creo inocente de estas maniobras; es tan joven... y, además, los negocios de dinero no atañen á las muchachas. La Marquesa... tenía yo gran fe en ella... pero esa fe ha disminuido acaso.

En cuanto al Marqués, su partida precipitada, sin advertirnos y su ausencia en estos días, me parecen inexplicables ó de una explicación terrible... Tengo miedo, sí, mucho miedo, la verdad.

Se calló porque su voz era temblorosa y tenía vergüenza de su emoción.

El padre y el hijo volvieron á Valroy por la carretera discutiendo las probabilidades buenas ó malas; pero hablaban, sobre todo, por hacer ruido y aturdirse, pues ni el uno ni el otro creía en lo que decía ni en lo que decía su compañero. Era aquello el cataclismo. El Conde estaba seguro de que el día siguiente iba á saber en el Modern Ahorro algún nuevo desastre.

Jacobo tampoco lo dudaba. Carmesy de viaje era Carmesy en fuga; era la confesión; todo lo que él había edificado debía derrumbarse.

Jacobo, sin embargo, se agarraba á una última esperanza. Si el Marqués pensase alejarse para mucho tiempo, no hubiera dejado á su mujer y á su hija detrás de él. Pero el joven refutó él mismo esta afirmación. ¿Por qué no, después de todo? Adelaida y Arabela no arriesgaban nada permaneciendo solas en la Villa Rústica. Aun cuando estuviese probado y averiguado que el Marqués había conseguido arruinar á Valroy y Reteuil juntos, nadie pensaría en hacer responsables de sus actos á aquellas dos mujeres, que podían quedarse en el país sin tener nada que temer.

¿No sería él el primero en protegerlas?

Al pensar en esto embotó su cólera un sentimiento de infinita dulzura.

Los dos hombres de la misma estatura, andaban rápidamente por la carretera; la luna proyectaba delante de ellos, como vanguardia, sus dos inmensas sombras; la noche era clara y un poco fría.

En un repliegue del terreno dormía el caserío de Taillefontaine, con sus cabañas diseminadas y su pobre iglesia, sin una luz detrás de sus vidrios muertos; un perro ladró y rompió el silencioi Padre é hijo llevaban el mismo pensamiento. ¡ Era verdad, Dios mío! Mañana, acaso, aquellos paisajes familiares, aquella tierra abuela, todo lo que formaba sus propiedades, sería dividido y despedazado por una cuadrilla de ávidos bandidos. Les quitarían sus bienes, delante de ellos, por la fuerza, y no tendrían más que cruzarse de brazos y dejar hacer, para volver después la espalda á los antiguos muros amigos y partir sin objeto hacia cosas nuevas.

Ante esta perspectiva, sus corazones se oprimieron; los dos sintieron por adelantado la amargura y la áspera nostalgia de los desterrados errantes, sintiéndose ya extranjeros en aquella atmósfera y con vergüenza de que así fuese.

De repente sonaron detrás de ellos unos pasos precipitados y poco seguros, el ruido de un galope de bestia perseguida; después una voz sin aliento gritó: —¡ Jacobo !

El Conde y el joven se detuvieron bruscamente: hasta tal punto resultaba siniestra en el silencio de la noche aquella llamada ronca y casi desesperada.

Vueltos hacia Reteuil, esperaron ansiosos; poco después, una forma, ó, más bien una masa, rodó hasta ellos con un ruido de fuelle roto y un lastimoso anhelo.

Y aquello hablaba: —Señores... perdón si he dicho «Jacobo...» pero era preciso para llamar á ustedes... ¡ Señores, «ella» se va..aellas» se van... ocultamente, sin decir nada... sí, en la «villa»...

Habían reconocido á Berta y la escuchaban horrorizados, pues se estaba ahogando con el pecho levantado por el hipo, la cara lívida y los ojos saltones; y las palabras que decía la estrangulaban al salir.

Al oir la advertencia los dos se estremecieron; Jacobo dió un salto: —¿Qué dices?... ¿Se van los de la Villa Rústica ?

La mujer, comprimiéndose con ambas manos las agitadas caderas, hizo con la cabeza una señal enérgica.

—¡ Sí!

Y por retazos, por sílabas, trató de precisar.

—Esta tarde ha venido un coche... de la villa... el tren... las once... son las diez... Se van... cargan las maletas... Entonces he corrido... aquí estoy.

No lo decía todo. Advertida por casualidad de que la Marquesa había encargado un coche, había adivinado en seguida alguna fuga fraudulenta, contraria á los intereses de Jacobo y por la que éste sufriría.

Entonces había acechado y espiado como ella sabía hacerlo, sin que se sospechase su presencia, oculta entre la espesura.

Jacobo ni siquiera le dió las gracias, estaba ya lejos, corriendo hacia la Villa Rústica. Cuando Jacobo no estuvo ya allí, Berta se dejó caer como un montón en la cuneta del camino, siempre anhelosa.

El conde Juan la miró y sintió á la vez una inmensa piedad y una inmensa repugnancia; piedad hacia aquel pobre ser caído, pero fiel, sin embargo, á sus primeros cariños, pues el Conde no dudaba de que Berta le adoraba todavía; repugnancia por la criatura deforme que había llegado á ser. Juan se estremecía recordando el pasado de la hermosa Berta y pensando que había amado la juventud de aquella cosa decrépita.

Berta estaba delante de él derrumbada, casi asfixiada, trágica, con las piernas abiertas y las manos crispadas en la hierba. Por fin, dijo todavía: —Señor Conde, sígale usted; no se sabe lo que va á hacer.

—Es verdad—murmuró Juan pensativo.—Gracias, Berta. Adiós.

A los trescientos metros se detuvo, sin embargo, vaciló, estuvo unos minutos pensativo en medio del sendero, y, por último, volvió pies atrás.

—No—dijo en voz alta, no voy á hacer más que importunarle... Es negocio de amor.

Y siguió de nuevo el camino de Valroy. Berta había desaparecido.

Jacobo seguía corriendo. Cortó por una antigua cantera, cuyos agujeros y sinuosidades conocía, tomó por un campo de zanahorias, que pasó á saltos, y vió, por fin, reluciendo con la luna, el tejado de pizarra de la Villa. Estaba cerca. Delante de la puerta, vió parado un ómnibus de ferrocarril con imperial para los equipajes; los faroles arrojaban fulgores rojizos en la noche.

Cuando Jacobo apareció, dos hombres estaban cargando penosamente un baúl muy pesado que estaba apoyado por una esquina en la rueda de delante; el cochero, en pie sobre el techo, tiraba de él con una cuerda, y un campesino, vecino sin duda, hacía mil esfuerzos para levantarle.

Al ver á un hombre en la noche, el cochero se alegró: —Eche usted una mano, compañero—gritó.

Arabela, que salía de la casa, repitió la invitación, pero en otra forma: —¿Quiere usted ayudar? Se le dará propina.

Pero retrocedió de repente dando un grito ahogado; á la luz amarilla había conocido á Jacobo. Por muy dueña que fuese de sí misma, se quedó sorprendida ; y como estaba inquieta, se puso insolente.

—¡ Usted!

Y esta palabra sonó seca, hostil, amenazadora. Jacobo comprendió por aquellas dos sílabas que su causa estaba perdida y que también ella era cómplice de la ruina de Valroy; se contuvo, sin embargo, y con voz fría respondió: _Yo.

Después preguntó: —Deserta usted?

Bella palideció y dijo sordamente: —No comprendo; cualquiera diría que no somos libres...

—No—gritó violentamente el Vizconde,—usted no lo es... Luego mentía usted? ¿Luego hace cinco años que está usted mintiendo?

Bella buscaba todavía pretextos y excusas. Con los ojos fijos en el suelo, declaró: —Juzga usted demasiado de prisa y me condena sin oirme. Esta partida repentina tiene sus razones. Mi padre está muy enfermo y nos llama á su lado. ¿Qué tiene esto de extraño?

El joven se encogió de hombros.

—Nada, en efecto, nada tiene de extraño... todo es muy natural; tan natural, que no ha pensado usted siquiera en prevenirme y esta tarde todavía me ha dejado usted soñar con un amor eterno y me lo ha jurado por centésima vez...

—El telegrama ha llegado hace dos horas.

Jacobo le miró bien de frente, y ella evitó esa mirada; entonces el joven respondió brutalmente: —No creo ni una palabra. No hay tal telegrama ni su padre de usted está enfermo. Huye usted porque nos amenaza la ruina, que es su obra de usted y de sus padres, sí, de todos los Carmesy...

Bella se irguió, herida en su orgullo.

—Es usted absurdo; no hay nada de eso. Si el conde de Valroy ha disipado su fortuna, la culpa no es de nadie más que suya. Esto es lo que se gana esforzándose por salvar á los que se ahogan: ese es el agradecimiento.

Jacobo recogió la palabra y respondió en tono amargo: — El agradecimiento!... Está completo; más aún, esto excede á todo... Oiga usted, Arabela; hace apenas una hora la defendía á usted y no quería creer en su complicidad en tal aventura. Pero su fuga me prueba que me equivocaba una vez más; es usted un instrumento en la mano de su padre. Es usted una admirable comedianta, pero bueno es que sepa que sus gaterías no engañan ya á nadie... ni á mí... no, ni siquiera á mí... Y, sin embargo...

Se calló porque su voz no era ya segura; y ella cobró audacia al verle flaquear. Era preciso aprovechar aquella pequeña ventaja: —Gracias, señor de Valroy, esas son buenas palabras; si tuviese alguna pena, bastarían para disiparla.

—No tiene usted pena?

—No; no puedo tenerla por un viaje de ocho días acaso.

Todavía trataba de ilusionarle y él comprendió la mentira, pero se dejó coger todavía un minuto: tanto deseaba ser tranquilizado.

—Ocho días?

—Sin duda; aunque sean quince... Cuando vuelva, Valroy estará todavía en su sitio.

—¿Quién sabe?...

Se quedó pensativo; y después, cogiéndole las dos manos y atrayéndola hacia él, le dijo: —Arabela, júreme usted que su corazón no ha cambiado desde los primeros días en que decía que me amaba; que la mujer que es usted hoy tiene los mismos sentimientos para mí que aquella niña.

Por los ojos de miss Bella pasó un breve fulgor burlón; bajó la cabeza y respondió con una voz que quería ser franca: —Eso se lo juro á usted.

No se comprometía á mucho, y él debió de comprenderlo, pero esta vez todavía prefirió ser engañado.

Sin embargo, la luz iba entrando poco á poco en su pobre alma espantada; empezaba á ver claro, á sospechar de aquella muchacha singular, á penetrar aquel enigma viviente cuyo secreto pesaba sobre toda su vida. Después de un momento de silencio, añadió con ironía: Quiere eso decir que no me ha amado usted nunca ?

Bella se impacientó. Dos veces ya la marquesa Adelaida se había asomado á la puerta y le había hecho seña de que rompiera la conversación, en la que ella no quería mezclarse. La hora pasaba, los equipajes estaban al fin cargados. Jacobo iba á hacerles perder el tren.

—Estamos diciendo siempre lo mismo y así no adelantamos nada. Además, esto es desagradable. Tengo derecho á tener una voluntad; cualquiera que sea, respétela; abur.

Bella trataba de desprenderse, pero él la retuvo.

—No, así no, sería demasiado cómodo y se reiría usted dentro de un momento cuando el coche se hubiera marchado. Por mucho que usted diga, veo quehuye para no volver. Huyen ustedes después de dar el golpe, como dos criminales cuyo jefe se ha escapado el primero. Dice usted que se va por ocho días, y hay en el ómnibus cuatro grandes baúles y dos cestos de mimbre. Se llevan ustedes todo menos los cuatro muebles que no quieren conservar... Es una mudanza sin propósito de regreso... No hay en ustedes más que cobardía y traición... Pues bien, tenga al menos el valor de sus actos y confiéselo... eso será más limpio. Reivindiquen ustedes sus derechos de mujeres libres y terminemos todo esto con una carcajada. Reconozcamos que la farsa ha estado bien representada.

Se calló y esperó; pero ella siguió muda. Entonces Jacobo continuó diciendo: —No responde usted, y yo lo haré en su nombre. He aquí lo que debía usted decir: «Sí, durante cinco años me he burlado de usted y de los suyos; he ayudado á mi padre á entrar en sus casas; cuando el agujero es estrecho, los niños pasan los primeros... y esto es lo que he hecho; estaba amaestrada para agradar y he agradado, á los viejos, á los jóvenes, á los hombres, á las mujeres, á todos. He prodigado miradas, hecho gestos y afirmado mis caprichos, pues parece que para ser tan voluntariosa hay que estar segura de sí misma... He vuelto todas las cabezas y escamoteado todos los corazones, mientras mi madre estaba en acecho y mi padre forzaba las cerraduras y registraba los cajones. Todo ha resultado maravillosamente; las buenas personas que nos habían recogido con los brazos abiertos y los ojos cerrados, están en peligro y su casa se inclina. Entonces abrimos la puerta á los bandidos del exterior para que acaben de consumar la ruina, y nos escapamos sin volver la cabeza, llevándonos, sin duda, en el bolsillo el precio de nuestras sonrisas y de nuestras traiciones.» Sí, esto es lo que usted diría si tuviera sencillamente la más fácil valentía... Pero no... en vez de eso, niega la evidencia y se esquiva como un chiquillo mal criado, gritando: ¡No es verdad !» Jacobo, en la prueba, volvía á ser él mismo, lo que era en otro tiempo, un joven violento y pronto al ultraje, que se embriagaba con las palabras y lo echaba todo á rodar, sin cuidarse de causar así males irreparables.

La señorita de Carmesy—Ollencourt creyó perder el aliento y la razón bajo aquel chaparrón de insultos.

Los sacudimientos hacíanla retroceder como automáticamente, para erguirse de nuevo bajo la granizada de injurias. El furor la ahogaba.

Por fin volvió de un salto hasta Jacobo, y le devolvió golpe por golpe.

—i Cállese usted, yo se lo mando! ¿Usted?... ¿A mí?... ¡Pobre muchacho! Espere usted...

Estaba sofocada y trataba de recobrar el aliento por profundas aspiraciones. Por fin lo consiguió.

— Oiga usted la verdad !... Hace cinco años, era yo una niña, y no sabía nada... Hemos venido á este país, á esta tierra que debía ser nuestra, porque en ella dormían nuestros antepasados... Mis padres no querían ver á nadie; éramos orgullosos dos veces, porque éramos muy nobles y porque éramos pobres... no poseíamos, como usted dice, más que cuatro muebles de tres al cuarto... Así, pues, evitábamos á la gente. La señora de Reteuil vino entonces....

—¿ Va usted á acusarla también?

—No; déjeme usted hablar... ya le llegará la vez.

Vino, y fué absolutamente preciso aceptar sus servicios y sus ofrecimientos... Insistía tanto, que mis padres cedieron por mí.

á Miss Bella, al contrario que el Vizconde, se calmaba poco a poco hablando; aspiraba á más que á fáciles injurias; quería herir mortalmente; y hablaba sin apresurarse, buscando las palabras y eligiendo el sitio vulnerable.

—Sí, sí, es sabido—dijo Jacobo con ironía ;—sus padres de usted son admirables, su padre sobre todo...

Bella continuó, resuelta á no conmoverse más: —Hemos aceptado invitaciones á paseos primero y á comidas después, sin sospechar que un día los que nos las ofrecían, reducidos á nada, sentirían sus larguezas y nos las echarían en cara.

Jacobo saludó, pero no respondió; todavía era suya la ventaja. Bella continuó, preparando los efectos, produciéndolos gradualmente en una escala ascendente, desde el burlón á lo trágico.

—Yo particularmente fuí atraída á vuestros castillos, no porque esto lo desease al principio; lejos de eso, recuerde usted que ya hemos sido enemigos...

Al decir esta frase, se encendió en sus ojos una chispa de cólera; su voz era más baja y más sorda, como una amenaza. Pero tomó de nuevo el tono de una conversación ordinaria.

—Sí, se me invitaba todos los días á volver el siguiente. Decían que yo llevaba la alegría y la luz. La realidad era que sus quince años de usted se habían enamorado de mis trece, y que siendo el amo en Valroy como en Reteuil, exigía usted mi presencia. Consentí, porque no sospechaba que en pocos días le convertiría á usted de tirano que era en esclavo estilo noble, que fué lo que ocurrió en estilo vulgar. Me ha hecho usted la corte infatigablemente. ¿Le he—alentado yo á usted nunca? Sea usted sincero. Jamás... Tenía yo demasiado orgullo por ser usted rico y yo pobre por ser yo demasiado noble y no serlo usted bastante...

El Vizconde se ruborizó: —¡Ah! eso sí que es nuevo...

—No; es muy antiguo. Mis padres, previendo en seguida una demanda de matrimonio, habían resuelto responder con una negativa pura y simple, sin más explicaciones. Pero el diablo tomó cartas en el asunto. Al conocerse mejor, vino la estimación y el cariño; esto era al menos lo que se decía entonces. Y yo la primera, encontré que si la fortuna no podía colmar las barreras que existían entre nosotros, el amor tenía alas y podía saltar por encima.

— Arabela!

— Cállese usted! no he acabado... Era aquél el tiempo en que el marqués de Carmesy era el amigo, el confidente, el hombre necesario, del conde de Valroy ; la condesa Antonieta no podía pasarse un día sin su querida Adelaida, que la había arrancado á las drogas narcóticas y devuelto á la vida; la señora de Reteuil adoraba á todo el mundo; y Arabela era idolatrada por los suyos primero y después por los vuestros, y principalmente por su señor padre de usted..sí, querido, así es. Si Juan de Valroy, con diez años menos, hubiera sido simplemente el hermano mayor de Jacobo, creo que hubiera habido alguna rivalidad.

Pasemos adelante; el Conde se aburría en la paz de los campos y una falda que pasa es siempre una diversión.

—Bella, si va usted ahora á recurrir á los venenos...

—Nada de eso; hago la historia de tres familias en provincia durante estos últimos años.—Continuó: Todo iba bien, cuando empezaron á circular feos rumores. El conde de Valroy había disipado parte de su fortuna, y lo que quedaba estaba muy comprometido por la imprudencia y hasta la locura de sus operaciɔnes. Mi padre, que lo sabía, pero no hablaba jamás de ello, trató con toda su alma de evitar el desastre, y trabajó para ello durante años. Por la noche, cuando estábamos solos, nos decía muchas veces: No sé cómo acabará todo esto... tengo mucho miedo.» A pesar de todo, no habían cambiado nuestros proyectos, sobre todo los míos. No me disgustaba que fuese usted menos rico, pues esa riqueza le hacía tener el orgullo de creerse igual á las personas mejor nacidas, lo que es un error lamentable; y puesta á hacer sacrificios, poco me costaba uno más. Soy valiente, usted lo be... Pero un día...

Se calló para ganar tiempo. El Vizconde comprendió que iba á oir algo enorme, é instintivamente afirmó su posición y aumentó su aplomo en el suelo.

Bella continuó: —Pero un día, mi madre volvió preocupada de una EN LA PAZ.—14 visíta á Valroy, y cuando le preguntábamos el por qué de su tristeza, nos dijo bajando la cabeza, después de hacerse rogar algún tiempo: «Hay una mancha en esta familia. » Ante este golpe inesperado, Jacobo retrocedió á su vez y también él rugió de cólera.

Señorita !

—Espere usted... Mi madre, viendo á la condesa Antonieta curada de sus antiguas manías, le había preguntado la causa de aquel mal sin nombre y su madre de usted le confesó esto...

La voz de Arabela silbó; llegada al fin de su discurso soltó las riendas á su odio con salvaje alegría, porque iba á herirle y á pisotearle. En sus labios se veía una ligera espuma...

—Su madre de usted confesaba: que su nacimientode usted la había herido para siempre y había estado á punto de costarle la vida. Pero esto no era nada, y sólo lo mencionó por incidente. Su madre de usted confesó también que sus ascendientes, por parte de Reteuil, eran unos maníacos peligrosos, poseídos por la locura del suicidio; que su padre se había matado sin saber por qué, por pura demencia; que su abuelo se había matado sin que nada le obligase á ello; que su raza estaba condenada y maldita; que ella misma llevaba en sí el germen de esta locura, lo que era su mal; y que temía haberle á usted transmitido ese germen con la vida. Por eso le había á usted alejado de ella, por el terror del hombre fatal que debía usted ser, y por el remordimiento de haberse casado y dado á usted una existencia condenada al drama, siendo así que ya conocía la historia de su familia. Guardaba rencor á su marido por haberla amado y héchose amar, amor funesto, que á pesar de sus escrúpulos había decidido su unión. Durante años le había á usted considerado como marcado y poseído, y más aún al ver que sus cóleras, sus furores infantiles, sus caprichos y sus inconstancias, anunciaban ya un cerebro sin equilibrio y un alma preparada á hundirse en la nada. Añadió, sin embargo, que hacía algún tiempo había recobrado el valor al verle á usted dichoso; esperaba que estando bien rodeado, escaparía usted á la mala suerte, y contaba conmigo para defenderle si llegaba la ocasión. Ahora bien, mi padre concluyó brevemente: «No se casa uno con esa gente. » —¡Ah! dijo Jacobo,—muy bien... ya veo... siga usted...

Bella continuó: —En aquella época estaba usted en América. Esperábamos que los viajes y sus aventuras traerían el olvido de sus afecciones... y, con este fin también, mi padre le aconsejó á usted el año siguiente, que explorase la Australia... Volvió usted de uno y otro continente en las mismas disposiciones y siempre tan tierno... Entonces mis padres han decidido marcharse, para probar el efecto de la distancia y del alejamiento. Pero no se arreglan estos asuntos en un día; ha habido dificultades y retrasos... yo misma me he negado mucho tiempo queriendo consagrar á usted mi vida... Sólo al ver la desesperación de los míos, he aceptado esta prueba del tiempo... Ha querido usted una explicación franca, y aquí la tiene. He aquí por qué nos vamos esta noche, y por qué no ha sido чsted prevenido...

La cabeza del Vizconde era un torbellino de ideas.

Hubiera querido responder á aquella muchacha de ojos verdes, que le sacrificaba sin una lágrima y adoptando modulaciones de burla, con un bofetón que la marcase para siempre. Pero no encontraba nada; tantas mentiras é infamias dichas al principio en tono tranquilo, tantas burlas crueles en seguida, tanto odio por fin, saliendo de aquella boca, de la que tenía derecho á esperar una canción de amor, aumentaban su confusión.

En este momento apareció por cuarta vez la marquesa Adelaida. El cochero, en el pescante, restañaba el látigo para advertir que los minutos pasaban. La Marquesa gritó: —¡ Arabela!

Y se dirigió al coche.

Entonces, por un recuerdo repentino del pasado y una reproducción de las primeras impresiones, ocurrió una escena rápida y violenta, que terminó con dos palabras, ya dichas en otro tiempo. El destino quiso que se separasen con las mismas palabras con que se habían saludado hacía cinco años en su primer encuentro.

Arabela, al oir á su madre, se dirigió al coche. Jacobo, perdiendo la cabeza, la cogió brutalmente por un brazo y la retuvo. Bella se desprendió dando un grito de dolor y exclamó: —¡ Grosero!

Y él respondió, rechazándola: Saltimbanqui!

Bella saltó al coche y la Marquesa cerró violentamente la portezuela. Aquella mujer de ojos puros y mirada leal, no había juzgado á propósito intervenir...

Conocía á su hija y sabía bien que ella bastaba.

El cochero arreó á los caballos, que salieron al trote largo; estaban retrasados.

Jacobo, con los brazos cruzados delante de aquella casa ya abandonada, donde había vislumbrado la dicha, miró huir en la sombra todo lo que había amado.

El ómnibus, mal equilibrado bajo la masa de equipajes, avanzaba con un ruido de hierro viejo y de vidrios sacudidos.

De repente, cuando atravesaba una plazoleta inundada de luna, salió de la cuneta del camino una granizada de piedras que dió en el coche y rompió un vidrio. Arabela resultó herida en una oreja. Las pie dras fueron acompañadas de imprecaciones. «¡ Canallas ¡Harapientas!» pronunciadas por la ruda voz de una campesina vieja y encolerizada.

El cochero, no sabiendo lo que significaba aquel ataque imprevisto, tomó el partido de huir á toda prisa, y los caballos, envueltos en un doble latigazo, salieron á galope tendido en la obscuridad.

En el interior, la Marquesa y miss Bella, muy pálidas, no estaban tranquilas. Un poco más lejos se calmaron y comentaron el incidente.

—Has visto ?

—Sí... una mujer, creo... muy gruesa y muy alta...

—Alguna loca, entonces...

—Puede ser.

Y añadió después de un rato de silencio: —No hay más locos en este país.

—No digas eso, mamá; antes de seis meses habremos vuelto.

La dulce Marquesa entornó los ojos y replicó: —Sí, pero dentro de seis meses muchos locos se habrán marchado.

Tras de estas buenas palabras de esperanza, las dos mujeres se sonrieron.

Arabela, sin embargo, tenía el pañuelo apretado contra la mejilla, que sangraba un poco.

Uu cuarto de hora después vieron los faroles de la estación; la Marquesa, decididamente pensativa y preocupada, dijo entonces: —¿Qué es lo que gritaron al arrojar las piedras ?

—¿Qué puede importarnos?... gritaron: «¡ Harapientas! ¡Canallas!...» ¿Estás contenta?

otras.

Bah!—dijo Adelaida—no ha podido ser por nosArabela estaba menos convencida.

En los mismos momentos Jacobo se volvía á Valroy. Maquinalmente y sin tener conciencia del camino que seguía, se metió por el bosque; el ancho camino que le atravesaba se desarrollaba recto y blanco bajo una luna muy alta.

El Vizconde caminaba por en medio, perdido en sus horribles pensamientos. Todo se derrumbaba: amor, orgullo y fortuna. Valroy no era ya Valroy; los ricos eran pobres; Arabela le había renegado. Sí, la ruina era cierta, evidente. La fuga de Carmesy anunciaba seguramente el desastre de las empresas financieras que había aconsejado y dirigido sin intervención.

¡Qué tristeza hoy! ¿Qué se sabría mañana? En ninguna parte se veía un resplandor de salvación; estaban rodeados de tinieblas. Pero lo que más profundamente le hacía sufrir era la última metamorfosis de la compleja Arabela. Esta vez se había desenmascarado á pesar de sus ironías, de sus pretextos y de sus insinuaciones.

Así, pues, durante tantos años, desde su primera juventud, casi desde su infancia, Arabela estaba mintiendo y sabía hacerlo; se burlaba de él y no le había amado ni un día ni una hora. Lo que hacía era envolverle, cegarle, para que no viese nada y consintiese en todo.

¡Ah! si, para colmo de dolor, hubiera sabido que aquella misma Arabela, al prometerse á él, se prometía también á otros y era el objeto definitivo de la partida jugada; que Gervasio Piscop, aquel tunante, tenía los mismos derechos que él sobre la heredera de los Carmesy de Francia y de los O'Brien de Irlanda, la misma que no encontraba bastante noble para ella á un conde de Valroy... acaso entonces, en un momento de demencia, hubiera buscado el crimen y le hubiera pronto encontrado.

Por el momento, no podía tratarse de venganza, puesto que no tenía delante de él más que un viejo y dos mujeres; era una fuerza más de aquel terceto tenebroso la de oponer tanta debilidad á toda explicación...

Después se cambió su pensamiento y volvió á ver á Arabela paseando con él en su charrette inglesa por aquel mismo bosque. Bella, que guiaba con mano nerviosa y firme, tenía catorce años y él dieciséis; sus largos cabellos de un rubio pálido le cegaban á veces y le ahogaban la cara en un tibio raudal. Jacobo creía sentirlos todavía en la mejilla.

Su recuerdo quedaba inscripto en todas partes ; aquellos árboles la habían visto; había hollado aquellos musgos con su ligero pie de sílfide; todo aquel paisaje se había pintado en sus profundas pupilas.

Jacobo tendió los brazos á la noche, oprimió el pasado en su corazón y, presa de un desfallecimiento, se dejó caer al pie de un olmo sin edad, y lloró.

El vizconde Jacobo no era ya más que un desdichado.

La flora y la fauna, en la quietud de las sombras adormecedoras, se callaban alrededor de él para escuchar los sordos sollozos escapados de aquel pecho de hombre...

Y las encinas casi eternas, expertas en el dolor por haber visto tanto, y bajo cuyas ramas habían dormido en otro tiempo las druidas y los reyes merovingios, le abanicaban con sus hojas en el blando viento de la noche.

Toda la selva compasiva exageró su dulzura para mecer y dormir aquella desesperación sin límites. El alma de las cosas cantó en un murmullo y le dijo: ¡Espera!» Los antiguos dioses que permanecen fieles á los bosques, vertieron sobre su cabeza el perfume de las resinas y de las hierbas. La tierra le manifestó su ternura.

Pero él, aplastado en el suelo, en una postura de agonía, continuó su angustia hasta los límites humanos. Ahora se acordaba de ciertas palabras: «Hay una mancha en esa familia; no se casa uno con esa gente.

¿Qué gente? Los hijos de los maníacos, de los locos dominados por ideas de muerte, de los sangrientos suicidas...

Una cierva atravesó lentamente el camino, escuchando curiosa los gritos sordos de aquel hombre. En otro tiempo, á falta de escopeta, Jacobo se hubiera armado de una piedra para herir á aquel animal confiado. Entonces la miró con amor durante un segundo porque no tenía pensamiento para mentir. La cierva se metió tranquila en la espesura. Y él reanudó sus reflexiones desoladas.

—Hijo de locos, predestinado él mismo y habiendo probado ya que era de su raza por delirios de infancia; esto era lo que se decía de él. Estaba fatalmente condenado al último acto del jugador vencido y del amante engañado. Podía elegir entre la ventana del bisabuelo y la pistola del abuelo; era siempre el mismo salto en lo desconocido, en la nada...

¡La nada; no sufrir!... Volver libremente á esa tierra que ahora le parecía amiga, mezclar sus cenizas con las raíces y con los gérmenes y florecer en ellos...

¿Por qué no, después de todo? ¿Era la locura que se apoderaba de él á su vez? Ello es que Jacobo no juzgaba ya ese acto tan difícil ni tan doloroso.

Ahora que estaba solo en la tierra, porque el mundo estaba vacío para él sin Arabela, no era la muerte el refugio supremo y el remedio absoluto?

Entonces, más y más tentado por aquella visión deslumbradora de un próximo aniquilamiento, en el silencio del bosque paternal, entre las quejas del viento y la calma imponente del universo nocturno, Jacobo repitió en voz alta y solemne, como un proyecto, casi como un juramento:

—¿Por qué no?