En la obscuridad
EN LA OBSCURIDAD
Una mosca le entra por la nariz al vicefiscal, el consejero Gáguim. Que entrara allí por curiosidad o por ligereza, a favor de la obscuridad, el caso es que la nariz no soporta la presencia de un cuerpo extraño, y Gáguim empieza a estornudar con tanto estrépito, que hasta la cama cruje.
La esposa de Gáguim, Marie Michailovna, una rubia gorda y robusta, se estremece y se despierta. Abre los ojos, observa la obscuridad, suspira y vuélvese del otro lado. Al poco rato, vuélvese de nuevo, aprieta los párpados, pero el sueño no vuelve. Después de varias vueltas y suspiros, se incorpora, salta por encima de su marido, se calza las zapatillas y se aproxima a la ventana. Fuera de la estancia, la obscuridad es completa. Vense únicamente las siluetas de los árboles y los tejados pardos de las granjas. En la atmósfera dormida reina un silencio absoluto. El guardián nocturno a quien se paga para que turbe esa tranquilidad cállase como un muerto. Marie Michailovna, al mirar hacia el patio, grita de repente. Parécele que una figura obscura se destaca sobre el parterre del jardín y se acerca a la casa... Al principio figúrase que se trataba de una vaca o de un caballo; pero no tarda en distinguir los contornos de un ser humano. Frótase los ojos, y nota que la silueta obscura se acerca a la ventana de la cocina, ante la que se detiene indecisa unos momentos, luego pone el pie en el alféizar de la ventana y desaparece en el interior.
«¡Un ladrón!», se dice Marie Michailovna.
Su cara cúbrese de intensa palidez. A renglón seguido, su imaginación la hace representarse el cuadro que tanto terror inspira a los veraneantes. El ladrón se encarama, salta a la cocina, de la cocina pasa al comedor; en el armario están los cubiertos de plata; más lejos se encuentra el dormitorio; las joyas corren peligro... Sus piernas flaquean y siente escalofríos en la espalda.
—¡Vasia!—exclama sacudiendo a su marido—. ¡Vasili Pracovitch! ¡Dios mío! ¡Despiértate, Vasili, te lo suplico!
—¿Qué ocurre?—balbucea el consejero Gáguim, aspirando el aire y moviendo las quijadas.
—¡Despiértate! Te lo suplico en nombre del Creador. Un ladrón se halla en la cocina. He mirado hacia fuera y he visto que un hombre saltaba por la ventana. De la cocina pasará al comedor; allí están las cucharillas... ¡Vasili! En casa de nuestra vecina ocurrió el año pasado lo propio.
—¿Qué hay? ¿A quién llamas?...
—¡Dios mío! No oye nada. Pero ¡comprende mi terror! He visto a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia se va a asustar, y los cubiertos están en el armario.
—¡Qué majaderías!...
—Vasili, eres insoportable. Te digo que hay un ladrón en casa y duermes y roncas. ¿Qué quieres? ¿Que nos roben? ¿Que nos maten?
El vicefiscal se incorpora, siéntase en la cama y bosteza ruidosamente.
—¡Qué demonio! No le dejan a uno en paz ni durante la noche. ¡Imposible dormir tranquilo!
—Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre encaramarse por la ventana.
—¿Y qué, después de todo? ¿Y qué que se encarame? Será probablemente el bombero de Pelagia.
—¿Qué dices?
—He dicho que probablemente será el bombero que viene a ver a Pelagia.
—Tanto peor—replica Marie Michailovna—; peor que si fuera un ladrón. Yo nunca permitiré en mi casa cinismo semejante.
—¡Vaya una virtud! No permitir cinismo. Esto no es un cinismo. ¿A qué emplear vocablos extranjeros? Es tradicional que cada cocinera tenga su bombero.
—Esto prueba que tú no me conoces. Yo no puedo tolerar que en mi casa nadie se permita... Hazme el favor de ir a la cocina y ordenar al bombero que se vaya. ¡Pero en este mismo instante! Mañana diré a Pelagia que no se atreva a reincidir. Cuando yo me muera, puede usted emplear en esta casa todo el cinismo que le plazca; entretanto, le niego este derecho. Sin tardanza, vaya usted a decírselo.
—¡Diablos!—exclama Gáguim con un gesto de fastidio—. Reflexiona bien con tus sesos microscópicos. ¿A qué voy a ir yo allí?
—¡Vasili! Me desmayo.
Vasili escupe con desdén y se calza sus pantuflas; escupe de nuevo y vase a la cocina. Está obscuro como un barril tapado. Gáguim tiene que andar a tientas. De paso, entra en el aposento de los niños y despierta a la niñera.
—Vasilia—la dice—, tú has cogido esta mañana mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—Se la he dado a Pelagia para que la limpiara.
—¡Qué desorden! No colocáis nunca las cosas en su sitio. Ahora me veo precisado a andar por la casa sin bata.
Entra en la cocina y se encamina al sitio donde, debajo de las estanterías y entre las cazuelas, duerme, encima de su baúl, la cocinera.
—¡Pelagia!—grita, sacudiéndola—. ¿Por qué te callas? ¿Quién ha venido a verte, saltando por la ventana?
—¿Por la ventana? ¿Y quién iba a entrar por la ventana?—dice Pelagia.
—Mejor es no representar una comedia. Dile a tu granuja que se largue, ahora que está todavía entero. Nada se le ha perdido por acá.
—¡Está usted soñando, señorito! ¿Me toma usted por tonta? Me canso durante todo el día; corro de un lado para otro desde la mañana hasta la noche; no tengo ni un momento de reposo, y ahora me sale usted con historias como ésta. Le sirvo a usted por cuatro rublos al mes, pagando yo mi ropa y mi azúcar, ¿y debo escuchar ofensas como la que usted me acaba de dirigir?
—Basta de letanía. ¡Que se vaya tu soldado inmediatamente por donde ha venido!
—Usted comete un pecado—dice la cocinera—. Parece imposible que un caballero rico ofenda a una desgraciada como yo, que no tiene quien la defienda. Estoy sola en el mundo.
Y empieza a llorar a lágrima suelta.
—¡Basta, basta, Pelagia! A mí me tiene todo perfectamente sin cuidado. Es la señora quien me lo manda. En cuanto a mí, poco me importa que dejes entrar al diablo por la ventana.
Después de esta conversación, no le quedaba al consejero sino explicar a su esposa que se ha equivocado. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
—Escucha, Pelagia: ¿has cogido tú mi bata? ¿En dónde está?
—¡Ay, señorito, le pido mil excusas! Se me olvidó dejarla junto a su cama, y la colgué aquí en un clavo, al lado de la estufa.
Gáguim, a tientas, busca la bata junto a la estufa, se la pone y se dirige al dormitorio.
Marie Michailovna, al irse su marido, se mete en la cama a esperar que éste vuelva. Transcurren tres minutos de relativa tranquilidad, pero luego empieza a inquietarse.
—¡Cuánto tarda en volver!—piensa—. No faltaría más sino que topara con el ladrón.
Y en su imaginación se representa cómo en la obscura cocina Gáguim recibe en el cráneo un golpe de maza y muere sin proferir un grito; en el suelo hay un charco de sangre...
Pasan cinco minutos..., seis... Un sudor frío corre por sus sienes.
—¡Vasili!—grita—. ¡Vasili!
—¿Qué te sucede? ¿Por qué chillas?—le contesta su marido—. ¿Te ahorcan acaso?
Gáguim acércase y se sienta al borde de la cama.
—No hay nada—dice—; todo ha sido imaginación tuya. Puedes estar tranquila; tu estúpida Pelagia es tan virtuosa como Lucrecia. Eres muy cobarde, muy...
Y el consejero zahiere cuanto pudo a su mujer. Hállase desvelado y no siente la necesidad de dormir.
—Eres muy cobarde—prosigue—. Es necesario que mañana vayas a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones; eres una histérica.
—Huele a brea o a cebolla.
—Sí; algo hay en la atmósfera que huele mal. Encendamos la vela. ¿Dónde están los fósforos? Te voy a enseñar el retrato de mi jefe, que ayer se despidió de nosotros y nos dió a cada uno su retrato con su autógrafo.
Gáguim enciende la vela. Antes de haber dado un solo paso en busca del retrato, unos pasos resuenan detrás de él y se oye un grito tremendo, salido de los labios de su mujer. Esta le contempla con asombro, coraje y espanto.
—¿Has cogido esa bata de la cocina?—le pregunta con voz sorda.
—¿Por qué lo dices?
—Contémplate.
El consejero mírase al espejo y prorrumpe en un ¡ah! fenomenal. Sobre sus hombros, en lugar de su bata, ve el capote del bombero.
¿Cómo ha podido ir a parar ahí?
Mientras él trata de explicarse la cosa, su mujer se imagina otro cuadro terrible; su marido entra en la cocina; todo está obscuro, silencioso; se oye un cuchicheo, etc., etc., etc.
¿Qué es lo que pasa entre Gáguim y la cocinera? Marie Michailovna da rienda suelta a sus cavilaciones.