En la casa de huéspedes
EN LA CASA DE HUÉSPEDES
— ¡Oiga usted!—ruje encarándose con el dueño de la casa de huéspedes la inquilina del cuarto núm. 47, la coronela Machatirina, que está púrpura de coraje y echa espumarajos por la boca—. O me da otra habitación o me voy de esta maldita posada. ¡Esto es una guarida de golfos! ¡Tengo muchachas casaderas y aquí no se escuchan más que horrores! ¿Cómo puede uno soportarlo? ¡De día y de noche! Oyense a veces tales cosas, que no sabe uno ni dónde meterse. Gracias que mis niñas no comprenden aún nada; de otra suerte, tendría que escapar aunque me quedara sin albergue... Justamente ahora Carlaniza, mi vecino... Puede usted escucharle...
—Yo te contaré algo mejor—dice en la habitación contigua una voz de bajo profundo—. ¿Te acuerdas del teniente Drujkof? Pues bien; aquel Drujkof hizo una carambola y, según su costumbre, levantó la pierna en alto... De repente oyóse un trrrr... Pensamos que se había roto el paño del billar; pero pronto nos dimos cuenta de que «los estados unidos» habían estallado por todas las costuras. ¡El animal levantó la pierna tan en alto, que no quedó una costura sana! ¡Ja..., ja..., ja...! Y había señoras en la sala. Entre otras, la mujer de aquel papanatas de Okurin... Okurin se puso como loco, rabiando. ¿Cómo atreverse a tamaña indecencia delante de una señora? Cruzáronse de palabras... ya lo sabes. Acabó Okurin por mandar sus testigos a Drujkof, y Drujkof, que no tiene pelo de tonto, les respondió:
—¡Ja..., ja..., ja...! Que no me mande a mí sus testigos, sino a mi sastre, que me cosió mal estos pantalones. ¡Suya es la culpa! ¡Ja..., ja..., ja...!
Sila y Mila, las hijas de la coronela, que se hallan sentadas junto a la ventana, apoyando sus mejillas gordinflonas en sus puños, ruborízanse y bajan los ojitos.
—¿Ha oído usted?—sigue Nechatirina, volviéndose al dueño—. ¿Qué le parece? Yo soy, señor mío, una coronela! ¡Mi marido ha ocupado un puesto importante! ¡No he de permitir que en mi presencia cualquier carretero relate indecencias semejantes!
—¡Señora, si no es un carretero! Es el capitán Kikin. ¡Es un caballero!
—Si hasta tal punto olvida sus deberes de caballero, que se expresa como un vulgar conductor de carros, merece ser despreciado aun más. ¡En una palabra, no discuta usted; emplee medios enérgicos!
—¡Pero, señora! ¿Qué puedo hacer yo? No es usted sola... todo el mundo se queja... ¡Si no puedo nada con él! Cuantas veces he ido a su cuarto tratando de convencerlo: «¡Aníbal Ivanovitch! ¡Por Dios! ¡Es una vergüenza!», me pone los puños cerca de la cara, diciéndome: «¿Los quieres probar...?» ¡Es en realidad un escándalo!... Por la mañana se despierta y se va al pasillo en... usted dispense... en paños menores. O bien se emborracha, coge el revólver y la emprende a tiros con la pared. De día no cesa de beber vino, y por las noches juega a las cartas... de las cartas suceden las peleas.
—¿Y por qué no le despide usted a ese ganapán?
—¿Pero cómo despedirlo? Me debe tres meses. Ya renuncio al dinero con tal de que se vaya. El tribunal le ha notificado la expulsión. Apeló, entabló recurso de casación, y se las arregla como puede para dar largas... ¡Es una calamidad!... ¡Y si viera usted qué hombre! ¡Joven, guapo, listo...! ¡Cuando no está borracho da gusto tratarle! El otro día, como no se hallaba ebrio, pasó el día entero escribiendo a sus padres.
—¡Desgraciados padres!—suspira la coronela.
—¡Naturalmente, son unos desgraciados! No es poca pena tener un hijo semejante. Le reprenden, le echan de las fondas, le imponen multas todos los días por escándalos, etcétera... ¡Vaya una desesperación!
—¡Pobre, desgraciada esposa!—vuelve a suspirar la coronela.
—No, señora; si es soltero. ¿Acaso le es posible casarse? Gracias a que pueda sustentarse a sí mismo...
La coronela da un paseo por su cuarto.
—¿De modo que es soltero?—pregunta—. ¿Soltero?
La coronela da otra vuelta y se queda un momento pensativa.
—Así, pues... ¿soltero?... Lila, Mila, quitaos de delante de la ventana. ¡Hay corriente de aire! ¡Qué lástima! ¡Un hombre joven y de tan mala conducta! ¿Y de qué proviene esto? De que nadie ejerce sobre él una benéfica influencia... No hay quien... Es soltero... Aquí tiene usted el motivo... Hágame usted el favor—prosigue amablemente—de ir a verle en mi nombre y suplíquele que se modere un poco en su manera de hablar... Dígale usted que es la coronela Nachatirina quien se lo pide... Vive en el número 47 con sus hijas, y ha venido aquí desde su hacienda.
—Muy bien.
—No lo olvide; dígale que llegó con sus hijas. Que venga a disculparse por lo menos. Estamos siempre en casa después de comer. ¡Mila, cierra la ventana!
—Pero, mamá, ¿para qué ver a ese borracho?—le interroga Lila al marcharse el dueño—. ¡Valiente convidado: bebedor, pendenciero, tunante!...
—No hables, querida mía; vosotras tenéis siempre algo que decir y por eso no os casáis... ¿Por qué no? Cualquiera que sea, no hay motivo de despreciarle... Quizá sirva de algo... ¿Quién sabe?—suspira la coronela, fijándose con preocupación en sus hijas—. Tal vez esté ahí nuestra suerte. Id a vestiros por si acaso.