V.

Perspectivas

Tarde es para un lobero despertar cuando los rayos del sól comienzan á calentar y confieso que al pisar la cubierta, mis compañeros me recibieron con una rechifla que yo agradecí, porqué, á la verdad, jamás habría soñado encontrar bajo aquellas ásperas cortezas, tesoros de afecto y de ternura como los que encontré.

Aquellos hombres, curtidos por el sól de los trópicos y quemados por los hielos de las lejanas tierras de Graham, recorridas en los veleros noruegos y yankees, que se arriesgan en aquellas latitudes — donde aún no ha ondeado la bandera azúl y blanca, por más que no disten sinó quinientas millas de nuestro territorio y encierren riquezas que, por más que poseamos muchas, no tenemos porqué despreciar — parecían sentirse rejuvenecidos cuando me veían á su lado y era de admirar el afán que demostraban por adiestrarme en su arte rudo y en todo aquello que su experiencia les habia enseñado. Poco á poco me fuí convirtiendo en el niño mimado de abordo y pronto desde el bravo hidalgo lusitano hasta Oscar — que era de suyo huraño y retraído — no me miraban como al sócio que tiene las mismas obligaciones, sinó como á un patrón que, como Smith, podía hacer las cosas si quería ó podia, pero sin que fuera dado reclamarle nada.

Luego de terminada la ovación, exclamó La Avutarda con su vóz de trueno y su marcadísima entonación austriaca:

— ¡Vea!.... ¡Este es su Winchester, amigo: ya está limpio!.... Las balas que le corresponden son esas cién que están ahí ... y ahora, venga, ayúdeme á. desarmar esta llave, que está más agarrada que la boca de Calamar, cuando no tiene á sotavento una copita de whisky ó de old brandy!

— ¡Oye, Avutarda!... ¡No seas haragán; deja al muchacho que vaya á tomar su café!... ¿No tienes vergüenza, hijo?... ¡Si hasta eso te habrán ganado tus amigos de Falckland! .... ¡Porqué antes no eras así!

Tendí mi vista sobre el mar y quedé encantado con el paisaje que descubrieron mis ojos.

La costa baja sobre que está situado Punta Arenas y que habíamos recorrido durante mi sueño, iba poco á poco desapareciendo para dar lugar á los caprichosos acantilados, por entre cuyas hendiduras, tapizadas de musgos y de líquenes, chorrean rumorosas las corrientes de agua que nacen en las montañas vecinas. Allá, en el fondo, recortan estas sobre el horizonte, sus lomos negruscos, apareciendo derrepente sobre el mar, en lontananza, en forma de una punta que se vé como tajada y que velan brumas azuladas:

es el Cabo Froward que se presenta coronado por el Monte Victoria empinándose sobre el Estrecho.

A un costado, la Isla Dawson cubierta de vegetación, muestra de distancia en distancia las cumbres enhiestas de los cerros que encierra y que relumbran con los rayos del sól naciente, mostrándose intermitentes, cada véz que una de las grandes ólas eleva el cútter en su vaivén magestuoso.

Abajo, y como cortado á' pico en el franco de la áspera montaña, se abre el Canál Gabriel, que parece una obra de gigantes y que presenta el aspecto de una inmensa boca que sonrie: se vén primero los dientes blancos, formados por los glaciéres que desprende de sus flancos abruptos el monte Buckland en sus fantásticas prolongaciones y luego — avanzando — la nariz fina y afilada: es Punta Ansious que parece tomar el olor al Canál Magdalena que se abre al frente, ancho y pintoresco, sembrado de islotes verdegueantes.

Es nuestro camino.

Smith, de pié en la proa, señalando un repliegue de la costa lejana:

— Allá está Puerto Hope, el feliz, el deseado.... Esa pequeña bahía, cuántas vidas ha salvado, sirviendo de providencia en las horas negras y angustiosas! .... Ningún marino que venga del Estrecho, puede dejar de saludarla con júbilo.

Y alzando la vista miré más léjos y quedé como deslumbrado; arriba, casi en las nubes, erguía su blanca cúpula, coronada de nieves eternas, el Monte Sarmiento, el gigante vigía de la región austrál, que desprende glaciéres y ventisqueros desde una altura de 7330 piés y cuya cima orgullosa no conoce aún la planta del hombre, tan osada como valiente.

— ¿Qué te parece, muchacho?— dijo Smith con su expresión de burla- ¡allá, arriba, en ese monte, está la fortuna!.... Hay que subir en cuatro piés para alcanzarla, — á estar á lo que dicen los alacaluf, que son los indios de estos canales. Según ellos, cuando uno se encuentra en la cumbre y. no tiene que pensar en nada: la vida esta hecha. Corren arroyos de vino chileno, hay cascadas de té despertándose por entre cerros de galletitas y de mejillones asados y calientitos! .... Y si por acaso eso no satisface; le esperan á uno en cada hondonada, ballenas varadas, que convidan á festin suculento, tropillas de nútrias y de lobos de dos pelos que se sacan la piel alegres, para brindarla al viajero, por más que que no se necesita abrigo semejante, pués la temperatura no es fria como la que azota á los indios en las horas crudas del invierno, sinó más templada que la de un día de nevazón ó tibia como les parece que es la de este verano fueguino que á tí te hace tiritar, pero que ya te hará sudar como á nosotros.

Y al acercarnos á la entrada del Canál Magdalena, recostándonos un poco á la costa á fin de tOmar de bolina el viento que hasta allí nos habla favorecido y que cada véz refrescaba más — cumpliéndose el pronóstico de las toninas — un enjambre de gaviotas, gaviotines y palomas de mar, se acercó al cútter, rozando las ólas con su vuelo rápido y caprichoso, ya para alzar una agua-viva que su vista perspicaz ha apercibido ó ya para apoderarse de las cáscaras de papa que Smith — entregado á tareas culinarias — ha

arrojado por sobre la borda y que, boyando, siguen el impulso de la corriente.