IV.

Aprendizaje

Me acerqué á Oscar, quien, impasible y como ageno á todo lo que le rodeaba, llevaba el timón y manejaba la vela, que inflada por el viento favorable impulsaba la embarcación — silbando casi entre dientes y con gran propiedad — pues era una especialidad en ese arte — una de esas viejas canciones de los balleneros, que no están escritas en parte alguna, pero que todos las saben, transmitidas de generación en generación por la tradición orál.

Permanecí en silencio mirando la franja de lúz que se movía, bailando al compás de las grandes ondas silenciosas que seguían al cútter y parecían empujarlo: derrepente dí un salto para atrás, aterrorizado.

— ¿Qué hay, muchacho?

— No sé, — dije, aún no repuesto de la impresión — un péz enorme que saltó ahí. en la estela. Me pareció que atropellaba!

— ¡Ah!... No es nada: alguna tonina ha de haber sido...¿No las conoces?

— ¡No!

— ¿Y en qué barco has andado que no conoces las toninas?

— En el «Villarino» no más ... y como pasé arrestado casi hasta que me deserté, no he visto nada!

— ¡Buen lobero diablo, vás á ser entónces... ! Las toninas son esos peces grandes y cabezones que van ahí, cerquita no más. Atrácate á la borda y mira á la estela: son esos bultos negros que cruzan de á dos. Siempre andan en parejas: mientras uno zambulle el compañero saca la cabeza como para recibir el oleaje. Ván en hilera y silbando: ese zumbido que se oye no es del viento, son ellas que lo hacen cada véz que asoman sobre la cresta de una óla. Cuando hay mar y es de día, andan leguas atrás de los buques y dá gusto verlas tan graciosas y tan mansitas ... La tonina es la amiga del marino. Cuando sale, como ahora, es seguro que el viento refrescará ó vá á haber tormenta. Esta es la tradición.... y como esta véz salga cierta, vamos á tener una mañana dura si estamos fuera de «Puerto Hope».

En ese momento, una gran óla nos salpicó en ]a cara y yo sentí algo como un chicotazo que me obligó á llevar la mano sobre el carrillo, enredándoseme entre, los dedos una cinta viscosa que me pareció una víbora.

— ¡Demonio! ... ¿Qué diablos es esto? ... ¿Un bicho?

— ¡No hombre.! ... Eso es una hoja de alga ... de cachiyuyo... ¡Es que pasamos junto á algún camalote, como dicen en tu tierra, y que comienza el viento á refrescar: las toninas ván á tener razón y no nos vá á faltar baile!

Y con su vista habituada á mirar á través de la obscuridad —pues los, marinos parecen tener algo de los gatos— dijo:

— Allá se vé todavía Punta Arenas! ¡Fíjate á la derecha,

pero medio arriba! ... ¿No vés esa claridad? .. Bueno; es oes Punta Arenas, que quién sabe cuando volveremos á ver!

Y los dós nos callamos como dominados por la melancolía, que parecía emanar del mar entenebreciendo nuestro espíritu y por aquel silencio que, apesar del ruido de las ólas al chocar, del silbido de las toninas que nos escoltaban ó del viento que hacia crugir el velámen, se imponía como una obsesión.

Derrepente se oyó la voz de Smith:

— ¡Hola, Oscar! ... ¿Quieres dormir?

— ¡No!... ¡Hay tiempo!... Todavía estamos cerca de Agua Fresca .... ¿Porqué no haces café? .. Andan toninas y tal véz refresque el viento ántes de que lleguemos á Hope .... ¡Ya sabes que yo no soy muy amigo de este maldito Estrecho!

Y sentí á Smith que se movía y poco á poco se acercaba al hornillo canturreando:

— ¡Hola Oscar!. .. ¿Y el cocinero? ... ¿Está ahí?

— A la órden, capItán .

— ¡Venga á ver cómo se hace el café, si no sabe... ¡Mire que todas las noches no se ván á parecer á ésta!

Y dando traspiés y tropezones llegué cerca del palo, donde, sobre un cajón de fierro, teníamos instalada la cocina, que no era sinó un gran tacho lleno de fuego y con su tapa correspondiente.

Smith, por reirse á mi costa, me iba dando en voz alta su lección sobre la manera de hacer café.

— Primero se vé si hay fuego y si no le hay, se hace.... Después se agarra la cafetera y se llena de agua de aquél barril — no se saca del mar, muchacho, no te vayas á olvidar, que eso es importante — y como el café no se hace con agua fria, se la pone á hervir.... Mientras hierve, tomas la pipa, te haces un ovillo ahí, al lado del palo y... cuidas!

Y como lo dijo lo hizo, invitándome a que le imitara.

— ¿Sabe?... Iba allá á popa y las toninas, que yo no conocía, me pegaron un susto...

— ¿Las toninas?... Eso no es nada: el día que veas los tiburones sí que te has de asustar. Hay uno, que nosotros le llamamos «martillo» y que por aquí anda poco, que es. imponente. Tiene el lomo negro y la barriga medio amarillosa con pintas como de sangre: es cabezón, de cola derecha y se mueve con gran celeridad, teniendo la particularidad de que siempre anda con la cabeza para arriba como si estuviera parado. De cualquier lado que uno le mire, le vé siempre la boca abierta, casi á flor de agua mostrando una cuádruple hilera de dientes que son como los de una sierra y con las puntas como agujas. Cuela el agua como una coladera y no se le escapan mariscos ni peces chicos. Aqui, el que anda más, es el tiburón negro, que es sonso y medio cegatón: siempre le acompana el «pilotin» que es un pecesito blanquizco que le sirve de lazarillo y le pilotea hacia donde hay que comer... Donde abunda el «martillo» y anda en cuadrillas de centenares es en el Mar de los Sargazos, que se encuentra entre las Lucayas y estas costas de Patagonia, en el camino que siguen los balleneros norte-americanos. La travesía de ese mar es tremenda. sobre todo en la parte del trópico, donde los veleros se topan con su mayor enemigo: la calma chicha. Allí son esos canallas los reyes del desierto de agua.

— Por supuesto: hombre que agarran no cuenta el cuento, ¿eh?

— ¡Qué esperanza! El tiburón no ataca al hombre sino por casualidad. Eso de los peces que matan, son historias mal urdidas. En todos los años que navego, nunca he visto morir á nadie atacado por tiburones... y eso que ya he presenciado la caída de alguna gente al mar, casi en la boca de esos diablos, que son curiosos como mujeres.

— Pero eso que dice, permítame, está en contradicción con todo lo que cuentan los que han escrito aventuras de mar...

— Así será... pero lo que yo te digo, también es verdad; pregúntalo á los muchachos — que todos son hombres veteranos — y verás. Yo he visto cadáveres comidos por tiburones y he encontrado también pedazos de ropa ó botines entre las tripas de éstos, pero nunca he oído decir, con fundamento, que hayan herido ni causado la muerte á nadie: la gente de tierra es muy habladora, amigo, y no hay que hacerle mucho caso cuando charla de cosas de mar.— Sigo la lección: cuando el agua está hirviendo, echas dos cucharadas de café, pones la tapa y— .... que siga la danza.

— ¿Y las toninas abundan fuera de estas costas?

— ¡Ya lo creo! Y, vé, tienen carne buena — casi no se diferencia de la del atún — y dán buen aceite y en abundancia. Yo he comido, así no mas, cruda, en una balsa en que nos salvamos trés — entre ellos Oscar — en el naufragio del «Williams Pitt», ántes de llegar al archipiélago de Pomotou en la Polinesia ... en el Pacífico, ¿sabes?

Y alzando la voz, agregó:

— ¿Hola Oscar? ... ¿Te acuerdas de la balsa aquella en que nos .salvamos, cuando el «Pitt»?

— ¡Hombre! ... ¡Mejor es que traigas el café, que estar recordando esas cosas a semejante hora!

Y como el café estuviera á punto, Smith sacó la cafetera y me volvió á decir con su sonrisa simiana:

— ¡Sigue la lección, cocinero!.... Para que el café se asiente, sacas la cafetera del fuego, le echas unos dos dedos de agua fria del barril, no del mar — ¡no te vayas á equivocar muchacho, que la cosa es importante! — y, pasados dós minutos, sirves el líquido en un jarrita de estos para cada uno de los que ván á tomar, teniendo cuidado, si yo soy de ellos, de servirme á mi casi tanto como lo que te vás á reservar para ti. ¡No te olvides de esto, muchacho, mira que es importantísimo!

Y tomando el jarito que le correspondía, fué á relevar en el timón á Oscar, quién luego de beberse su porción se tendió sobre cubierta y se quedó dormido.

Yo, transido de frío, — pués la temperatura aunqué estivál para un fueguino podía llamarse invernal para un porteño, — bajé á la camareta y fui á tenderme en el lugar que me habia sido designado como dormitorio.

Y allí, como viera por entre una rendija de la escotilla un -trozo de la via láctea que brillaba como una corona de diamantes, haciendo resaltar la negrura uniforme de las Manchas del Súr, que á aquella hora y en tales alturas, tenían para mi un encanto desconocido — comenzaron á desfilar ante mis ojos todas las escenas de mi vida ciudadana.

Cuántas veces vagueando en las calles de Buenos Aires, las había mirado indiferente, sin pensar que llegaría una hora en que ellas fueran para mi como una esperanza y en que sintetizáran todos los recuerdos de mi vida: mis amigos bullíciosos, mi novia de los veinte año — mi Panchita adorable — y mi hogar, desolado talvéz por mi partida.

Y me dormi viendo entre sueños la cara llorosa de mis

padres que pensaban quizás no verme más.