En casa del oculista:004

III
En casa del oculista (1893)
de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
IV
V

INTERRUMPIÓ á la vieja el ruido de la puerta del despacho que se abría en aquel momento. Todas las cabezas se volvieron hacia el lado de donde salían el cliente y el doctor con él. El cliente atravesando el comedor se marchó; el doctor deteniéndose en el dintel de la puerta, miró uno á uno á los que aguardaban turno é hizo una señal al estudiante que se apresuró á entrar en su despacho. La puerta volvióse á cerrar de nuevo.

La señora Loxia se levantó en cuanto la vió abrir y metiendo la mano en su seno sacó de los pliegues de su camisa de seda, una carta en ademán de entregarla al doctor; pero al ver que el doctor no se fijaba en ella, volvió la carta á su lugar y se sentó. Esta interrupción calmó algún tanto sus furores contra la criada.

El subprefecto sacó su reloj y miró que hora era.

—¡Supongo, dijo, que este señor no va á hacernos aguardar tanto como el otro!

—Me le figuraba más viejo, observó la señora Loxia.

—¿A quién? preguntó el subprefecto.

—Al médico.

—No es tan joven como parece.

—Dios le conserve muchos años, replicó la vieja.

—¡Es un gran médico! añadió el subprefecto. ¡Hace milagros!

—Verdaderos milagros. Cuantos y cuántos en nuestra isla le deben la vista. En la fonda trataban de persuadirme de que fuera á consultar otro, pero, ¡qué había de hacerles yo caso!...

—¿Y quién era este otro?

La señora Loxia dijo aquí el nombre del oculista antes citado.

—¿Se le puede acaso comparar con éste? dijo el subprefecto con aire de menosprecio.

—¿Que sé yo?... Una vez me leyeron en unos diarios los remitidos de agradecimiento de fulano y mengano á quienes había curado, con una larga retahila de elogios, y no se figure usted... estaba todo en letras de molde.

—¿Y usted cree todo lo que dicen los diarios? ¡Ah, señora, todos estos elogios son pagados!

Al hablar de esta suerte el subprefecto había olvidado completamente, por un momento, el diario de Santorín. Mas al punto se acordó que no tenía derecho de acusar de un modo tan grave la integridad de la prensa, volviendo los ojos al diario todavía desplegado sobre sus rodillas, lo dobló con cuidado y lo guardó en su bolsillo.

De repente en medio del corto silencio motivado por las secretas reflexiones del subprefecto á propósito de la prensa, volvió á resonar de nuevo la voz lúgubre del ciego en el comedor.

—¡Dios misericordiosísimo, tened piedad de mí!

La señora Loxia hizo como que no oía la exclamación repetida del viejo, y con ademán de impaciencia se acomodó el chal sobre sus espaldas.

El subprefecto volvió á arreglarse los anteojos encima de su nariz.

—¿Es su esposo? preguntó.

—No señor, contestó la vieja secamente, no es mi marido. Es cosa muy singular que todo el mundo tenga que hacerme la misma pregunta: «¿Es vuestro marido?» Hasta la criada, lo mismo que todos, acaba de decir también: «Es vuestro marido?» No parece sino que aquí no van juntos más que los casados.

—Dispense, señora, mi indiscreción; no tuve intención de ofenderla.

—No me ofende usted, caballero, ni le hago cargos por haberme hecho tal pregunta. La culpa la tiene la gente que se mete siempre en cosas que no le importa.

Aunque la señora Loxia dijo esto ingenuamente y sin ninguna malicia, el subprefecto consideró como una especie de injuria la lección que se le acababa de dar. Y tanto más le molestó cuanto al volverse del lado de la dama elegante la vió sonreír como con cierto aire de aprobación. Y ya se disponía á contestarla de manera que no tuviera ganas de volver á las andadas, cuando la puerta del gabinete se abrió otra vez.