En Valencia estaba el Cid
doliente del mal postrero,
que agravios en pechos nobles
pueden mucho más que el tiempo.
A su cabecera tiene
religiosos y hombres buenos,
y en torno de su persona
sus amigos y sus deudos,
cuyos semblantes mirando
de dolor y cuita llenos,
con tan sesudas razones
así conhorta su duelo.
—Bien sé, mis buenos amigos,
que en tan duro apartamiento
no hay causa para alegraros,
y hay mucha para doleros;
pero mostrad mi enseñanza
contra los adversos tiempos,
que vencer á la fortuna
es más que vencer mil reinos.
Mortal me parió mi madre,
y pues pude morir luégo,
lo que el cielo dió de gracia,
non lo pidáis de derecho.
No muero en tierras ajenas,
en mis propias tierras muero,
cuanto más que siendo tierra
es propia heredad del muerto.
No siento el verme morir,
que si esta vida es destierro,
los que á la muerte guiamos
á nuestra patria volvemos.
Tan sólo llevo en el alma
que en poder de un rey vos dejo
en quien vos podrá empecer
ser míos, ó ser ya vuesos.
Que trate bien mis soldados
pues le defienden sus reinos,
y crea á piernas quebradas
más que á sabios consejeros.
Que traiga siempre en balanza
el castigo con el premio,
que la lealtad de vasallos
virtud pone, y pone miedo.
Que estime un noble leal
más que muchos falagüeños,
que de muchos homes malos
non puede facer un bueno;
y á quien menester hubiere,
nunca le faga denuestos,
ni pague servicios propios
por pareceres ajenos.
Y non fablo de agraviado,
antes le quedo debiendo,
que las sinrazones suyas
fueron mis merecimientos.—
En esto entrara Jimena,
cuyo desamparo viendo,
ellos se enjugan los ojos,
y el Cid dejó el parlamento.