Escena VI editar

EVARISTA, PANTOJA, que en actitud de gran cansancio y desaliento se arroja en el banco de la izquierda, primer término.


EVARISTA.- ¿Pasamos a casa?


PANTOJA.- No: déjeme usted que respire a mis anchas. En la iglesia me ahogaba... El calor, el gentío...


EVARISTA.- Hará que le traigan a usted un refresco... ¡Balbina!


PANTOJA.- Gracias.


EVARISTA.- Una taza de tila...


PANTOJA.- Tampoco. (Sale BALBINA. La señora le da la mantilla, que acaba de quitarse, y el libro de misa, y le manda que se retire.)


EVARISTA.- No hay motivo, amigo mío, para tan grande aflicción.


PANTOJA.- No es mi orgullo, como dicen, lo que se siente herido: es algo más delicado y profundo. Se me niega el consuelo, la gloria de dirigir a esa criatura y de llevarla por el camino del bien. Y me aflige más, que usted, tan afecta a mis ideas; usted, en quien yo veía una fiel amiga y una ferviente aliada, me abandone en la hora crítica.


EVARISTA.- Perdone usted, señor Don Salvador. Yo no abandono a usted. De acuerdo estábamos ya para custodiar, no digo encerrar, a esa loquilla en San José de la Penitencia, mirando a su disciplina y purificación... Pero ha surgido inopinadamente la increíble ventolera de Máximo, y yo no puedo, no puedo en modo alguno negar mi consentimiento... Ello será una locura: allá se les haya... ¿Pero de Máximo, como hombre de conducta, qué tiene usted que decir?


PANTOJA.- Nada. (Corrigiéndose.) ¡Oh, sí! algo podría decir... Mas por el momento sólo digo que Electra no está preparada para el matrimonio, ni en disposición de elegir con acierto... No rechazo yo en absoluto su casamiento, siempre que sea con un hombre cuyas ideas no puedan serle dañosas... Pero eso vendrá después. Lo primero es que esa tierna criatura ingresa en el auto asilo, donde la probaremos, pulsaremos con exquisito tacto sa carácter, sus gustos, sus afectos, y en vista de lo que observemos se determinará... (Con altanería.) ¿Qué tiene usted que decir?


EVARISTA.- (Acobardada.) Que para ese plan... hermosísimo, lo reconozco... no puedo ofrecer a usted mi cooperación.


PANTOJA.- (Con arrogancia, paseándose.) De modo que según usted, mi señora Doña Evarista, si la niña quiere perderse, que se pierda; si ella se empeña en condenarse, condénese en buen hora.


EVARISTA.- (Con mayor timidez, sugestionada.) ¡Su perdición!... ¿Y cómo evitarla?... ¿Acaso está en mi mano?


PANTOJA.- (Con energía.) Está.


EVARISTA.- ¡Oh! no... Me falta valor para intervenir... ¿Y con qué derecho?... Imposible, Don Salvador, imposible...


PANTOJA.- (Afirmándose más en su autoridad.) Sepa usted, amiga mía, que el acto de apartar a Electra de un mundo en que la cercan y amenazan innumerables bestias malignas, no es despotismo: es amor en la expresión más pura del cariño paternal, que comúnmente lastima para curar. ¿Dada usted de que el fin grande de mi vida, hoy, es el bien de la pobre niña?


EVARISTA.- (Acobardándose más.) No lo dudo... No puedo dudarlo.


PANTOJA.- (Con efusión y elocuencia.) Amo a Electra con amor tan intenso, que no aciertan a declararlo todas las sutilezas de la palabra humana. Desde que la vieron mis ojos, la voz de la sangre clamó dentro de mí, diciéndome que esa criatura me pertenece... Quiero y debo tenerla bajo mi dominio santamente, paternalmente... Que ella me ame como aman los ángeles... Que sea imagen mía en la conducta, espejo mío en las ideas. Que se reconozca obligada a padecer por los que le dieron la vida, y purificándose ella, nos ayuda, a los que fuimos malos, a obtener el perdón... Por Dios, ¿no comprende usted esto?


EVARISTA.- (Agobiada.) Sí, sí. ¡Cuánto admiro su inteligencia poderosa!


PANTOJA.- Menos admiración y más eficacia en favor mío.


EVARISTA.- No puedo... (Se sienta, llorosa y abatida.)


PANTOJA.- Naturalmente, a usted no puede inspirar Electra el inmenso interés que a mí me inspira. (Empleando suaves resortes de persuasión.) Si por el pronto causara enojos a la niña su apartamiento de las alegrías mundanas, no tardará en hacerse a la paz, a la quietud venturosa... Yo la dotará ampliamente. Cuanto paseo será para ella, para esplendor de su santa casa... Electra será nombrada Superiora; y bajo mi autoridad gobernará la Congregación... (Con profunda emoción.) ¡Qué feliz será, Dios mío, y yo qué feliz! (Quédase como en éxtasis.)


EVARISTA.- Comprendo, sí, que al no acceder yo a lo que usted pretende de mí, privo a esa criatura de llegar al estado más perfecto en la condición humana... Bien conoce usted mis sentimientos. ¡Con cuánto gusto trocaría la opulencia en que vivo por la gloria de dirigir obscuramente una casa religiosa de mucho trabajo y humildad!... Siempre admiró a usted por su protección a La Penitencia; le admiré más al saber que redoblaba usted sus auxilios cuando mi pobre Eleuteria, traspasada de dolor cual nueva Magdalena, buscaba en ese instituto la paz y el perdón. En el acto de usted vi la espiritualidad más pura.


PANTOJA.- Sí: cuando su desgraciada prima de usted entró en aquella casa, mi protección no sólo fue más positiva, sino más espiritual. Nunca vi a Eleuteria después de convertida, pues de nadie ni aun de mí mismo, se dejaba ver. Pero yo iba diariamente a la iglesia, y platicaba en espíritu con la penitente, considerándola regenerada, como lo estaba yo. Murió la infeliz, a los cuarenta y cinco años de su edad. Gestioné el permiso de sepultura en el interior del edificio, y desde entonces protegí más la Congregación, la hice enteramente mía, porque en ella reposaban los restos de la que amé. Nos había unido el delito, y ya nos unía el arrepentimiento, ella muerta, yo vivo...


EVARISTA.- Y ahora, el que bien podremos llamar fundador, todos los días, sin faltar uno, visita la santa casa y el cementerio humilde y poético donde reposan las Hermanas difuntas...


PANTOJA.- (Vivamente.) ¿Lo sabe?


EVARISTA.- Lo sé... Y ronda el patio florido, a la sombra de cipreses y adelfas...


PANTOJA.- Es verdad. ¿Y cómo sabe...?


EVARISTA.- Ronda y divaga el fundador, rezando por sí y por la pobre pecadora, implorando el descanso de ella, el descanso suyo.


PANTOJA.- ¡Oh! sí... Allí reposarán también mis pobres huesos. (Con gran vehemencia.) Quiero, además, que así como mi espíritu no se aparta de aquella casa, en ella resida también, por el tiempo que fuera menester, el espíritu de Electra... No la forzaré a la vida claustral; pero si probándola, tomase gusto a tan hermosa vida y en ella quisiese permanecer, creería yo que Dios me había concedido los favores más inefables. Allí las cenizas de la pecadora redimida, allí mi hija, allí yo, pidiendo a Dios que a los tres nos dé la eterna paz. Y cuando llegue la muerte, los tres reposando en la misma tierra, todos mis amores conmigo, y los tres en Dios... ¡Oh, qué fin tan hermoso, qué grandeza y qué alegría!


EVARISTA.- (Con emoción muy viva.) ¡Grandeza, sí, idealidad incomparable!


PANTOJA.- ¿Duda usted todavía de que mis fines son elevados, de que no me mueve ninguna pasión insana?


EVARISTA.- ¿Cómo he de dudar eso?


PANTOJA.- Pues si mi plan le parece hermoso, ¿por qué no me auxilia?


EVARISTA.- Porque no tengo poder para ello.


PANTOJA.- ¿Ni aun asegurándole que la reclusión de la niña tendrá carácter de prueba...?


EVARISTA.- Ni aun así.


EVARISTA.- No, Don Salvador, no cuente conmigo... (Luchando con su conciencia.) Reconozco la elevación... Con ellas simpatizo... Ecos y caricias de esas ideas siento yo en mi alma; pero algo debo también a la vida social, y en la vida social y de familia es imposible lo que usted desea.


PANTOJA.- (Disimulando su enojo.) Está bien. Paciencia... (Caviloso y sombrío, se pasea.)


EVARISTA.- (Después de una pausa.) ¿Qué piensa usted?... ¿Renuncia...?


PANTOJA.- (Con naturalidad, y firmeza.) No, señora...


EVARISTA.- ¿Y cómo...?


PANTOJA.- No lo sé... No me faltará una idea... Yo veré... (Resolviéndose.) Evarista: me hará usted el favor de escribir una carta a la Superiora de La Penitencia.


EVARISTA.- Diciéndole...


PANTOJA.- Que venga inmediatamente con dos Hermanas...


EVARISTA.- ¿Por qué no lo escribe usted?


PANTOJA.- Porque tengo que acudir a otra parte.


EVARISTA.- ¿Y ello ha de ser pronto?


PANTOJA.- Al instante...


EVARISTA.- Bien. (Dirígese a la casa.)


PANTOJA.- Mande usted la carta sin pérdida de tiempo.


EVARISTA.- (Mirando hacia el jardín.) Paréceme que ya vienen...


PANTOJA.- Pronto, amiga mía.


EVARISTA.- Ya voy... Dios nos inspire a todos. (Entra en la casa.)


PANTOJA.- Será con usted. (Aparte.) No quiero que me vean. (Se oculta tras el macizo de la derecha, junto a la escalinata.)