Electra de Benito Pérez Galdós


Escena V editar

MÁXIMO, GIL.


MÁXIMO.- ¡Singular caso! Cada palabra, cada gesto, cada acción de esta preciosa mujercita; en la libertad de que goza, son otros tantos resplandores que arroja su alma inquieta, noblemente ambiciosa, ávida de mostrarse en los afectos grandes y en las virtudes superiores. (Con ardor.) ¡Bendita sea ella que trae la alegría, la luz, a este escondrijo de la ciencia, triste, obscuro, y con sus gracias hace de esta aridez un paraíso! ¡Bendita ella que ha venido a sacar de su abstracción a este pobre Fausto, envejecido a los treinta y cinco años, y a decirle: «no se vive sólo de verdades...». (Le interrumpe GIL que ha entrado poco antes; se acerca sin ser visto.)


GIL.- (Satisfecho mostrando el cálculo.) Ya está. Creo haber obtenido la cifra exacta.


MÁXIMO.- (Coge el papel y lo mira vagamente sin fijarse.) ¡La exactitud!... ¿Pero crees tú que se vive sólo de verdades?... Saturada de ellas, el alma apetece el ensueño, corre hacia él sin saber si va de lo cierto a lo mentiroso, o del error a la realidad. (Lee maquinalmente sin hacerse cargo.) 0, 318, 73... Mirándolo bien, Gil, nuestras equivocaciones en el cálculo son disculpables.


GIL.- Sí, señor... se distrae uno fácilmente pensando en...


MÁXIMO.- En cosas vagas, indeterminadas, risueñas, y los números se escapan, se van por los aires...


GIL.- Y cualquiera los coge. Distraído yo, confundí la cifra de la potencial con la de la resistencia... Pero ya rectifiqué... Dígame si está bien...


MÁXIMO.- (Lee.) 0, 318, 73... (Con repentina transición a un gozo expansivo.) Y si no lo estuviera, Gil; si por refrescar tu mente con ideas dulces, con imágenes sonrosadas, poéticas, te hubieras equivocado, ¿qué importaba? Nuestra maestra, nuestra tirana, la exactitud, nos lo perdonaría.


GIL.- ¡Ah! señor, esa no perdona. Es muy severa. Nos agobia, nos esclaviza, no nos deja respirar.


MÁXIMO.- Hoy no: hoy es indulgente. La maestra, de ordinario tan adusta, hoy nos sonríe con rostro placentero. ¿Ves esa, cifra?


GIL.- (Diciéndola de memoria muy satisfecho.) 0, 318, 73.


MÁXIMO.- Pues di que los primeros poetas del mundo, Homero y Virgilio, Dante, Lope, Calderón, no escribieron jamás una estrofa tan inspirada y poética como lo es esa para mí, esos pobres números... Verdad que la armonía, el encanto poético no están en ellos: están en... Vete... Puedes irte a comer... Déjame, déjanos. (Le empuja para que se vaya.) No me conozco: yo también confundo... Lucido estoy con esta inquietud, con esta pérdida de mi serenidad... Es ella la que... (Desde el punto conveniente de la escena mira al interior.) Allí está la imaginación, allí el ideal, allí la divina muñeca, entre pucheros... (Vuelve al proscenio.) ¡Oh! Electra, tú, juguetona y risueña, ¡cuán llena de vida y de esperanzas; y la ciencia qué yerta, qué solitaria, qué vacía!