El tulipán negro/Capítulo XXVIII
Mientras ocurrían los acontecimientos que acabamos de referir, el desgraciado Van Baerle, olvidado en la celda de la fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un prisionero puede sufrir cuando su carcelero ha tomado el decidido partido de transformarse en verdugo.
Gryphus, al no recibir noticias de Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le sucedía era obra del demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio sobre la tierra.
Resultó de ello que una hermosa mañana -era el tercer día después de la desaparición de Jacob y de Rosa -subió a la celda de Cornelius más furioso aún que de costumbre.
Éste, acodado en la ventana, la cabeza recogida entre sus manos, la mirada perdida en el horizonte brumoso donde los molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar sus lágrimas e impedir que su filosofía se evaporara.
Los palomos seguían allí, pero la esperanza ya no estaba porque le faltaba el porvenir.
¡Ay! Rosa, vigilada, ya no podría venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si escribía, podría hacerle llegar sus cartas?
No. Había visto la víspera y la antevíspera demasiado furor y malignidad en los ojos del viejo Gryphus para que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión, además de la ausencia, ¿no iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese bruto, ese mal bicho, ese borracho, ¿no se vengaría a la manera de los padres de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la cabeza, ¿no daría a su brazo, tan bien arreglado por Cornelius, el vigor de dos brazos y un garrote?
Esta idea, la de que Rosa fuera tal vez maltratada, exasperaba a Cornelius.
Sentía entonces su inutilidad, su impotencia, su nulidad. Se preguntaba si Dios era realmente justo al enviar tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamente, en esos momentos, dudaba. La desgracia no produce credulidad.
Van Baerle se había forjado el proyecto de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba Rosa?
Había concebido la idea de escribir a La Haya para prevenir las nuevas tormentas que sin duda Gryphus quería amontonar sobre su cabeza con una denuncia.
Mas ¿con qué escribir? Gryphus le había quitado el lápiz y el papel. Por otra parte, aunque los tuviera, no sería evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.
Entonces Cornelius pasaba y repasaba en su mente todas esas pobres tretas empleadas por los prisioneros.
Había pensado realmente en una evasión, cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a Rosa todos los días. Pero cuanto más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión. Pertenecía a esas naturalezas escogidas que sienten horror por lo común y a las que les faltan a menudo todas las buenas ocasiones de la vida, por culpa de no haber escogido el camino de lo vulgar, ese gran camino de las gentes mediocres, que les conduce a todo.
«¿Cómo sería posible -se decía Cornelius-, que pudiera escapar de Loevestein, de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la evasión de éste, ¿no se habrá previsto todo? ¿No estarán guardadas las ventanas? ¿No son las puertas dobles o triples? ¿No están los puestos diez veces más vigilados?»
«Y además de las ventanas guardadas, las puertas dobles, los puestos más vigilados que nunca, ¿no tengo un argos infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio, Gryphus?»
«Finalmente, ¿no existe otra circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque empleara diez años de mi vida en fabricar una lima para serrar mis barrotes, en trenzar cuerdas para descender desde la ventana, o en pegarme unas alas en los hombros para volar como Dédalo... ¡estoy en un período de mala suerte! La lima se embotará, la cuerda se romperá, mis alas se fundirán al sol. Me mataría. Me recogerán cojo, manco, lisiado. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el jubón manchado de sangre de Guillermo el Taciturno, y la sirena capturada en Stavensen, y mi empresa no obtendrá otro resultado que el de procurarme el honor de formar parte de las curiosidades de Holanda.»
«Pero no, y esto será mejor, un buen día Gryphus me hará alguna atrocidad. Pierdo la paciencia desde que perdí la alegría y la compañía de Rosa y, sobre todo, desde que perdí mis tulipanes. No cabe duda que un día u otro Gryphus me atacará de forma sensible a mi amor propio, a mi pasión o a mi seguridad personal. Siento, desde mi reclusión, un vigor extraño, arisco, insoportable. Tengo pruritos de lucha, apetitos de batalla, sed incomprensible de porrazos. ¡Saltaría a la garganta del viejo bandido, y lo estrangularía!»
Cornelius, a este último pensamiento, contrajo la boca, la mirada fija.
Revolvía ávidamente en su mente un pensamiento que le sonreía.
«Y, además -continuó-, una vez Gryphus estrangulado, ¿por qué no cogerle las llaves? ¿Por qué no descender la escalera como si acabara de cometer la acción más virtuosa? ¿Por qué no explicarle a Rosa lo hecho al saltar con ella desde su ventana al Waal?»
«En verdad, sé nadar bastante bien por los dos.»
«¡Rosa! Pero, Dios mío, Gryphus es su padre; ella no aprobará nunca, por mucho afecto que sienta hacia mí, el haber estrangulado a su padre, por brutal que sea, por malvado que haya sido. Se producirá entonces una discusión, una exposición de hechos durante la cual llegará algún subjefe o algún portallaves que haya encontrado a Gryphus jadeando todavía o completamente estrangulado, que me pondrá la mano sobre el hombro. Volveré a ver entonces la Buytenhoff y el brillo de aquella villana espada, que esta vez no se detendrá en su camino y establecerá contacto con mi nuca. Nada de eso, Cornelius, amigo mío; ¡es un mal procedimiento!»
«Pero entonces ¿qué hacer y cómo encontrar a Rosa?»
Tales eran las reflexiones de Cornelius tres días después de la funesta escena de la separación entre Rosa y su padre, precisamente en el momento en que hemos mostrado al lector a Cornelius acodado a su ventana.
Fue en ese mismo instante cuando entró Gryphus.
Sostenía en la mano un enorme garrote, sus ojos brillando con malvados pensamientos, una espantosa sonrisa crispando sus labios, un sospechoso temblor agitando su cuerpo, en su taciturna persona todo respiraba mala disposición.
Cornelius, abrumado como acabamos de ver por la necesidad de paciencia, necesidad que el razonamiento había conducido hasta la convicción, le oyó entrar, adivinó que era él, pero no se volvió.
Sabía que, esta vez, Rosa no vendría detrás de él. Nada es más desagradable a las gentes que están encolerizadas que la indiferencia de aquellos contra quienes se siente esa cólera.
Hecho el gasto, no se puede desperdiciar.
Se ha subido a la cabeza, se ha puesto la sangre en ebullición. No vale la pena si esta ebullición no da la satisfacción de un estallido.
Todo honrado bribón que ha afilado su mal genio desea por lo menos producir una buena herida a alguien.
Así pues, viendo Gryphus que Cornelius no se movía, empezó por interpelarlo con un vigoroso:
-¡Hum! ¡Hum!
Cornelius engarzó entre sus dientes la canción de las flores, triste pero encantadora canción:
- Somos las hijas del fuego secreto,
- del fuego que circula en las venas de la tierra;
- somos las hijas de la aurora y del rocío,
- somos las hijas del aire,
- somos las hijas del agua;
- pero somos, antes que nada, las hijas del Cielo.
Esta canción, cuyo aire tranquilo y dulce aumentaba la plácida melancolía, exasperó a Gryphus.
Golpeó el pavimento con su garrote gritando:
-¡Eh! Señor cantor, ¿no me oís?
Cornelius se volvió.
-Buenos días -saludó.
Y reemprendió su canción.
- Los hombres nos mancillan y nos matan al amarnos.
- Este hilo es nuestra raíz, es decir, nuestra vida.
- Pero nos levantamos lo más alto que podemos
- con nuestros brazos tendidos al cielo.
-¡Ah! Brujo maldito, ¡creo que te burlas de mí! -gritó Gryphus.
Cornelius continuó:
- Es que el Cielo es nuestra patria,
- nuestra verdadera patria, ya que de él viene nuestra alma,
- ya que a él retorna nuestra alma,
- nuestra alma, es decir, nuestro perfume.
Gryphus se acercó al prisionero.
-Pero ¿no ves entonces que he encontrado el mejor medio para reducirte y para forzarte a confesar tus crímenes?
-¿Es que estáis loco, mi querido señor Gryphus? -preguntó Cornelius volviéndose.
Y, como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó:
-¡Diablos! Estamos más que locos, según parece; ¡estamos furiosos!
Gryphus hizo un molinete con su garrote.
-¡Ah, señor Gryphus! -dijo Van Baerle sin alterarse, cruzándose de brazos-. Parece que me amenazáis.
-¡Oh, sí! ¡Te amenazo! -gritó el carcelero.
-¿Y con qué?
-En primer lugar, mira lo que tengo en la mano.
-Creo que es un garrote -observó Cornelius con calma-, e incluso un grueso garrote; pero no me imagino que sea con esto con lo que me amenazáis.
-¡Ah! ¡No lo imaginas! Y ¿por qué?
-Porque todo carcelero que golpea a un prisionero se expone a dos castigos; el primero, artículo IX del reglamento de Loevestein: «Será expulsado todo carcelero, inspector o portallaves que ponga la mano sobre un prisionero de Estado.»
-La mano -exclamó Gryphus ebrio de cólera-, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no habla del garrote.
-El segundo --continuó Cornelius-, el segundo que no está inscrito en el reglamento pero que se halla en el Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la espada. Quien toca con el garrote, será apaleado con el garrote.»
Gryphus, cada vez más exasperado por el tono tranquilo y sentencioso de Cornelius, blandió la estaca; pero en el momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y se la puso bajo su propio brazo.
Gryphus aullaba de cólera.
-Vamos, vamos, buen hombre -dijo Cornelius-, os exponéis a perder vuestra plaza.
-¡Ah, brujo! Te trataré de otra forma -rugió Gryphus.
-En buena hora.
-¿Ves que mi mano está vacía?
-Sí, lo veo, e incluso con satisfacción.
-Tú sabes que no lo está habitualmente cuando subo la escalera por las mañanas.
-¡Ah! Es verdad. Me traéis por costumbre la peor sopa o la más lastimosa comida que imaginarse pueda. Pero esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan, cuanto peor es a lo gusto, Gryphus, mejor lo es al mío.
-¿Mejor lo es al tuyo?
-Sí.
-¿Y la razón?
-¡Oh! Es muy sencilla.
-Dila, pues.
-De buena gana. Yo sé que al darme pan malo, tú crees hacerme sufrir.
-El hecho es que no te lo doy para que te sea agradable, ¡ladrón!
-¡Pues bien! Yo que soy brujo, como tú sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que me deleita más que los pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto primero, y luego el de hacerte enrabiar infinitamente.
Gryphus aulló de cólera.
-¡Ah! Confiesas, pues, que eres brujo -exclamó.
-Vaya si lo soy. No lo digo delante del mundo, porque ello podría conducirme a la hoguera como Godofredo o Urbano Grandier; pero cuando sólo estamos vos y yo, no veo ningún inconveniente en confesarlo.
-Bueno, bueno, bueno -respondió Gryphus-, pero si un brujo obtiene pan blanco del pan negro, ¿no muere el brujo de hambre si no tiene pan en absoluto?
-¡Eh! -exclamó Cornelius.
-Entonces, no te traeré pan y veremos al cabo de ocho días.
Cornelius palideció.
-Y esto -continuó Gryphus- a partir de hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo, veamos, cambia en pan los muebles de tu habitación; en cuanto a mí, me ganaré todos los días los dieciocho sous que me dan para tu alimentación.
-¡Pero eso es un asesinato! -exclamó Cornelius, arrebatado por un primer movimiento de terror bien comprensible, y que le era inspirado por ese horrible género de muerte.
-¡Bueno! -continuó Gryphus mofándose-. Bueno, ya que eres brujo, vivirás a pesar de todo.
Cornelius recobró su aspecto alegre y se encogió de hombros.
-¿Es que no me has visto hacer venir aquí los palomos de Dordrecht?
-¿Y bien? -replicó Gryphus.
-¡Pues bien! El palomo proporciona un hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos los días no morirá de hambre, me parece.
-¿Y el fuego? -preguntó Gryphus.
-¡El fuego! Pero tú sabes bien que he hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el diablo dejará que me falte el fuego cuando el fuego es su elemento?
-Un hombre, por fuerte que sea, no podría comer un palomo todos los días. Han habido apuestas sobre ello, y los apostadores han renunciado.
-¡Bueno! -dijo Cornelius-. Cuando me canse de los palomos, haré subir los peces del Waal y del Mosa.
Gryphus abrió unos grandes ojos asustados.
-Me gusta bastante el pescado -continuó Cornelius-. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues bien! Me aprovecharé de que quieres hacerme morir de hambre para regalarme con pescado.
Gryphus estaba a punto de desmayarse de cólera e incluso de miedo.
-Entonces -dijo, rehaciéndose y metiendo la mano en su bolsillo-, ya que me fuerzas a ello...
-¡Ah! ¡Un cuchillo! -exclamó Cornelius poniéndose en guardia.