El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XXIX: En donde Van Baerle, antes de abandonar Loevestein, arregla sus cuentas con Gryphus



Ambos permanecieron quietos un instante, Gryphus a la ofensiva, Van Baerle a la defensiva.

Luego, como la situación podía prolongarse indefinidamente, Cornelius se interesó por las causas de este recrudecimiento en la cólera de su antagonista:

-¡Y bien! -preguntó-. ¿Qué más quieres todavía?

-Voy a decirte lo que quiero -respondió Gryphus-. Quiero que me devuelvas a mi hija Rosa.

-¡Tu hija! -exclamó Cornelius.

-¡Sí, Rosa! Rosa a la que me has quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres decirme dónde está?

Y la actitud de Gryphus se hizo cada vez más amenazante.

-¿Rosa no está en Loevestein? -se extrañó Cornelius.

-Tú lo sabes bien. Una vez más, ¿quieres devolverme a Rosa?

-Bueno -dijo Cornelius-, ésta es una trampa que me tiendes.

-Por última vez, ¿quieres decirme dónde está mi hija?

-¡Ah! Adivínalo, bribón, si es que no lo sabes.

-Espera, espera -gruñó Gryphus, pálido y con los labios agitados por la locura que comenzaba a invadir su cerebro-. ¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes con este cuchillo.

Dio un paso hacia Cornelius, y mostrándole el arma que brillaba en su mano, dijo:

-¿Ves este cuchillo? Con él he matado más de cincuenta gallos negros. Mataré también a su amo, el diablo, como los he matado a ellos, ¡espera, espera!

-Pero, miserable -exclamó Cornelius-, ¡estás, pues, decidido a asesinarme!

-Quiero abrirte el corazón, para ver dentro el lugar donde ocultas a mi hija.

Y diciendo estas palabras, con la ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó sobre Cornelius, que apenas tuvo tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer golpe.

Gryphus blandía su gran cuchillo profiriendo horribles amenazas.

Cornelius previó que si se hallaba fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del alcance del arma, que lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho; no perdió, pues, el tiempo, y con el garrote que había conservado cuidadosamente, asestó un vigoroso golpe sobre la muñeca que sostenía el cuchillo.

El cuchillo cayó a tierra, y Cornelius apoyó su pie encima.

Luego, como Gryphus parecía dispuesto a entablar una lucha a la que el dolor del garrotazo y la vergüenza de haber sido desarmado dos veces habrían convertido en implacable, Cornelius tomó una gran decisión.

Arrolló a golpes a su carcelero con una sangre fría de las más heroicas, escogiendo el lugar donde caía cada vez la terrible estaca.

Gryphus no tardó en pedir gracia.

Pero antes de pedir gracia, había gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y habían puesto en conmoción a todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro guardias, aparecieron de repente y sorprendieron a Cornelius operando con el garrote en la mano, el cuchillo bajo el pie.

Ante el aspecto de todos estos testimonios de la fechoría que acababa de cometer, y cuyas circunstancias atenuantes, como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió perdido sin remedio.

En efecto, todas las apariencias se hallaban en su contra.

En un santiamén, Cornelius fue desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido, pudo contar, rugiendo de cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras tantas colinas salpicando la cima de una montaña.

Se levantó el atestado, inmediatamente, con las violencias ejercidas por el prisionero sobre su guardián, y el atestado inspirado por Gryphus no podía ser tildado de tibio: se trataba nada menos que de una tentativa de asesinato, proyectado desde hacía tiempo y realizado contra el carcelero, con premeditación por consiguiente, y en abierta rebelión.

Mientras se escribía contra Cornelius, los informes dados por Gryphus hacían su presencia inútil, y los portallaves lo habían descendido a su habitación molido a golpes y gimiendo.

Durante ese tiempo, los guardias que se habían apoderado de Cornelius se ocupaban en instruirlo caritativamente sobre los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan bien como ellos, por la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de su entrada en prisión, y algunos artículos de ese reglamento le habían entrado perfectamente en la memoria.

Le relataron, además, cómo se había aplicado este reglamento con respecto a un prisionero llamado Mathias, el cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de rebeldía, por otra parte mucho más anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.

Había hallado que su sopa estaba demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza del jefe de los guardianes, el cual, a continuación de esta ablución, había tenido la desgracia de levantarse un trozo de piel del rostro al enjugarse.

Mathias, en doce horas, había sido sacado de su celda; luego, conducido a la oficina de la prisión donde había sido inscrito como salido de Loevestein.

Después, conducido a la explanada, desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once leguas de extensión.

Allí le habían atado las manos; luego, vendado los ojos, recitando tres oraciones.

Después le habían invitado a hacer una genuflexión, y las guardias de Loevestein, en número de doce, a una señal del sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete en el cuerpo.

Aquel tal Mathias había muerto al instante.

Cornelius escuchó con la mayor atención este desagradable relato.

Luego, habiéndolo escuchado, exclamó:

-¡Ah! ¡Ah! ¿En doce horas, decís?

-Sí, la duodécima incluso ni siquiera había sonado aún, a lo que creo -dijo el narrador muy satisfecho.

-Gracias -repuso Cornelius.

El guardia no había borrado la graciosa sonrisa que le servía de puntuación a su relato cuando un paso sonoro se oyó en la escalera.

Unas espuelas tintineaban en los bordes gastados de los escalones.

Los guardias se apartaron para dejar paso a un oficial.

Éste entró en la celda de Cornelius en el momento en que el escribano de Loevestein todavía instruía el atestado.

-¿Es aquí el número 11? -preguntó.

-Sí, coronel -respondió un suboficial.

-Entonces ¿es ésta la celda del prisionero Cornelius van Baerle?

-Precisamente, coronel.

-¿Dónde está el prisionero?

-Aquí estoy, señor -respondió Cornelius palideciendo un poco, a pesar de todo su valor.

-¿Sois vos el señor Cornelius van Baerle? -preguntó el recién llegado, dirigiéndose esta vez al mismo prisionero.

-Sí, señor.

-Entonces, seguidme.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Cornelius, cuyo corazón se estremecía, preso de las primeras angustias de la muerte-. Qué de prisa va el trabajo en la fortaleza de Loevestein, ¡y el bellaco me había hablado de doce horas!

-¡Eh! ¿Qué es lo que os he dicho? -observó el guardia historiador al oído del paciente.

-Una mentira.

-¿Cómo?

-Vos me habíais prometido doce horas.

-¡Ah, sí! Pero os han enviado una ayuda de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más íntimos, ¡el señor Van Deken! ¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre Mathias.

«Vamos, vamos -se dijo Cornelius, hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire posible-, vamos, mostremos a esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal gesto, contener balas de mosquete como el llamado Mathias.»

Y pasó orgullosamente por delante del escribano que, interrumpido en sus funciones, se apresuró a decir al oficial:

-Pero, coronel Van Deken, el atestado no se ha terminado todavía.

-No vale la pena terminarlo -respondió el oficial.

-¡Bueno! -replicó el escribano encerrando filosóficamente sus papeles y su pluma en una cartera gastada y grasienta.

«Estaba escrito -pensó el pobre Cornelius-, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos, según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufructo de un cuerpo.»

Y siguió al oficial con el ánimo resuelto y la cabeza alta.

Cornelius contó los peldaños que conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado al guardián cuántos había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de decírselo.

Lo que más lamentaba el reo en este trayecto, que consideraba como el que debía conducirle definitivamente al comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué satisfacción, en efecto, debía de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor en el rostro de la hija! Cómo iba a aplaudir Gryphus este suplicio, venganza feroz de un acto eminentemente justo, al que Cornelius consideraba haber realizado como un deber.

Pero a Rosa, la pobre muchacha, no la vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último beso o por lo menos el último adiós!

¡Iba a morir finalmente, sin tener ninguna noticia del gran tulipán negro, y despertaría allá arriba, sin saber hacia qué lado debía volver los ojos para encontrarlo!

En verdad, para no deshacerse en lágrimas en semejante momento, el pobre tulipanero tenía más oes triplex alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al navegante que visita por primera vez los infames escollos coralíferos.

Cornelius tuvo ocasión de mirar a la derecha; Cornelius tuvo ocasión de mirar a la izquierda, pero llegó a la explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a Gryphus.

Había en ello casi una compensación.

Cornelius llegó a la explanada, buscó valientemente con los ojos a sus ejecutores, los guardias, y vio, en efecto, a una docena de soldados reunidos y charlando.

Pero reunidos y charlando sin mosquetes, reunidos y charlando sin estar alineados.

Cuchicheando incluso entre ellos más bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius indigna de la gravedad que preside de ordinario semejantes sucesos.

De repente, Gryphus, cojeando, tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció fuera de su habitación. Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises de gato.

Entonces se puso a vomitar contra Cornelius tal torrente de abominables imprecaciones que Cornelius, dirigiéndose al oficial, le dijo:

-Señor, no creo que esté bien dejarme insultar así por este hombre, y sobre todo en semejante momento.

-Escuchad, pues -replicó el oficial riendo-, es muy natural que ese valiente os guarde rencor. ¿Parece que lo habéis molido a golpes?

-Pero, señor, lo hice defendiendo mi cuerpo.

-¡Bah! -exclamó el coronel imprimiendo a sus hombros un gesto eminentemente filosófico-. Bah; dejadle decir. ¿Qué os importa al presente?

Un sudor frío cruzó por la frente de Cornelius ante esa respuesta, que consideraba como una ironía un poco brutal, por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba agregado a la persona del príncipe.

El desgraciado comprendió que la cosa no tenía remedio, que no tenía ya amigos, y se resignó.

-Sea -murmuró bajando la cabeza-, cosas peores se le hicieron a Cristo, y por inocente que yo sea, no puedo compararme a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le hubiera pegado.

Luego, volviéndose hacia el oficial, que parecía esperar complaciente a que acabara sus reflexiones, preguntó:

-Veamos, señor, ¿adónde me lleváis?

El oficial le señaló una carroza enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho a la carroza que en parecidas circunstancias había ya herido sus miradas en la Buytenhoff.

-Subid -ordenó.

-¡Ah! -murmuró Cornelius-. ¡Parece que no se me harán a mí los honores de la explanada!

Pronunció estas palabras en voz bastante alta para que el historiador que parecía agregado a su persona las oyera.

Éste creyó, sin duda, que era deber suyo darle nuevos informes a Cornelius, porque se acercó a la portezuela, y mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo bajo:

-Hemos visto a condenados conducidos a su propia ciudad, y para que el ejemplo fuera más eficaz, sufrir allí el suplicio delante de la puerta de su propia casa. Esto depende.

Cornelius hizo un gesto de agradecimiento.

«¡Pues bien! -se dijo-. Aquí hay, en buena hora, un muchacho al que no le falta nunca el placer de una consolación cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado. ¡Adiós!»

El coche empezó a rodar.

-¡Ah! ¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! -aulló Gryphus mostrando el puño a su víctima que se le escapaba-. Y decir que se va sin devolverme a mi hija.

«Si me conducen a Dordrecht -murmuró Cornelius para sí-, veré al pasar por delante de mi casa si mis pobres platabandas han sido destrozadas.»