El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XXIV: En el que el tulipán negro cambia de dueño



Cornelius se había quedado en el sitio donde lo había dejado Rosa, buscando casi inútilmente en él la fuerza para soportar la doble carga de su felicidad.

Transcurrió media hora.

Los primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos, a través de los barrotes de la ventana, en la celda de Cornelius, cuando éste se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían por la escalera y por unos gritos que se acercaban a él.

Casi en el mismo instante, su rostro se halló frente al pálido y descompuesto rostro de Rosa.

Retrocedió, palideciendo él mismo de estupor y espanto.

-¡Cornelius! ¡Cornelius! -exclamó aquélla jadeante.

-¿Qué ocurre, Dios mío? -preguntó el prisionero.

-Cornelius! El tulipán...

-¿Y bien?

-¿Cómo deciros esto?

-Hablad, hablad, Rosa.

-¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!

-¡Nos lo han cogido, nos lo han robado! -repitió Cornelius.

-Sí -afirmó Rosa apoyándose contra la puerta para no caer-. Sí, cogido, robado.

Y, muy a su pesar, las piernas le fallaron, se deslizó y cayó de rodillas.

-Pero ¿cómo ha ocurrido? -preguntó Cornelius-. Decidme, explicadme.

-¡Oh! No ha sido por mi culpa, amigo mío.

Pobre Rosa; no se atrevía a decir «mi bienamado».

-¡Lo habéis dejado solo! -la acusó Cornelius con un acento lamentable.

-Un solo instante, para ir a prevenir al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos de aquí, a orillas del Waal.

-Y durante ese tiempo, a pesar de mis recomendaciones, habéis dejado la llave en la puerta, ¡desventurada!

-No, no, no, y eso es lo raro. No he abandonado la llave ni un instante; la he tenido constantemente en la mano, apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.

-Pero, entonces, ¿cómo ha ocurrido?

-¿Lo sé yo, acaso? Había dado la carta al mensajero; el mensajero había partido delante de mí. Regreso, la puerta estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lugar en mi habitación, excepto el tulipán que había desaparecido. Es preciso que alguien se haya procurado una llave de mi habitación, o se haya hecho hacer una falsa.

Se ahogaba, las lágrimas cortándole la palabra.

Cornelius, inmóvil, los rasgos alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando solamente:

-¡Robado, robado, robado! Estoy perdido.

-¡Oh, señor Cornelius! ¡Perdón! ¡Perdón! -gritaba Rosa-. Yo me moriré.

Ante esta amenaza de Rosa, Cornelius agarró las rejas del postigo, en un vano intento de sacudirlas con furor.

-Rosa -exclamó-, nos han robado, es verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso? No, la desgracia es grande, pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.

-¡Ay! ¿Cómo queréis que os lo diga positivamente?

-¡Oh! Os lo digo yo, es ese infame de Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto de nuestros trabajos, el fruto de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que perseguirlo, hay que alcanzarlo.

-Pero ¿cómo hacer todo eso, amigo mío, sin descubrir a mi padre nuestro secreto? ¿Cómo, yo, una mujer tan poco libre, tan poco hábil, conseguiría ese fin, que tal vez vos mismo no alcanzaríais?

-Rosa, Rosa, abridme esta puerta, y veréis si yo no lo alcanzo. Veréis si no descubro al ladrón, veréis si no le hago confesar su crimen. ¡Veréis si no le hago gritar perdón!

-¡Ay! -exclamó Rosa estallando en sollozos-. ¿Puedo acaso abriros? ¿Tengo yo las llaves? Si las tuviera, ¿no estaríais libre desde hace tiempo?

-Vuestro padre las tiene, vuestro infame padre, el verdugo que ha aplastado ya el primer bulbo de mi tulipán. ¡Oh, el miserable, el miserable! Es cómplice de Jacob.

-Más bajo, más bajo, en nombre del cielo. ¡Os van a oír!

-¡Oh! Si no me abrís, Rosa -gritó Cornelius en el paroxismo de la rabia-, hundo esta reja y mato a todo el que halle en la prisión.

-¡Amigo mío, por piedad...!

-Os lo aviso, Rosa, voy a demoler el calabozo piedra a piedra.

Y el infortunado, con sus dos manos, a las que la cólera duplicaba las fuerzas, sacudía la puerta con gran ruido, sin cuidarse del estrépito de su voz que iba a retumbar en el fondo de la espiral sonora de la escalera.

Rosa, espantada, trataba inútilmente de calmar esta furiosa tempestad.

-Os digo que mataré al infame de Gryphus -aullaba Van Baerle-. Os digo que verteré su sangre como él ha vertido la de mi tulipán negro.

El desgraciado empezaba a volverse loco.

-Pues bien, sí -dijo Rosa anhelante-. Sí, sí, pero calmaos. Sí, le cogeré las llaves, os abriré, sí, pero calmaos, mi Cornelius...

No había acabado, cuando un alarido lanzado delante de ella interrumpió su frase.

-¡Mi padre! -exclamó Rosa:

-¡Gryphus! -rugió Van Baerle-. ¡Ah! ¡Bandido!

El viejo Gryphus, con todos esos gritos, había subido sin que le hubiesen oído.

Agarró rudamente a su hija por una muñeca.

-¡Ah! Cogeréis mis llaves -dijo con voz ahogada por la cólera-. ¡Ah! ¡Este infame! ¡Este monstruo! Este conspirador para la horca es vuestro Cornelius. Así que se mantienen convivencias con los prisioneros de Estado. Está bien.

Rosa le golpeó con sus dos manos con desesperación.

-¡Oh! -continuó Gryphus, pasando del acento febril de la cólera a la fría ironía del vencedor-. ¡El inocente señor tulipanero! ¡El dulce señor sabio! ¡Vos me mataréis! ¡Os beberéis mi sangre! ¡Muy bien! Y todo esto con la complicidad de mi hija. ¡Jesús! ¡Pero entonces me hallo en un antro de bandoleros, estoy en una caverna de ladrones! ¡Ah! El señor gobernador lo sabrá todo esta mañana, y Su Alteza el estatúder lo sabrá todo mañana. Conocemos la ley. Todo el que se rebelara en prisión, artículo sexto. Vamos a daros una segunda edición de la Buytenhoff, señor sabio, y ésta será una buena edición. Sí, sí, roeros los puños como un oso en la jaula, y tú, hermosa, cómete con los ojos a tu Cornelius. Os advierto, corderos míos, que ya no tendréis posibilidad de conspirar juntos. Así se desciende, hija desnaturalizada. Y vos, señor sabio, hasta la vista; estad tranquilo, ¡hasta la vista!

Rosa, loca de terror y desesperación, envió un beso a su amigo; luego, sin duda iluminada por un pensamiento repentino, se lanzó por la escalera diciendo:

-No está perdido todo todavía, contad conmigo, mi Cornelius.

Su padre la siguió gritando.

En cuanto al pobre tulipanero, soltó poco a poco las rejas que retenían sus convulsos dedos; su cabeza se entonteció, sus ojos oscilaron en órbitas, y cayó pesadamente sobre el piso de la celda murmurando:

-¡Robado! ¡Me lo han robado!

Durante ese tiempo, Boxtel salía del castillo por la puerta que había abierto la misma Rosa. Boxtel, con el tulipán negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le esperaba en Gorcum, y desaparecía, sin haber advertido al amigo Gryphus, como es de suponer, de su salida.

Y ahora que le sabemos subido a la calesa, le seguiremos, si el lector consiente en ello, hasta el término de su viaje.

Caminaba lentamente; no se hace correr impunemente a un tulipán negro.

Pero Boxtel, temiendo no llegar bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja guarnecida en todo su alrededor con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba allí tan muellemente reclinada por todos los lados, con aire por encima, que la calesa pudo emprender el galope sin perjuicio.

Llegó al día siguiente por la mañana a Haarlem cansado pero triunfante, cambió su tulipán de vasija, con el fin de hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos trozos arrojó a un canal y escribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta en la que le anunciaba que acababa de llegar a Haarlem con un tulipán perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su flor intacta.

Y allí esperó.