XXIV


XXIV

XXIV


¡Válganos Dios y qué endiablado humor tenía D. Francisco Chaperón, a pesar de haber procedido conforme a lo que en él hacía las veces de conciencia! Pues no llegaba el cinismo de los voluntarios realistas al incalificable extremo de vituperarle aún, después que tan clara prueba de severidad y rectitud acababa de dar... ¡Cuán mal se juzga a los grandes hombres en su propia patria! Varones eminentes, desvelaos, consagrad vuestra existencia al servicio de una idea, para que luego la ingratitud amargue vuestra noble alma... ¡Todo sea por Dios!... ¡Por vida del Santísimo Sacramento, esto es una gran bribonada!

Todavía vacilaba el D. Francisco en perdonar a Cordero, después de haberlo propuesto en junta general a la Comisión; pero el cortesano de 1815 añadió a las muchas razones anteriormente expuestas otras de mucho peso, logrando atraer a su partido y asociar hábilmente a su trabajo a un hombre cuya opinión era siempre palabra de oro para el digno Presidente de la Comisión. Este hombre era el coronel don Carlos Garrote. Para seducirle, Bragas no necesitó emplear sutiles argucias. Bastole decir que Genara bebía los vientos por sacar de la cárcel a Sola aunque en sustitución de ella fuese preciso ahorcar a todos los Corderos y a todos los Toros de Guisando nacidos y por nacer. No necesitó de otras razones Navarro para sugerir a Chaperón la luminosa idea siguiente:

-Vea usted cómo voy comprendiendo que la hija de Gil de la Cuadra es una intrigante. De esta especie de polilla es de la que se debe limpiar el Reino. Apuesto a que es la querida de Seudoquis.

No se habló más del asunto. Aunque decidido a castigar severamente, Chaperón no había de reconquistar las simpatías perdidas en el cuerpo de voluntarios. Hubiéralo llevado con paciencia el hombre-horca, y casi casi estaba dispuesto a consolarse, cuando un suceso desgraciadísimo para la causa del Trono y de la Fe católica vino a complicar la situación, exacerbando hasta el delirio el inhumano celo del señor brigadier. En la noche del 2 al 3 de Setiembre, un preso, el más importante sin duda de cuantos guardaba en su inmundo vientre la cárcel de Corte, halló medios de evadirse, y se evadió. No se sabe si anduvo en ello la virtud del metal que es llave de corazones y ganzúa de puertas, o simplemente la destreza, energía y agudeza del preso. No discutiremos esto: basta consignar el hecho tristísimo (atendiendo al Trono y a la Fe católica) de que Seudoquis se escapó. ¿Fue por el tejado, fue por las alcantarillas, fue por medio de un disfraz? Nadie lo supo, ni lo sabrá probablemente. En vano D. Francisco, corriendo a la cárcel muy de mañana (pues ni siquiera tuvo tiempo de tomar chocolate) mandó hacer averiguaciones y registrar las bohardillas y sótanos, y prender a casi todos los calaboceros e interrogar a la guardia, y amenazar con la horca hasta al mismo santo emblema de la Divinidad humanada, que tan asendereado estaba siempre en su irreverente y fiera boca.

A la hora del despacho se encerró con Lobo. Estaba tan fosco, tan violento, que al verle, se sentían vivos deseos de no volverle a ver más en la vida. Para hablarle de indulgencia se habría necesitado tanto valor como para acercar la mano a un hierro candente. Chaperón sólo se hubiera ablandado a martillazos.

-¿Está corriente la causa de esa?... Es preciso presentarla sin pérdida de tiempo al tribunal -dijo a su asesor.

-Ahora mismo la remataré Excelentísimo Señor.

-Me gusta la calma... Yo he de ocuparme de todo... No sirven ustedes para nada... Voy a llamar al primer asno que pase por la calle para encomendarle todo el trabajo de esta secretaría.

En aquel mismo instante entró Genara. No podía presentarse en peor ocasión, porque venía a pedir indulgencia. Nunca había sido tampoco tan interesante ni tan guapa, porque sus atractivos naturales se sublimaban con su generosidad y con el valor propio de quien intrépidamente penetra en una caverna de lobos para arrancarles la oveja que ya han empezado a devorar.

La fiera estaba tan mal dispuesta en aquella nefanda hora, que sin aguardar a que Genara se sentase, díjole con voz ahogada:

-Por centésima vez, señora...

Se detuvo moviendo la cabeza sobre el metálico cuello, cual si este le estrangulara impidiendo el fácil curso de las palabras.

-Por centésima vez... -gruñó de nuevo poniéndose rojo.

-Acabemos, hombre de Dios.

-Por centésima vez digo a usted que no puede ser... En bonita ocasión me coge... Ciertamente que están las cosas a propósito para perdonar... Seudoquis escapado... los Corderos en libertad... La Comisión desacreditada, acosada, vilipendiada, escarnecida... No somos jueces, somos vinagrillo de mil flores... No sé cómo no entran los chicos de las calles y nos tiran de la nariz... Me han pintado colgado de la horca... y con razón, con mucha razón... Más vale que digan de una vez: «se acabó el Gobierno absoluto; vuelvan los liberales...». Malditas sean las recomendaciones... Ellos conspiran y nosotros perdonamos... Con tales farsas pronto tendremos al Cojo de Málaga en el Trono... Seudoquis escapado... ¡la impunidad! aquí no hay más que impunidad... Se ahorca por besar el sitio donde estuvo la lápida de la Constitución, y damos chocolate a los conspiradores... Señora, usted me toma por un Dominguillo... Señora... ¡Seudoquis escapado!... ¡la impunidad!... esa malhadada impunidad... lepra horrible, horrible...

Echaba las palabras a borbotones, interrumpidos a intervalos por sofocadas toses y gruñidos. Los temblorosos labios parecían el obstruido caño de una fuente, por donde salía el agua en violentas bocanadas con intermitencias de resoplidos de aire. A cada segundo se metía los dedos en el duro cuello negro de cartón para ensanchárselo y respirar mejor.

-Tanto enfado me mueve a risa -dijo la dama con burlona sonrisa y demostrando mucha tranquilidad-. Cualquiera que a usted le viese creería que estoy en presencia del mismo Soberano absoluto de estos Reinos. Sr. Chaperón, ¿por quién se ha tomado?

-Señora -dijo el brigadier enfrenando su cólera-, usted puede tomarme por quien quiera; pero esta vez no cedo, no cedo... Ya comprendo la intriga, me trae usted una cartita de Calomarde... Es inútil, inútil, no hago caso de recomendaciones. Si Calomarde me manda atender al ruego de usted, presentaré al punto mi dimisión. De mí no se ríe nadie: soy responsable de la paz del Reino, y si vienen revoluciones, tráigalas quien quiera, no yo.

-Calomarde no ha querido darme carta de recomendación -manifestó Genara sin abandonar su calma.

-Ya lo presumía. Hemos hablado anoche... hemos convenido en la necesidad de apretar los tornillos, de apretar mucho los tornillos.

-Calomarde y usted apretarán la hebilla de sus propios corbatines hasta ahogarse si gustan -dijo ella con malicioso desdén-, pero en las cosas públicas no harán sino lo que se les mande.

-Señora, permítame usted que no haga caso de sus bromitas. La ocasión no es a propósito para ello. Tenemos que hacer... ¿Pero qué es eso? Veo que me trae usted una carta.

-Sí señor -replicó Genara alargando un papel-, lea usted.

-Del Sr. Conde de Balazote, gentil-hombre de Su Majestad -dijo el vestiglo abriendo y leyendo la firma-. ¿Y qué tengo yo que ver con ese señor?

-Lea usted.

-¡Ah!... ya... -murmuró Chaperón quedándose estupefacto después de leer la carta-, el señor gentil-hombre me besa la mano...

-¡Ya ve usted qué fino!

-Y me hace saber que Su Majestad me ordena presentarme inmediatamente en Palacio.

-Para hablar con Su Majestad.

-Quiere decir que Su Majestad desea hablarme...

Chaperón volvió a leer. Después dio dos o tres vueltas sobre su eje.

-Mi sombrero... -dijo demostrando grandísima inquietud-, ¿en dónde está mi sombrero...? Señora, usted dispense... Lobo, aguárdeme usted...

-Yo aguardo aquí -indicó Genara.

-Veremos lo que quiere de mí Su Majestad -añadió D. Francisco en estado de extraordinario aturdimiento-. ¿Y mi bastón, en dónde he puesto yo ese condenado bastón?... ¿Habré traído los guantes?... Señora, dispense usted que... A los pies de usted... ¿Su Majestad me espera?... Sí, me esperará, no saldrá hasta que yo no vaya... Y yo no recordaba que la Corte había venido ayer de la Granja para trasladarse a Aranjuez... Adiós; vuelvo.

Una hora después Chaperón entraba de nuevo en su despacho. Venía, si así puede decirse, más negro, más tieso, más encendido, más agarrotado dentro del collarín de cuero. Cruzando sus brazos se encaró con Genara, y le dijo:

-Vea usted aquí a un hombre perplejo. Su Majestad me ha hablado, me ha tratado con tanta bondad como franqueza, me ha llamado su mejor amigo, y por fin me ha mandado dos cosas de difícil conciliación, a saber: que sea inexorable y que acceda al ruego de usted.

-Eso es muy sencillo -replicó Genara con gracia suma-. Eso quiere decir que sea usted generoso con mi protegida y severo con los demás.

-¡Inexorable, señora, inexorable! -exclamó D. Francisco apretando los dientes y mirando foscamente al suelo.

-Inexorable con todos menos con ella. ¿Hay nada más claro?

-Dije a Su Majestad que se había escapado Seudoquis, y me contestó... ¿qué creerá usted que me contestó?

-Alguna de sus bromas habituales.

-Que había hecho perfectamente en escaparse, si se lo habían consentido.

-Eso es hablar como Salomón.

-Veremos cómo salgo yo de este aprieto. Tengo que contentar al Rey, a usted, a los voluntarios realistas, a Calomarde; tengo que contentar a todo el mundo, siendo al mismo tiempo generoso e inexorable, benigno y severo.

Chaperón se llevó las manos a la cabeza expresando el gran conflicto en que se veía su inteligencia.

-¡Qué lástima que soltáramos a ese Cordero!... -dijo después de meditar-. Pero agua pasada no mueve molino, veamos lo que se puede hacer. Formemos nuestro plan... Atención, Lobo. Lo primero y principal es complacer a la Sra. D.ª Genara... ¿Qué filtros ha dado usted a nuestro Soberano para tenerle tan propicio?... Atención, Lobo. Lo primero es poner en libertad a esa joven... escriba usted... por no resultar nada contra ella.

Genara aprobó con un agraciado signo de cabeza.

-Ahora pasemos a la segunda parte. Esta prueba de benevolencia no quiere decir que erijamos la impunidad en sistema. Al contrario, si la inocencia es respetada... porque esa joven será inocente... si la inocencia es respetada, el delito no puede quedar sin castigo... Atienda usted, Lobo... Esta conspiración no quedará impune de ningún modo. Soledad Gil de la Cuadra es inocente, inocentísima ¿no hemos convenido en eso? Sí; ahora bien, sus cómplices, o mejor dicho, los que aparecen en este negocio de las cartas que se repartieron... No, no hay que tomarlo por ese lado de las cartas. Lobo, quite usted de la causa todo lo relativo a cartas. Veamos el cómplice.

-Patricio Sarmiento.

-¿Ese hombre está en su sano juicio?

-Permítame Vuecencia -dijo Lobo- que le manifieste... El hablar de la imbecilidad de ese hombre me parece... Si Vuecencia, excelentísimo señor, me permite expresarme con franqueza...

-Hable usted pronto.

-Pues diré que eso de la imbecilidad de Sarmiento me parece una inocentada.

-Eso es: una inocentada -repitió Genara.

-Pues qué, ¿no constan en la causa mil cosas que acreditan su buen juicio? Se le encontró entre sus papeles un paquete de cartas sobre la organización de la Comunería, y consta que fue uno de los que más parte tuvieron en el asesinato de Vinuesa.

-¿Hay pruebas, hay testigos?

-Diez pliegos están llenos de las declaraciones de innumerables personas honradas que han asegurado haberle visto entrar, martillo en mano, en la cárcel de la Corona.

-Admirable. Adelante.

-Después ha fingido hallarse demente para poder insultar a Su Majestad, burlarse de la religión y apostrofar a los defensores del Trono.

-¡Se ha fingido demente!

-Está probado, probadísimo, excelentísimo señor.

Chaperón dudaba, hay que hacerle ese honor. La mónera de que antes hablamos se agitaba inquieta y alborotada entre el cieno, haciendo esfuerzos por mostrarse.

-Pero esas pruebas de que se fingía demente... -murmuró-. ¿Hay dictamen facultativo?

Genara no veía con gusto aquella discusión y guardaba silencio.

-¿Qué dice el artículo 7.º del Decreto del 20 de este mes? -preguntó Lobo con extraordinario calor.

-Que la fuerza de las pruebas en favor o en contra del acusado se dejan a la prudencia e imparcialidad de los jueces. Bien, admitamos que la ficción de demencia es cosa corriente. No hay más que hablar.

-¿Qué dice el artículo 11 del mismo Decreto?

-Que se castigue con el último suplicio a los que griten «Viva la Constitución, mueran los serviles, mueran los tiranos, viva la libertad...». ¡Ah! aquí no puede haber quebraderos de cabeza. Según este artículo, Sarmiento debía haber sido ahorcado cien veces... Pero la imbecilidad, la locura o como quiera llamarse a esa su semejanza con los graciosos de teatro...

-¿Qué dice el artículo 6.º del mismo Decreto? -preguntó de nuevo Lobo con tanto entusiasmo que sin duda se creía la imagen misma de la jurisprudencia.

-Dice que la embriaguez no es obstáculo para incurrir en la pena.

-¿Y qué es la embriaguez más que una locura pasajera?... ¿Qué es la locura más que una embriaguez permanente? Consulte Vuecencia, excelentísimo señor, todos los autores y verá cómo concuerdan con mi parecer. Vuecencia podrá fallar lo que quiera; pero de la causa resulta, claro como la luz del día, que la muchacha y los ángeles del cielo rivalizan en inocencia, y que el Sarmiento es reo convicto del asesinato de Vinuesa, de propagación de ideas subversivas, del establecimiento de la Comunería, de predicación en sitios públicos contra la única soberanía que es la real, de connivencia con los emigrados, etc., etc.

-¡Oh! Sr. D. Francisco -dijo la dama con generoso arranque-. Si quiere usted merecer un laurel eterno y la bendición de Dios, perdone usted también a ese pobre viejo.

-Señora, poquito a poco -repuso el funcionario poniéndose muy serio-. Antes que erigir en sistema la impunidad, cuidado con la impunidad, ¡por vida del...! presentaré mi dimisión. Bastante ha conseguido usted.

La dama inclinó la cabeza, fijando los ojos en el suelo. Otra vez suplicó, porque no podía resistir impasible a la infame tarea de aquellos inicuos polizontes; pero Chaperón se mostró tan celoso de su reputación, de su papel y de atender a las circunstancias (¡siempre las circunstancias!) que al fin la intercesora, creyéndose satisfecha con el triunfo alcanzado, no quiso comprometerlo, aspirando a más. Se retiró contenta y triste al mismo tiempo. Necesitaba ver aquel mismo día a los demás individuos de la Comisión, pues aunque el Presidente lo era todo y ellos casi nada, convenía prevenirlos para asegurar mejor la victoria.

Cuando se quedaron solos, Chaperón dijo a su asesor privado:

-Arrégleme usted eso inmediatamente. Extienda usted la sentencia y llévela al comandante fiscal para que la firme. Hoy mismo se presentará al tribunal. Mañana nos reuniremos para sentenciar a la mujer que robó el almirez de cobre y el vestido de percal viejo... Pasado mañana tocará sentenciar eso... ¡Oh! veremos si los compañeros quieren hacerlo mañana mismo... Quesada me ha recomendado hoy la mayor celeridad en el despacho y en la ejecución de las sentencias...

Y cabizbajo, añadió:

-Veremos cómo lo toma la Comisión. Yo tengo mis dudas... mi conciencia no está completamente tranquila... pero, ¿qué se ha de hacer? todo antes que la impunidad.

Y aquel hombre terrible, que era Presidente de derecho del pavoroso tribunal, y de hecho fiscal, y el tribunal entero; aquel hombre, de cuya vanidad sanguinaria y brutal ignorancia dependía la vida y la muerte de miles de infelices, se levantó y se fue a comer.

La Comisión, reunida al día siguiente para fallar la causa de la mujer que había robado un almirez de cobre y un vestido de percal viejo, falló también la de Sarmiento. No pecaban de escrupulosos ni de vacilantes aquellos señores, y siempre sentenciaban de plano conformándose con el parecer del que era vida y alma del tribunal. Todas las mañanas, antes de reunirse, oían una misa llamadade Espíritu Santo, sin duda porque era celebrada con la irreverente pretensión de que bajara a iluminarles la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por eso deliberaban tranquila, rápidamente y sin quebraderos de cabeza. Todos los días, al dar la orden de la plaza y distribuir las guardias y servicios de tropa, el Capitán General designaba el sacerdote castrense que había de decir la misa de Espíritu Santo. Esto era como la señal de ahorcar .

Al anochecer del día en que fue sentenciada la causa de Sarmiento, previa la misa correspondiente, el escribano entró en la prisión y a la luz de un farolillo que el alguacil sostenía, leyó un papel.

Oyéronle ambos reos con atención profunda. Sarmiento no respiraba. No había concluido de leer el escribano, cuando D. Patricio enterado de lo más sustancial, lanzó un grito y poniéndose de rodillas elevó los brazos, y con entusiasmo que no puede describirse, con delirio sublime, exclamó:

-¡Gracias, Dios de los justos, Dios de los buenos! ¡Gracias, Dios mío, por haber oído mis ruegos!... ¡Ella libre, yo mártir, yo dichoso, yo inmortal, yo santificado por los siglos de los siglos!... Gracias, Señor... Mi destino se cumple... No podía ser de otra manera. Jueces, yo os bendigo. Pueblo, mírame en mi trono... Estoy rodeado de luz.