XXIII


XXIII

XXIII


Prolongábase el silencio de ambos cuando se abrió la puerta del calabozo y entraron dos personas: el carcelero y el padre Alelí. Acostumbraba el buen sacerdote visitar a los presos para consolarles u oírles en confesión, y frecuentemente pasaba largos ratos con alguno de ellos hablando de cosas festivas, con lo cual se amenguaban las tristezas de la cárcel. Era el padre Alelí un varón realmente santo y caritativo: su bondad se mostraba en dos especies de manías: dar almendras a los muchachos de las calles y palique a los presos. Parecía que unos y otros eran su familia y que no podía vivir sin ellos.

Con su fórmula de costumbre saludó a nuestros dos infortunados amigos, que apenas distinguían en la lobreguez del cuarto la escueta figura blanca del fraile, vaga, semi-fantástica, cual un capricho de la oscuridad para engañar a los ojos. El padre Alelí tocó en tierra y en las paredes con un palo, como los ciegos, y al mismo tiempo decía:

-¿Pero dónde están ustedes?... ¡Ah! ya toco aquí un cuerpo.

Soledad, tomándole del brazo, le ofreció una silla.

-No, tengo que marcharme. Hoy he de hacer muchas visitas... Gracias, señora... ¿Es usted la que llaman Soledad? Debo advertirle una cosa que le consolará mucho: hay una dama que se interesa por usted... Ahí fuera está... No la han dejado entrar; pero me encarga diga a usted que hará todo lo posible para evitar una desgracia... ¡Qué señora tan angelical, qué corazón de oro!... ¿Y el ancianito dónde está?... Anímese usted, buen hombre. Ya, ya me han dicho que está demente.

Oyose entonces una voz sorda e inarticulada, que parecía expresar amargo desprecio.

-¿Está en el suelo el pobre hombre? -añadió Alelí, tanteando suavemente con su palo-. Me parece que le siento roncar... Si todos tuvieran el buen abogado que este tiene... ¡Su demencia le salvará!... Adiós, hijos míos, no puedo detenerme... mañana será más larga la visita.

Retirose y los dos presos quedaron solos todo el día. Al anochecer les interrogaron. Después volvieron a quedar solos, ella muda y recogida, Patricio taciturno a ratos y a ratos poseído de furor que con ninguna especie de consuelos podía calmar su compañera. Tampoco aquella noche durmieron gran cosa, y al día siguiente que era el 1.º de Setiembre volvió el padre Alelí, a quien el carcelero dejó encerrado dentro.

-Hoy puedo dedicar a mis amigos un ratito -dijo dejándose conducir por Soledad a la silla-. Ya estoy... Gracias, señora... Me han dicho que es usted muy simpática... En estos cavernosos cuartos no se ve nada... ¿Y el pobre tonto cómo se encuentra?

-¡Quieres dejarnos en paz, endiablado frailón! -gritó una voz ronca, irritada, temblorosa, que parecía ser la voz misma de la oscuridad que había tomado la palabra.

El padre Alelí sintió cierto terror.

-¡Jesús, María y José! -exclamó santiguándose-. Verdaderamente esta no es casa de orates. Todo sea por Dios.

-Abuelito Sarmiento -dijo Soledad acariciando al anciano que arrojado a sus pies estaba-. No es propio de persona cortés y bien educada como tú, el tratar así a un sacerdote.

-¡Que se vaya de aquí!... ¡Que nos deje solos! -gruñó el fanático, arrastrándose como un tigre enfermo-. ¿Qué busca aquí el frailucho? ¿qué quiere?

-¡Ave María purísima!...

-Si al menos nos trajera buenas noticias...

-Buenas las traigo para usted...

-A ver, a ver... -dijo D. Patricio incorporándose de improviso.

-Usted será absuelto libremente.

Sarmiento se desplomó en el suelo, haciendo temblar los ladrillos.

-¡Maldita sea la boca que lo dice!... -murmuró con hondo bramido.

-Siento no poder dar nuevas igualmente lisonjeras a esta señora -añadió el fraile tomando la mano de la joven y estrechándosela entre las suyas-. No puedo decir lo mismo, ni quiero dar esperanzas que no han de verse realizadas. Las circunstancias obligan al tribunal a ser muy severo... ¡Cómo ha de ser! Más padeció Jesucristo por nosotros. Si tiene usted resignación, paciencia cristiana; si purificando su alma sabe desprenderla de las miserias del mundo y elevarla al cielo en este trance de apariencia aflictiva, será más digna de envidia que de lástima.

-¡Maldita sea la boca que lo dice!

Sarmiento al hablar así, arrastrábase hasta el ángulo opuesto.

-¿Qué es la vida? -añadió Alelí tomando un tono melifluo-. Nada, un soplo, aire, una ilusión. ¿Qué es el tiempo que contamos en el mundo? Nada, un momento. La vida está allá. ¿Qué importan un sufrimiento pasajero, un dolor instantáneo? Nada, nada, porque después viene el eterno gozar y la plácida eternidad en que se deleitan los justos. Nadie es mejor recibido allá que los que aquí han padecido mucho. Los perseguidos por la justicia son los primeros entre los bienaventurados. Los pecadores que se depuran por el arrepentimiento y el castigo corporal forman en la línea de los inocentes, y todos juntos penetran triunfantes en la morada celestial.

A esta homilía, dicha con arte y sentimiento, siguió largo silencio. El padre Alelí suspiraba. Su mucha práctica en consolar a los reos de muerte no había gastado en él los tesoros de sensibilidad que poseía, antes bien, los había enriquecido más. Estaba sujeto a grandes aflicciones por razón de su oficio y se identificaba tanto con sus penitentes, que decía: «Me han ahorcado ya doscientas veces y tengo sobre mí un par de siglos de presidio».

Después que cobró ánimos, habló así:

-Hoy he visto a esa señora; ¡qué angelical bondad la suya! Está desesperada por no haber podido conseguir cosa alguna en pro de usted. Sin embargo, no cede en su empeño... aún tiene esperanza... Yo, si he de decir la verdad, ya no la tengo.

-Yo tampoco la tengo ni la quiero -dijo Soledad con un arranque de unción religiosa-. Me resigno a mi desgraciada suerte y sólo espero morir en Dios.

Por grandes que sean los bríos de un alma valerosa, la idea del morir y de un morir violento, antinatural y vergonzoso la turba y la acomete con fiera sacudida, prueba clara de que sólo a Dios corresponde matar. Sola derramó algunas lágrimas y el fraile notó que sus heladas manos temblaban. Ya a aquella hora, que era la del medio día, habían aparecido, puntuales en su cuotidiana visita, las claridades advenedizas que se paseaban por el cuarto. A favor de ellas se distinguían bien los tres personajes: el fraile sentado en la silla, todo blanco y puro como un ángel secular que hubiera envejecido, Soledad de rodillas ante él, vestida de negro, mostrando su cara y sus manos de una palidez transparente, D. Patricio echado en el rincón opuesto, con la cara escondida entre los brazos y estos sobre los ladrillos, cada vez más semejante a un tigre enfermo, cuya respiración era calenturiento ronquido.

-Llore usted, llore -dijo el padre Alelí a su penitente-, que así se calma la congoja. Yo también lloro, querida mía, también me lleno de agua la cara, a pesar de estar tan acostumbrado a ver lástimas y dolores. ¿El mundo qué es? barro amasado con lágrimas, ni más ni menos. Lloramos al nacer, lloramos también al morir que es el verdadero nacimiento.

-Padre -dijo la huérfana-, si ve Su Reverencia hoy a esa señora, hágame el favor de manifestarle que le doy gracias de todo corazón por lo que ha hecho por mí, aunque sus buenos deseos hayan sido inútiles. Al mismo tiempo quiero que Su Reverencia le ruegue que me perdone... Su Reverencia no está en antecedentes. Yo cometí el día de mi prisión una grave falta; me dejé arrastrar por la ira, y por la primera vez en mi vida sentí en mi corazón el ardor de una pasión infame, la venganza. No sé cómo fue aquello... Me hizo tanto daño mi propio furor, que me desmayé. Nunca había sentido cosa semejante. Parece que pasó por dentro de mí como un rayo. Verdad es que yo tenía motivos, sí, padre, motivos... Pero no hablemos de eso... Yo ruego a esa señora que me perdone.

-Y yo me comprometo a asegurar a usted que ya está perdonada -replicó el fraile con bondad-. Conozco a la señora y sé que sabe perdonar.

-Su Reverencia podrá decirme si le ocasionarán algún perjuicio a esa señora las palabras que yo dije delante del juez.

-Presumo que no le ocasionarán daño alguno. Esté usted tranquila por ese lado. Creo haber entendido (quizás me equivoque, porque estoy ya un poco lelo), que entre usted y ella hay un resentimiento antiguo. Parece que la señora, en un momento de delirio, porque los tiene, sí, tiene esos momentos de delirio...

-No quisiera que se nombrase eso más -replicó Sola con presteza, extendiendo la mano como para taparle la boca al fraile-. Soy la agraviada, y desde que estoy aquí me he propuesto olvidar ese y otros agravios perdonándolos con todo mi corazón.

-Bien, muy bien. Esa cristiana conducta me gusta más que cien mil rosarios bien rezados.

-¿Su Reverencia conoce bien lo que pasa en la Comisión Militar? Estoy muy ansiosa por saber si el Sr. Cordero y su hija han sido puestos en libertad.

-Desde ayer, hija, desde ayer están en su casa tan contentos.

-¡Oh, qué dicha! -exclamó Sola cruzando las manos-. Eso es lo que yo quería... porque son inocentes y estaban presos por un delito que yo cometí. Yo le contaré todo a Su Reverencia. Quiero hacer confesión general.

-A punto estamos -repuso el fraile, acomodando el codo en la mesa y sosteniendo la frente en la mano.

Sola se acercó más, dando principio al solemne acto.

Duró próximamente media hora. El padre Alelí dio su absolución en voz alta y con los ojos cerrados, trazando lentamente la cruz en el aire con su brazo blanco y su mano flaca y delicada. Concluido el latín, dijo en castellano a la penitente:

-Adquisición admirable hará el reino de Dios muy pronto con la entrada de un alma tan hermosa.

Sola, que sentía mucho dolor en las rodillas, se echó hacia atrás sentándose sobre sus propios pies.

En el mismo momento oyose un feroz ronquido y el roce de un cuerpo contra el suelo. La voz cavernosa y terrible de Sarmiento se expresó así:

-¿Quiere usted marcharse con cien mil docenas de demonios?... ¿Qué cuchichean ahí?

El fraile se levantó y dando dos pasos hacia el punto en donde sonaban las tremendas voces, dijo:

-Su compañera de usted ha confesado. ¿Quiere usted hacer lo mismo?

-¡Yo!... Por vida de la re-condenada Chilindraina, Sr. D. Majadero, que si no se me quita pronto de delante...

El padre Alelí se tocó la sien con su dedo índice, moviendo la cabeza en señal de lástima.

-¡Confesar yo!... ¡yo, que soy un volcán de rabia! -añadió el desgraciado tratando de levantarse con fatigosos movimientos que hacían bailar a los ladrillos-. ¡Repito que no hay Dios!... ¡no, no hay Dios! Todo es una mentira. El mundo, la gloria, el destino, fábula y palabrería. Denme un cuchillo, porque me quiero matar, me avergüenzo de vivir... Al primero que se me ponga por delante, le muerdo.

Las claridades que un momento se habían alejado, volvieron juguetonas, sin abandonar sus capisayos de telarañas, y con ellas pudo ver el padre Alelí que la pobre bestia enferma alzaba la cabeza y mostraba una horrible cara amoratada y polvorienta, toda llena de viscosa baba. Sus ojos daban miedo.

-¡Desgraciado! -murmuró con dolor el padre Alelí-. Tú que vivirás eres más digno de lástima que ella, destinada a morir.

-No me lo digas, no me lo digas -gritó Sarmiento incorporando su busto por un movimiento rapidísimo de sus remos delanteros-. No me lo digas porque te mato, infame fraile, porque te devoro.

-Eres un pobre demente.

-Soy un hombre que ha perdido su ideal risueño, un hombre que soñó la gloria y no la posee, un hombre que se creyó león y se encuentra cerdo. Mi destino no es destino, es una farsa inmunda, y al caer y al envilecerme y al pudrirme como me pudro, tengo la desgracia de conservar intacto el corazón para que en él clave su vil puñal la justicia humana, matando a mi hija... Infame frailucho, ¿has venido a gozarte en mi miseria? Vete pronto de aquí, vete. Mira que no soy hombre, soy una bestia.

Clavaba sus uñas en los ladrillos y estiraba el amenazante rostro descompuesto.

-Que Dios se apiade de ti -dijo grave y solemnemente el fraile bendiciéndole-. Adiós.

Y después de encargar a Sola que tuviera resignación, mucha resignación por las diversas causas que lo exigían (señalaba al infortunado viejo), se retiró considerando la magnitud de los males que afligen a la raza humana.