El sino de Joaquín Dicenta
Capítulo VII


Anatolio no se daba cuenta de la mala situación de su hogar.

Si el amor de la hembra pudo apartarle durante cuatro ó cinco meses de sus verdaderos amores, pronto volvió á ellos más enamorado, más entregado que antes, sorbido materialmente por la pasión del astro.

Cuando salía del Observatorio y tornaba á su domicilio, era viaje de sonámbulo el suyo por estas calles de Madrid.

Como un sonámbulo llegaba al portal de su casa y remontaba la escalera y tiraba de la campanilla; como un sonámbulo entraba en la reducida habitación donde le aguardaban su mujer y sus hijos. Besaba á éstos; abrazaba á aquélla; saludaba con afectuoso saludo á su suegra y á su cuñada; embaulaba el condumio y se metía en su despacho á ordenar sus diarias observaciones, ó á emborronar cuartillas para artículos y folletos.

¡Siempre igual! Su cuerpo andaba y moraba en la tierra, pero su espíritu no se movía de la altura. Tenía en los interiores del cerebro una lente, y dibujado sobre ella el mapa del espacio.

Estoy por afirmar que aun durante sus horas de matrimonial esparcimiento y de amorosas conjunciones, andaba más que en las suyas en las de un planeta con otro. Sólo que, á pesar de ello, los hijos venían puntualmente. Una vez lo hicieron á pares, niño y niña, como quien dice Marte y Venus. Anatolio la erró casándose. Hombres como él nacen para estar solos, á disposición franca del ensueño, sin trabas que les sujeten á la realidad.

¿Quién dichoso más que él cuando muerto don Lucas y enterrados los padres definitivamente, quedó libre encima de la tierra? ¡Ay si continuara soltero, sin más gastos, que los de una casa de huéspedes baratita, muy baratita, sin otras hembras que las de urgencia y ocasión, baratitas también! ¡Mala tarde la del hermoso Abril en que abandonó su Observatorio y fué á recostarse contra aquel banco del Retiro y sintió dentro de su carne el llamamiento de la primavera!

Venganza del planeta tierra, encolerizado con los desprecios del astrónomo, fué la aparición de la criatura femenina. Por sueño la tomaba Anatolio. Al presente el sueño se había vuelto mujer propia con seis hijos y añadidura de madre vieja y hermana en irremediable soltería.

Y cuidado que, á pesar de éstas y de otras reflexiones, el hombre quería á su esposa y adoraba en sus hijos. Hasta soportaba sin enfados mayores á la cuñada y á la suegra.

No le importaran á él ahogos, trabajos y materiales sacrificios si no vinieran á estorbarle en sus horas de estudio y de científica abstracción.

Esto era insufrible, y esto era lo que un día y otro ocurría en el domicilio del sabio.

Unas veces eran los chicos, rompiendo en llanto estrepitosos, ó en risas más estrepitosas que el llanto; otras, la cuñada que, á la menor contrariedad, se desgarraba en ataques de nervios coceadores y gritones; algunas, pocas ciertamente, la misma Carmen que entonaba cánticos para distraer penas y miserias. Hasta la vieja, con sus ataques de asma, solía interrumpir los éxtasis del matemático.

Pálido, nervioso, sujetándose con ambas manos la cabeza, en actitud de quien recibe un golpe, abría Anatolio la puertecilla del despacho y gritaba con suplicante voz:

-¡Por Dios, esos niños! ¡Por Dios, búscale un marido á tu hermana á ver si acaban los ataques! ¡Por Dios, Carmen, déjate de canturias! ¡Ay, doña Martina de mi alma, tome usted el jarabe á ver si le pasa la tos!... ¡Tengan misericordia! ¡No ven que de esta manera es imposible trabajar!...

Y vaya cuando la molestia venía de los de la casa. Entonces acababan mal ó bien por callarse y dejar tranquilo á Anatolio.

¿Pero quién calla á un panadero que reclama ocho días de pan? ¿Á un carbonero que sube factura en mano echando lumbre por ojos y por boca? ¿Á un tendero de comestibles que lleva dos meses sin cobrar? ¿Á un zapatero que ve sin suelas y tacones las botas que no ha cobrado aún?

Á ésos de ningún modo se les calla; y ésos daban campanillazo tras campanillazo en la puerta de la habitación, y chillaban como energúmenos, y se revolvían pasillo adentro, y llegaban á no respetar el estudio de su deudor y se presentaban frente á él puños en ristre y juramento en labios.

¡Qué desesperación en tales momentos la de mi hombre! Él que conocía ce por be todos los metales existentes en cada planeta del sistema solar, no hallaba metal alguno en sus bolsillos para tapar la boca de aquellos deslenguados, incapaces de comprenderle y, lo que es peor, de fiarle una perra por respeto á su sabiduría.

Aun así y todo, sorteado el primer achuchón, pasaba Anatolio por voceríos familiares y por juramentos de acreedores.

Por lo que no pasaba, por lo que sufría cuanto puede sufrir persona, era por otro asunto.

Sabido es que la condición de Anatolio corría parejas con la del caracol. La perpetuidad inquilinaria significaba para él el súmum de la felicidad; en su convivir con D. Lucas, los trasiegos domiciliarios constituyeron la única pena, la tremenda desventura del fámulo estudiante.

Pues bien, al año de casado fueron las mudanzas, á falta de otro muchas veces, el pan nuestro de cada día.

¿Por deliberado propósito en Carmen? ¿Por intranquila y tornadiza condición del grupo familiar? No; por necesidad y por mandato imperativo de los artículos legales que se refieren al desahucio.

¡Siempre las malditas consecuencias de vivir fuera de este mundo, con los ojos del espíritu y de la carne puestos en las constelaciones! ¡Váyale usted con constelaciones á un casero!... ¡Bueno anda el percal para volantes!

Escasa la paga, numerosa la prole, parcos los ingresos fortuítos, si para el diario pasar, sufría grandes apuros Carmen, no vale decir cómo los sufriría para echar fuera las atenciones de primeros de mes.

A ser Anatolio hombre práctico, hubiera utilizado fama, medallas y diplomas en mejorar su economía, pavoneándose ante esos ricachos que reciben á las eminencias en clase de figuras decorativas, ó haciendo rueda á algún personaje que le pagara su adulación con limosnas disfrazadas de comisiones.

¡Bueno era Anatolio para faenas de tal índole! Ni sabía que pudieran realizarse, ni, aun sabiéndolo, pusiéralas en práctica. Aquel majadero de sabio tenía dignidad. ¡Como si tal vicio se pudiera tener con suegra, cuñada, parienta, media docena de críos y cincuenta duros de sueldo! Es decir, tenerse sí se puede tener, ateniéndose á las resultas.

A ellas se atenía Anatolio. Hablo mal, las sufría cuando llegaban; y siempre que llegaban le causaban una sorpresa grande.

Embebido en sus cálculos y en sus estudios, los sucesos pasaban por él como por el mármol el agua, resbalando, sin penetrarlo. Carmen le ocultaba el peligro segura de que no lo había de evitar. Sólo cuando la cosa no daba espera, cuando, no pagado el mes vencido, se entraba en el siguiente, y el alguacil presentaba á Anatolio, la papeleta de desahucio, caía éste en la cuenta.

Entonces comenzaba la inquisición para él.

¡Hay que mudarse!... ¡Hay que mudarse! murmuraba al salir del juzgado municipal. ¡Mudarse!... ¡Qué horror! ¡Hallar dinero para la mudanza, qué hazaña!

Y sin disminuir sus lamentaciones, revolvía la tierra, en el firmamento no hay de qué, para aportar recursos. Los aportaba al fin malvendiendo algún manuscrito, empeñando ropas, y lo que es más duro, instrumentos, pidiendo al habilitado anticipos. Después... después, ¡á la mudanza!, ¡á la horrible mudanza!; á recorrer plazas y calles estirando el cuello, dilatando los ojos, subiendo escaleras, huroneando habitaciones, hasta dar con domicilio, si no conveniente, posible.

En seguida á avistarse con el dueño de la finca, ó con el administrador ó con el portero, á dejar la señal para que quitasen los papeles, á pagar mes adelantado y de fianza, á firmar él contrato y á hacerse entrega de las llaves.

Á continuación en busca del carro de mudanza donde nunca entran todos los muebles por escasos que sean; á pelearse con los mozos, que de todo gruñen y para todo exigen propina; á pasar tres ó cuatro días mascando basura, ordenando papeles; y terminado todo, á desplomarse contra un mueble, rendido del insoportable trajín, asqueado de aquella polvorienta realidad, tan lejana y distinta de su cielo, amueblado con astros que espolvorean, sobre la tierra partículas de luz.

Esto ocurría hoy; y, á los tres, á los cuatro meses, cuando el sabio, vuelto á su vivir extraterreno, hallábase más engolfado en los éxtasis siderales, torna á la citación y torna al juicio de desahucio, y torna á recorrer calles y á firmar recibos y andar con carros y mozos de mudanza, entre una nube de polvo y una montaña de papeles y pingos.

-¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! -gritaba Anatolio,- la ostra sin valvas, el caracol sin concha, el judío errante del inmueble. Dios mío, causa desconocida que riges y gobiernas los orbes, ¡haz que concluya mi insoportable trajinar! Este infeliz astrónomo no te pide oro, ni glorias, ni marido para su cuñada, ni esterilidad para su mujer. Sólo te pide un rincón, un rinconcito, del que no le hagan salir nunca. ¡Un rinconcito sin casero, sin alguaciles y sin campanillas!

Era su oración de todas las noches.