El sello encarnado

Nota: Se respeta la ortografía original de la época



EL SELLO ENCARNADO




(TRADUCCION DE ALFREDO DE VIGNY.)



CAPITULO 1.°


DEL ENCUENTRO QUE TUVE UN DIA EN UN CAMINO.


El camino de Artois y de Flandes es largo y triste. Se estiende en línea recta sin árboles, sin zanjas, libre de todo verdor, por medio de un campo llano, lleno de un cieno, amarillo en todas las estaciones.

En el mes de Mayo del año 1815 atravesé ese camino, y jamás he podido olvidar el encuentro que alli tuve.

Estaba solo, á caballo; tenía un buen capote, un casco negro, un sable, y un par de pistolas; ­habia llovido á cántaros durante cuatro dias y cuatro noches de marcha, y aun continuaba haciendo el mismo tiempo.... pero me acuerdo bien: estaba cantando el Joconde á toda voz. ¡Era tan jóven!

La casa del rey en 1814 había estado llena de niños y de ancianos; el imperio parecia haber asesinado á los hombres. Mis camaradas me habian adelantado en el camino, y componian parte del séquito de Luis XVIII; podía distinguir sus capotes blancos y sus vestidos carmesí hácia el norte del horizonte, los lanceros de Bonaparte que espiaban, y seguian nuestra retirada paso á paso, mostraban de vez en cuando la banderola tricolor de sus lanzas en el horizonte opuesto.

La pérdida de una herradura habia detenido mi caballo; era jóven y fuerte; y metiéndole las espuelas, lo hice apresurar el paso para reunirme con el escuadron; presto obedeció mi indicacion, y partió á galope. Metí la mano en mi cinturon; estaba bien abastecido de oro; oí sonar la vaina de hierro de mi sable sobre el estribo, y me sentí lleno de entusiasmo y de valor, y completamente dichoso. Seguia lloviendo, y seguia yo cantando. Pero al fin me callé, aburrido de no oir mas acen­tos que los mios, y escuché entonces tan solo la lluvia, y las pisadas de mi caballo, que chapoteaba en la rodada. Concluyóse la parte empedrada del camino; me sentia hundir á cada momento, y tuve que seguir caminando al paso. Mis botas altas recibian un baño de lodo espeso y, amarillo por fuera, y por dentro se llenaba de agua. Miraba mis charreteras de oro, nuevas, nuevas; mi felicidad y mi consuelo!... y con tristeza las veia herizarse con el agua.

Mi caballo bajó la cabeza; hice lo mismo, y me puse á pensar y á preguntarme por primera vez―adonde iba.—Nada sabia absolutamente, pero, seguro de que adonde quiera que fuese mi escuadron, alli era mi deber estar; este pensamiento dejó pronto de inquietarme. Al sentir en mi corazon una calma tan profunda é inalterable, di gracias por este sentimiento inefable del deber, y traté de esplicármelo. Viendo de cerca las mas penosas y desusadas fatigas soportadas alegremente por tantas cabezas rubias y canas, y á miles hombres de un porvenir asegurado, arriesgarse caballerosamente y tomar parte en esa satisfaccion maravillosa que dá á todo hombre la conviccion de que no puede sustraerse á ninguna de las deudas de honor, comprendí que era una cosa mucho mas fácil, y mucho mas comun de lo que se cree—la abnegacion.

Me preguntaba si la abnegacion y de sí mismo no era un sentimiento nacido con nosotros: lo que era esa necesidad de obedecer y de entregar la voluntad en otras manos como una cosa pesada é importuna; donde procedia la felicidad secreta de desembarazarse de esta carga, y cómo el orgullo humano no se rebelaba jamás. Veia bien á ese misterioso instinto ligar por todas partes á las familias, al pueblo en poderosas haces, pero nada veia semejante, nada tan completo, tan formidable como en el soldado, la renuncia a sus acciones, á sus palabras, á sus deseos, y casi hasta á sus pensamientos. Veia en todas partes la posible y usada resistencia, el ciudadano teniendo en todos los lugares una obediencia perspicaz é inteligente que examina, y que puede detenerse. Veia tambien, aun la tierna sumisión de la muger concluirse, cuando el mal empezaba á estarle impuesta, y á la ley tomar entonces su defensa, mientras que la obediencia militar, en un todo distinta á las demas obediencias, al mismo tiempo recibiendo la órden y ejecutándola con los ojos cerrados, como obedeciendo al destino. Seguía en todas sus consecuencias posibles esa abnegacion del soldado sin trueque alguno, sin condiciones, y que conduce tan frecuentemente á las operaciones mas siniestras.

Estos eran mis pensamientos, mientras caminaba al gusto de mi caballo, mirando la hora en mi reló de vez en cuando, y viendo el camino estenderse siempre en línea recta, sin un arbol, sin una casa, y cortando la llanura hasta el horizonte, como una raya amarilla sobre un campo gris.

De voz en cuando la raya líquida se desleia en la tierra líquida que la rodeaba, y cuando un dia un poco menos pálido hacia brillar esta triste estension de terreno, me veia en medio de un mar cenagoso, siguiendo una corriente de fango y de yeso.

Examinando con atencion la raya amarilla del camino, observé á la distancia de un cuarto de legua, una pequeña punta negra que parecia moverse. Mi descubrimiento me agradó, juzgando que habia hallado un compañero. No apartó los ojos, y ví que aquella punta negra iba como yo, con direccion á Lil'e, y que caminaba haciendo eses, lo que anunciaba una marcha penosa. Apresuré el paso, y gané terreno sobre este objeto que se aumentaba á mi vista. Galopé sobre un pedazo de tierra un poco mas entera y firme, y entonces creí reconocer una especie de carruage negro. Tenía hambre: esperaba que este fuera el carro del cantinero, y tratando á mi pobre caballo como si fuera una chalupa lo hice hacer fuerza de remos para llegar á la isla afortunada; y metiéndolo en el espeso mar, mas de una vez lo vi hundirse hasta el vientre.—A unos cien pasos pude distinguir claramente una pequeña carreta de madera blanca, cubierta con tres arcos y un lienzo negro encerado. Se asemejaba á una pequeña cuna colorada sobre dos ruedas. Las ruedas se atascaban hasta el ege: una pequeña mula que tiraba estaba con suma dificultad conducida por un hombre á pié, que la llevaba por la brida.

Me aproximó, y lo examiné atentamente. Era un hombre de algunos cincuenta años, de bigotes blancos, alto, robusto, un poco agoviado como estan los oficiales viejos de infantería, que han llevado por muchos años la mochila. Gastaba uniforme, y sobre una capa corta azuly muy usada, podía distinguirse una charretera de gefe de batallon.

Me miró de reojo: bajó sus espesas cejas negras, y sacó diestramente de su carreta un fusil que cargó, y pasándose al otro lado de la mula, hizo de ella una muralla defensiva. Habiendo visto su cucarda blanca, me contenté con mostrarle la manga de mi vestido encarnado, y el verla volvió á meter el fusil en la carreta diciendo:

―Ah! Es otra cosa. Os tomé por uno de esos animales que nos persiguen. ¿Queréis un trago?

―Con mucho gusto, dije aproximándome, porque hace veinticuatro horas que no bebo.

Tenia pendiente al cuello una nuez de coco muy bien trabajada, que le servía de frasco, con un cuello de oro, del que parecia envanecerse. Me lo pasó, y bebí un poco del peor vino blanco con el mayor gusto posible, y le devolví el coco.

―A la salud del rey, dijo bebiendo; me ha hecho oficial de la legion de honor, y es justo que lo siga hasta la frontera; es decir, que como no cuento con nada mas que con mi charretera para vivir, volveré á agregarme á mi batallon, despues; es mi deber.

Hablando asi como si fuera á solas, volvió á apresurar su mula, diciendo que no teniamos tiempo que perder; y como yo era de su misma opinion, volví á emprender mi camino á dos pasos de distancia de él. Lo miraba incesantemente sin interrogarle, habiéndome siempre disgustado la indiscreta charlataneria, tan comun entre nosotros.

Cerca de un cuarto de hora caminamos en el mas profundo silencio.

Tuvo que detenerse para dar algun descanso á sn mula, y el estado lamentable del animalito me compadecíó; yo tambien me detuve, y trabajé esprimiendo mis botas á lo escudero, de los depositos de agua que humedecian mis piernas.

―Vuestras botas, dijo él, empiezan á sugetar vuestros pies,

―Hace cuatro noches que no me las quito, le respondí.

―Bah! repuso con voz enronquecida. Dentro de ocho dias no pensareis en eso; vale algo hallarse uno solo, y caminar en tiempos como estos; sabeis lo que tengo dentro de la carreta?

­­―No, le respondí.

―Una muger!

―Ah! le dije sin mostrar sorpresa alguna, y volví á andar al paso, con la misma tranquilidad. Me siguió.

―Esa infame carreta no me ha costado muy cara, esclamó; ni tampoco la mula; y es todo lo que me hace falta, aunque este camino es una cinta de coleta, un poco demasiado largo.

Le ofrecí montar mi caballo cuando estuviese cansado, y como le hablé seria y sencillamente de su equipage, que él temia escitara mi ridículo, pronto logré conquistar su buena opinion, y aproximándose á mi estribo, me dió un golpe en la rodilla diciéndome

―Sois un guapo muchacho, aunque pertenezcais á los encarnados.

Conocí en la amargura de sus acentos al designar de esta manera á las cuatro compañías encarnadas, cuantos motivos de aborrecimiento habian dado al eiército el lujo y los grados de ese cuerpo de oficiales.

—Sin embargo, agregó, no aceptarè vuestro ofrecimiento, puesto que no sé montar, y que tampoco me pega á mí usar caballo.

—Pero, comandante, los oficiales superiores como vos estan precisados á saber montar, y es de su deber usar caballo.

—Ya! una vez al año á la inspeccion, y siempre en caballo de alquiler. Yo he sido primero marino, despues soldado de infantería, y nada sé de equilacion.

Anduvo algunos veinte pasos mirándome al soslayo, y como esperando alguna pregunta; pero no recibiéndola continuó.

—No sois curioso por lo que veo; pues lo que digo debia sorprenderos.

—No me sorprende mucho, dije.

—Oh! sin embargo, si yo os contara como abandoné la mar, veriamos si os sorprendiais.

—Pues bien, repuse, ¿por qué no me lo referis? Eso os calentaria, y á mí me haria olvidar que el agua me entra, por la espalda, y corre hasta los talones.

El buen gefe de batallon se dispuso solemnemente á hablar con el placer de un niño: arregló sobre su cabeza su sbacó cubierto de hule, y se dió ese golpe de espalda que nadie puede representarse sino el que ha servido en la infantería, ese golpe de espalda que da el soldado á su mochila para alzarla y aliviar un poco su peso; es una costumbre del soldado, que cuando llega á oficial se convierte en resabio. Despues de este gesto compulsivo bebió un poco de vino en su coco, dió una patada animadora á la mula en el vientre, y principió su narracion.







CAPITULO SEGUNDO


HISTORIA DEL SELLO ENCARNADO.


Habeis de saber ante todo, hijo mio, que he nacido en Brest; que principié por ser muchacho de tropa, ganando mi media racion y mi medio prset á la edad de nueve años, siendo mi padre soldado en las guardias.

Pero, teniendo una pasion decidida por la mar, una bella noche, mientras estaba con licencia en Brest, me ocultó en la bodega de un buque mercante que partia para la India. No me descubrieron hasta que estuvimos en alta mar, y el capitan entonces prefirió hacerme grumete á tirarme al agua.

Sobrevino la revolucion cuando ya yo había hecho alguna carrera en el mundo, puesto que era á mi vez capitan de un pequeño buque mercante, con el que había cruzado la mar por algunos quince años.

Como la ex­-marina real, (la vieja y buena marina) ¡vàlgame Dios! se encontró de repente desierta de oficiales, buscaron para reemplazarlos á los capitanes de buques mercantes. Habia yo tenido algunos negocios filibusteros de que podré hablaros mas tarde; me dieron el mando de un bergantin de guerra llamado el Marat.

El 28 de Fructidor ([1]) 1797, recibí órden de aparejar para Cayenne. Debia conducir sesenta soldados, y un desterrado que quedaba de ciento noventa y tres, que la fragata LA DECADA habia llevado á su bordo algunos dias antes.

Tenia órden de tratar á este individuo con miramientos, La primera carta del Directorio incluía una segunda sellada con tres sellos encarnados, en medio de los cuales se hallaba uno de descomunal tamaño.

Tenia prohibido abrir esta carta antes de llegar al primer grado de latitud Norte, veinte y siete ó veinte y ocho de longitud; es decir, cerca de pasar la línea. Esta carta tenia una forma particular, era larga, y cerrada de tal manera, que nada podía traslucirse, ni medio leerse entre los àngulos. Yo no soy supersticioso, pero esta carta me amedrentaba.

La guardé en mi cuarto bajo el fanal de un mal reló ingles que se hallaba junto á mi cama. Esa cama era una verdadera cama de marino, como sabeis que son. Pero, yo no sé lo que digo; vos no tendreis mas mas que diez y seis años, y no las habreis podido ver.

El dormitorio de una reina no puede estar mejor arreglado que el de un marino, sea dicho sin vanidad. Cada cosa en su sitio y en su clavo. Nada se mueve; el barco puede rodar todo lo que quiera, y nada se descompone. Los muebles estan hechos conforme la forma del buque, y segun el cuarto en que se hallan. Mi cama era un cofre; abierto me acostaba en él; cerrado era un sofá, y sentado, fumaba mi pipa. Algunas veces me servia de mesa, y entonces se sentaba uno en unos peque­ños toneles que habia en el cuarto. Mi entarimado estaba encerado, y mi bergantin tambien tenía su valor;·amenudo nos divertiamos de un modo estraordinario y grande, y el viage empezó esta vez muy agradablemente, sino hubiera sido porque .. pero no nos anticipemos.

Teníamos un delicíoso viento Nord-noroeste, y estaba ocupado cuando entró mi desterrado en mi cuarto. Traia de la mano á una jóvencita de algunos diez y siete años. Me dijo contaba él dos años mas que ella; era un bello muchacho, aunque algo pálido; y demasiado blanco para hombre: era sin embargo un hombre, y un hombre que se comportó cuando llegó la ocasion, mejor que muchos ancianos se hubieran portado lo vereis. Tenía á la jovencita del brazo: era ella fresca y alegre como una criatura; tenían la apariencia de dos tortolillas, y su vista no agradaba. Les dije: Venis á hacerle una visita al viejo capitan? Os lo agradezco: os llevo algo lejos, hijos mios; pero tanto mejor, tendrémos mas tiempo para conocernos. Siento haber recibido á la Señora sin levita; pero estaba ocupado clavando esta infame carta allá arriba, y tuve para mas comodidad que despojarme de ella. ¿Quereis ayudarme un poco?

Eran verdaderamente niños esce entes. El jóven marido tomó el martillo, y la muger los clavos, y me sirvieron conforme los iba necesitando, y ella me decia:—A derecha, á izquierda, capitan;—siempre riéndose, porque el balanceo del buque hacía bambolear el reló, y eso la divertia: aun me parece oir su vocecita,—á derecha, á izquierda, capitan.—Se burlaba de mi.—Ah! picarilla! le decía yo; se lo diré á vuestro marido para que os riña.—Vamos, vamos.—Se echaba sobre el cuello del jóven, y lo abrazaba. De esta manera hice conocimiento con aquellos lindos y buenos niños. Desde aquel dia fueron mis amigos.

Fué una travesía agradable. Siempre tuvimos buen tiempo. Como nunca había tenido á bordo mas que semblantes sombríos, quise gozar de la agradable novedad, é hice que mis dos jóvenes esposos viniesen todos los dias á comer conmigo, y me encantaban. Cuando habíamos comido la galleta y el pescado, la jóven esposa y su marido se quedaban mirándose como si nunca se hubiesen visto.

Entonces me tocaba á mi reirme y burlarme de ellos. Acababan por acompañarme en mi risa. Os hubiérais divertido al vernos á los tres riéndonos sin saber de que reiamos como tres imbéciles. Pero era que agradaba verlos amándose tanto. En todas partes se encontraban bien encontraban bueno todo lo que se les daba. Sin embargo, estaban á racion como todos nosotros; tan solo agregaba yo un poco de aguardiente sueco cuando comian conmigo.

Dormian en una hamaca en donde los vaivenes del buque los hacian rodar como esas dos peras que tengo allá en mi pañuelo mojado. Estaban, apesar de todo, siempre contentos y alegres.

Hacia yo con ellos lo que vos conmigo; nunca les preguntaba sobre lo que no debía interesarme, porque ¿qué necesidad tenía de saber su nombre y sus asuntos para atravesar el mar?

Los conducia á su destino, como hubiera llevado á dos aves del paraiso. Habia concluido al fin del primer mes por mirarlos como mis hijos. Todos los dias dias cuando los llamaba, se venian á sentar junto á mi. El jóven escribia sobre mi mesa, es decir, sobre mi cama, y cuando yo queria, me ayudaba á hacer mis apuntes: pronto supo hacerlos tan bien como yo; algunas veces me sorprendia. La muchacha se sentaba sobre un baul, y se ponia á coser.

Un dia que nos hallábamos asi reunidos les dije.

—Sabeis, hijos mios, que hacemos un cuadro muy bonito de familia? No quiero preguntarus; pero probablemente no tendréis todo el dinero que os hará falta, y ambos sois demasiado lindos y delicados para cavar y azadonar como bacen los desterrados á Cayenne. Es un infame pais; os lo digo de todo corazon; pero yo que soy una piel vieja de lobo, disecada al sol, víviria alli como un gran señor. Si tuviéseis, como me parece, (sin queréroslo preguntar) alguna amistad por mi, dejaria yo mi bergantin, que por ahora no es mas que una galocha, de muy buena gana, y me estableceria con vosotros, si esto os conviniese. Tengo la misma familia que un perro, y esto me entristece; vosotros me seriais una sociedad deliciosa. Yo os asistiria en muchas cosas; y ademas he juntado una buena pacotilla del mas lícito contrabando, con cuyo producto podriamos mantenernos, y que yo os dejaria cuando cerrase los ojos (como se dice politicamente) para que siempre tuviéseis algo con que contar.

Absortos se miraron, creyendo que yo los engañaba, sin saber que creer; y la chiquita corrió, como siempre hacia, á echarse al cuello del otro, y sentóse en sus faldas, é inclinando la cabeza se echó á llorar; él la estrechó entre sus brazos, y vi que sus ojos tambien se llenaron de lágrimas. Me tendió una mano, y palideció, mas de lo que acostumbraba Página:El Pasatiempo.djvu/65 Página:El Pasatiempo.djvu/66 Página:El Pasatiempo.djvu/67 Página:El Pasatiempo.djvu/68 Página:El Pasatiempo.djvu/69 Página:El Pasatiempo.djvu/70 Página:El Pasatiempo.djvu/71 Página:El Pasatiempo.djvu/72 Página:El Pasatiempo.djvu/73 Página:El Pasatiempo.djvu/74 Página:El Pasatiempo.djvu/75 Página:El Pasatiempo.djvu/76 Página:El Pasatiempo.djvu/77 Página:El Pasatiempo.djvu/78 Página:El Pasatiempo.djvu/79 donde he vuelto á hablar á estos hombres de carácter antiguo, que llevan el sentimiento del deber hasta sus últimas consecuencias, sin tener ni remordimiento por la obediencia, ni vergüenza de la pobreza, de costumbres sencillas, y de lenguage natural, que orgullosos de la gloria de su pais, é indiferentes de la suya propia, se encierran con placer en su oscuridad, y participan con los desgraciados del pan negro que compran con su sangre.

Ignoré por largo tiempo lo que habia sido de este pobre gefe de batallon, tanto mas cuanto que no me habia dicho su nombre, y yo no se lo habia preguntado.

Un dia en el café en el año 1825 creo que fué, un viejo capitan á quien se lo describia, me dijo:

—Lo he conocido perfectamente al pobre diablo! Era un valiente hombre! Recibió un balazo en Waterloo. En efecto, dejó entre el bagage á una pobre loca que llevamos al hospital de Amiens, cuando nos ibamos á reunir al ejército de la Loire, y que murió furiosa al cabo de tres dias.

—Bien lo creo, dije: habia perdido á su padre alimentador.

Bah! Padre.... ¿qué decis? añadió en un tono que quería indicar alguna segunda idea.

—Digo que estan tocando à llamada, le dije saliendo... Yo tambien he hecho abnegacion.


FIN.


  1. Ultimo mes del año republicano.