El señor Bergeret en París/Capítulo V
Capítulo V
El señor Panneton de La Barge tenía los ojos saltones y el alma expansiva; mostraba orgullosa desenvoltura y satisfacción de sí mismo, sin creerse jamás importuno. El señor Bergeret sospechó que aquel hombre iba a pedirle un favor.
Se conocieron años antes. El profesor contemplaba con frecuencia en sus paseos el caserón cubierto de pizarra fina, situado a la orilla del lento río sobre un verde altozano, donde habitaba el señor de La Barge con su familia. El señor Bergeret había tenido poco trato con el señor de La Barge, quien se relacionaba solamente con la nobleza de la comarca, sin duda, por no considerarse bastante noble para parecerlo entre personas modestas, y sólo cuando se acercaban los exámenes de sus hijos mostrábase atento con el profesor Bergeret. Al visitarle aquella vez en París, hizo todo lo posible para que su inesperada presencia fuese agradable.
—Querido señor Bergeret, ante todo, vengo a darle la enhorabuena.
—No prosiga usted, se lo ruego —respondió el señor Bergeret, atajándole con un gesto que el señor de La Barge tuvo el poco acierto de creer inspirado por la modestia.
—No quisiera importunarle, pero insisto en mi felicitación, señor Bergeret; una cátedra en la Sorbona es muy codiciada..., y en el caso de usted, muy merecida.
—¿Y su hijo Ademar? —pieguntó el señor Bergeret al recordar aquel nombre como el de un candil dato al título de bachiller que había interesado en favor suyo todas las potencias de la sociedad civil, eclesiástica y militar.
—¡Ademar! Está muy bien, muy bien. Se divierte mucho. Sin embargo, tal vez sería preferible que tuviera una ocupación. Es muy joven; el tiempo da para todo... Se me parece mucho, y estoy seguro de que se formalizará cuando haya normalizado su vida.
—¿No fue uno de los manifestantes de Auteuil? —preguntó con suavidad el señor Bergeret. —Se puso de parte del Ejército—respondió el señor Panneton de La Barge—, y le confieso a usted que no encuentro motivo alguno para reprochárselo. ¿Qué hacer? Me ligan al Ejército mi suegro el general, mis cuñados, mi primo el comandante...
Acaso por modestia no incluía en la enumeración el nombre de su padre, el mayor de los hermanos Panneton, relacionado también con el Ejército como abastecedor, quien, por entregar calzado con suelas de cartón a los cazadores de la división del Este, que operaban sobre la nieve, fue condenado en 1872 por el Tribunal militar a una pena levísima, pero con circunstancias agravantes, y murió diez años después en el caserón de La Barge, rico y respetado.
—Fui educado en el culto del Ejército —prosiguió el señor Panneton de la Barge—. Desde niño profesé la religión del uniforme; era tradicional en mi familia. No oculto que soy hombre del antiguo régimen; es un sentimiento que me domina, lo llevo en la masa de la sangre. Soy monárquico y autoritario por temperamento; soy realista, y el Ejército es lo único que nos queda de la Monarquía. En él se cifran los restos de un pasado glorioso, que nos consuela del presente y nos anima para lo porvenir.
El señor Bergeret hubiera podido hacer algunas observaciones de orden histórico, pero no las hizo, y el señor Panneton de La Barge prosiguió su patriótico discurso:
—Por esto me parecen criminales los que atacan al Ejército, y locos los que se permiten denigrarle.
—Cuando Napoleón —adujo el señor Bergeret— se propuso elogiar una obra de Luce de Lancival, dijo que era una tragedia de Cuartel general; ahora yo, para imitarle, diré que tiene usted una filosofía de Estado Mayor. Puesto que vivimos bajo un régimen de libertad, bueno sería que nos amoldáramos a sus costumbres. Cuando se vive entre hombres que dominan la oratoria es preciso habituarse a oírlo todo. No espere usted que en Francia nada se libre de la discusión. Considere también que el Ejército no es inmutable; no hay nada inmutable en el mundo. Para subsistir, las instituciones deben modificarse continuamente. El Ejército ha sufrido muchas transformaciones en el transcurso de su existencia, y es muy probable que varíe aún más en lo porvenir; no es aventurado suponer que dentro de veinte años será muy distinto.
—Vale más que se lo diga, desde luego replicó el señor Panneton de La Barge—; cuando se trata delEjército, no admito discusión; de ciertas cosas no hay derecho a opinar. El Ejército es un arma, y con las armas no se juega. En la última sesión del Ayuntamiento que tuve el honor de presidir, la minoría radicalsocialista votó en favor del servicio obligatorio de dos años; me indigné contra aquel voto antipatriótico, y no me costó mucho trabajo demostrar que la reducción del servicio obligatorio a dos años sería la muerte del Ejército. No se forma un buen soldado en dos años, y menos un soldado de Caballería. Ustedes llaman innovadores a los que piden el servicio obligatorio de dos años; yo los llamo destructores. Todas las innovaciones que se les ocurren a los socialistas son como ésa; maquinaciones contra el Ejército. Sería mucho más noble decir claramente que desean reemplazarlo por una numerosa Guardia Nacional.
—Los socialistas —repuso el señor Bergeret — ,contrarios a toda empresa conquistadora, únicamente se proponen organizar milicias para la defensa del territorio. No ocultan sus ideas, las proclaman, y sus ideas acaso merecen un examen serio. No tema usted que se realicen demasiado pronto, porque todos los progresos son inseguros y lentos, y casi siempre van seguidos de reacciones. El avance hacia un orden más conveniente es indeciso y confuso; las fuerzas innumerables y profundas que ligan al hombre con el pasado le hacen estimar los errores, las supersticiones, los prejuicios y las barbaries, como atributos preciosos de su tranquilidad. Cualquiera innovación bienhechora le espanta; es retrógrado por prudencia, y no se atreve a salir del inseguro abrigo que guareció a sus padres, aun cuando se derrumbe sobre él. ¿No opina usted lo mismo, señor Panneton? —añadió el señor Bergeret con una sonrisa bondadosa.
El señor Panneton de La Barge respondió que él defendía al Ejército, por desgracia de sobra desconocido, perseguido y amenazado; y con voz rotunda, prosiguió:
—Esa campaña que se organiza en defensa del traidor, esa campaña obstinada y ardorosa, sean cuales fueren las intenciones de los que la promovieron, produce un efecto seguro, visible, innegable: debilita la dignidad del Ejército y alcanza a sus jefes.
—Ahora voy a decirle cosas sencillísimas —respondió el señor Bergeret—. Si el Ejército se ve atacado en la persona de alguno de sus jefes, la culpa no es de los que piden justicia, sino de los quedurante tanto tiempo se negaron a que se hiciera justicia; no son culpables los que han exigido luz, sino los que la oscurecieron tenazmente con una estupidez desmesurada y una perversidad terrible. Puesto que los crímenes existen, lo malo no es que se descubran, sino que se cometan. Se ocultaban en su misma enormidad y deformidad; no eran figuras reconocibles; pasaron sobre las muchedumbres como nubes oscuras. ¿Era posible que no se disiparan alguna vez, que no brillase jamás el sol en la tierra clásica de la Justicia, en el país que aleccionó en el Derecho a Europa y al mundo?
—No hablemos del proceso —respondió el señor de La Barge—. No lo conozco, ni quiero conocerlo. No he leído una sola línea del sumario. Mi primo, el comandante La Barge, me aseguró que Dreyfus era culpable; su afirmación me basta... Hoy vine, señor Bergeret, a pedirle un consejo. Se trata de mi hijo Ademar, cuya situación me preocupa. Un año de servicio obligatorio es demasiado para un hijo de familia; tres años, sería un verdadero desastre. Es preciso hallar un recurso que le libre. Había pensado que se licenciara en Letras... Mucho estudio y muy difícil para él. Ademar es inteligente, pero no tiene afición a la literatura.
—¿Por qué no trata de ingresar en la Escuela de Estudios Comerciales, en el Instituto Comercial o en la Escuela de Comercio? No sé si quedan también exceptuados los alumnos de la Escuela de Relojería de Cluses. Me han dicho que hay facilidades para el ingreso.
—Pero Ademar no puede hacer relojes —dijo con cierto pudor el señor de La Barge.
—Que intente entrar en la Escuela de Lenguas Orientales —repuso con afabilidad el señor Bergeret—. Al principio era una institución excelente.
—Se ha estropeado mucho —suspiró el señor de La Barge.
—Aún hay algo bueno en ella. Fíjese usted en el tamoul.
—O el malgache.
—El malgache, tal vez.
—Existe un idioma polinesiano que hablaba a principios de siglo una vieja malaya. Aquella mujer, al morir, dejó un loro. Un sabio alemán recogió en el pico del loro algunas palabras del extinguido idioma: lo bastante para formar un léxico. Quizá lo enseñen en la Escuela de Lenguas Orientales. Aconsejo a su hijo que lo averigüe. Al tropezar con semejante advertencia, el señor Panneton de La Barge saludó, y se retiró muy preocupado.