El señor Bergeret en París/Capítulo IV

Capítulo IV

—Se alquila —dijo la señorita Zoé Bergeret frente a la puerta de la casa —; pero no lo alquilaremos. Es un piso demasiado grande para nosotros. Y además...

—No, no lo alquilaremos. ¿Quieres que lo veamos? Siento curiosidad de volver a verlo —insinuó tímidamente el señor Bergeret a su hermana.

Dudaron. Parecióles que al entrar bajo la bóveda profunda y triste entraban en la región de las sombras.

Recorriendo la ciudad en busca de un aposento, habían pasado casualmente por la estrecha calle de los Grands—Augustins, que continúa en estado. primitivo y cuyo pavimento se halla siempre húmedo. Recordaron que habían vivido seis años de su infancia en una casa de aquella calle. Su padre, catedrático de la Universidad, instalóse allí en 1856, después de arrastrar durante cuatro años una existencia errante y precaria bajo el dominio de un ministro enemigo que lo zarandeaba de ciudad en ciudad; y aquel piso donde Zoé y Luciano comenzaron a aletear y a sentir el amor de la vida, hallábase desalquilado, como lo atestiguaba una tablilla agitada por el viento.

Al atravesar el vestíbulo, bajo el ancho cuerpo delantero de la casa, experimentaron una emoción inexplicable de tristeza y de piedad. En el patio húmedo se alzaban las paredes que las brumas del Sena y las lluvias enmohecían lentamente desde la minoría de edad de Luis XIV; un cobertizo situado a la mano derecha hacía las veces de portería; junto a la mampara de cristales, una urraca bailaba en su jaula y una mujer cosía junto a un tiesto.

—¿Es el piso segundo interior el que se alquila?

—¿Desean ustedes verlo?

—Sí; tenga la bondad de enseñárnoslo.

La portera los guió con una llave en la mano; la seguían silenciosos; la lúgubre antigüedad de aquella casa hizo revivir en un insondable pasado los recuerdos que el hermano y la hermana conservaban de aquellas piedras renegridas. Subieron la escalera con dolorosa ansiedad, y cuando la portera huboabierto la puerta de la habitación, permanecieron inmóviles en el descansillo, temerosos de entrar en aquellas habitaciones, donde sin duda yacían amontonadas y muertas las memorias de su infancia.

—Pueden entrar. Ya se fueron los inquilinos.

De pronto no les asaltó el pasado en el inmenso vacío de las habitaciones empapeladas de nuevo, y se asombraban de sentirse indiferentes a lo que en otro tiempo les era familiar.

—Por aquí se va a la cocina —dijo la portera—.

La obligaban a bajar inmediatamente, y se dirigió a la escalera con paso lento, lamentándose.

Solos allí, el hermano y la hermana recordaron, y las huellas de las horas inimitables, de los desmesurados días de la infancia, comenzaron a aparecérseles.

—Mira el comedor —dijo Zoé—. El aparador estaba aquí, contra la pared.

—El aparador de caoba "destrozado por sus muchos errores", como decía nuestro padre cuando él, su familia y su mobiliario se veían lanzados sin tregua del Norte al Mediodía, de Levante a Occidente por el ministro del Dos de Diciembre; descansó aquí ;durante algunos años, maltrecho y cojo.

—Mira la chimenea.

—Han cambiado el tubo.

—¿Por qué lo supones?

—No lo supongo, lo sé, Zoé. Había en el nuestro una cabeza de Júpiter Trofonio. Los alfareros de la Corte del Dragón tenían la costumbre de adornar con un Júpiter Trofonio los tubos de barro.

—¿Estás seguro?

—¡Cómo! ¿No te acuerdas de aquella cabeza ceñida por una diadema y con la barba en punta?

—¡No!

—Después de todo, no lo extraño; siempre fuiste indiferente a la forma de las cosas, no te fijas en nada.

—Soy mejor observador que tú, ¡ pobre Luciano!

—Tú sí que no ves nada. El otro día no advertiste que Paulina se había rizado el pelo... Gracias que yo...

No acabó la frase. Paseaba en torno de la habitación vacía la mirada de sus ojos verdes y la punta saliente de su nariz.

—Ahí, junto a la ventana, sentábase la señorita Verpi, con los pies sobre la reja. El sábado teníamos siempre costurera; la señorita Verpi no faltó ni un solo sábado.—La señorita Verpi —suspiró Luciano—, ¿qué edad tendría ahora? Era ya vieja cuando nosotros éramos niños. Nos contaba lo que le había sucedido con una caja de cerillas. Recuerdo muy bien su relato y puedo repetirlo palabra por palabra: "Era cuando colocaban las estatuas en el puente de los Saints— Péres. Hacía un frío espantoso, punzante. Al regresar de la compra me detuve para ver los trabajos. Había una muchedumbre ansiosa de averiguar cómo podrían subir a los pedestales aquellas estatuas tan pesadas. Yo llevaba una cesta al brazo. Un caballero elegante me dijo: 'Señorita, se abrasa usted.' Entonces sentí un fuerte olor a azufre y vi que salía humo de mi cesta. Mi caja de cerillas estaba ardiendo." Así refería con frecuencia la señorita Veri aquella aventura —añadió el señor Bergeret— que debió de ser la más importante de su vida.

—Olvidas lo mejor del cuento, Luciano. He aquí las palabras de la señorita Verpi: "Un caballero elegante me dijo: 'Señorita, se abrasa usted' Yo le respondí: 'Siga su camino sin ocuparse de mí.' El repuso: 'Como usted guste, señorita'... Entonces sentí un fuerte olor a azufre...

—Tienes razón, Zoé; yo mutilaba el texto y omitía un detalle importante. Por su respuesta, la señorita Verpi, que era jorobada, demostró ser una muchacha seria y prudente. Este detalle histórico no se debe omitir. También creo recordar que la señorita Verpi era extremadamente pudorosa.

—Nuestra pobre madre tuvo la manía de los remiendos. ¡Cuánto se zurcía en casa!...

—Sí; hacía siempre costura; pero lo más delicioso era que antes de sentarse a coser, en el comedor, colocaba junto a ella, en el lado de la mesa donde había más luz, un manojo de alhelíes en una jarrita de loza, margaritas o frutas con hojas en un plato. Aseguraba que las manzanas son tan bonitas como las flores, y no sé de nadie que admire tanto como admiraba ella la hermosura de un melocotón o de un racimo de uvas. Cuando le enseñaban los cuadros de Chardin en el Louvre reconocía su belleza, pero le agradaba más lo natural. ¡ Con qué firme convencimiento me decía!: "Fíjate, Luciano, ¿puede haber cosa más admirable que esta pluma caída del ala de un palomo?" No creo que la Naturaleza haya sido admirada jamás con tanto candor y sencillez.

—¡Pobre mamá! —suspiró Zoé—. Y ¡qué mal gusto tenía para vestir! Una vez, en el Petit Saint—Thomas,me compró un vestido azul, azul eléctrico, ¡horrible! Aquel vestido fue la pesadilla de mi infancia.

—Nunca fuiste presumida.

—¿Eso crees...? Pues te equivocas. Me hubiera gustado mucho vestir bien; pero regateaban el dinero en los trajes de la hermana mayor para los uniformes de colegio del niño Luciano; cosa natural.

Entraron en una habitación estrecha, una especie de pasillo.

—Este era el despacho de nuestro padre —dijo Zoé.

—¿No te parece que lo han dividido por la mitad con un tabique? Tenía más anchura.

—La misma de ahora. El escritorio estaba en este lado, y en la pared había un retrato de Víctor Leclerc. ¿Por qué no conservaste aquel grabado, Luciano?

—¡Cómo! ¿Este espacio tan reducido encerraba la multitud confusa de sus libros, y contenía tribus enteras de poetas, filósofos, oradores e historiadores? En mi niñez escuchaba yo su silencio que estremecía mis oídos con un zumbar de gloria; indudablemente, semejante asamblea ensanchaba este lugar: yo lo creí una sala espaciosa.

—Todo estaba muy revuelto, y papá nos prohibía que tocáramos ni limpiáramos nada en su despacho.

—Aquí trabajaba nuestro padre sentado en su viejo sillón rojo; tenía siempre a sus pies, echada sobre un almohadón, a su gata Zobeida, y nos miraba con aquella sonrisa bondadosa que supo conservar durante su enfermedad hasta el último instante. Le vi sonreír a la muerte con dulzura, como había sonreído a la vida.

—Te aseguro que te engañas, Luciano. Nuestro padre no sospechaba que se moría.

El señor Bergeret reflexionó un momento, y después dijo:

—Extraño que no conserve yo el recuerdo de mi padre encanecido y con el cansancio de la edad, sino joven y ágil como lo vi en mi niñez, con sus cabellos negros y alborotados. Aquellos mechones de pelo rebelde, como si el viento los azotase caracterizaban muy bien las cabezas entusiastas de los hombres de mil ochocientos treinta y de mil ochocientos cuarenta y ocho. No ignoro que sólo a fuerza de cepillo conseguían la despreocupación aparente de su peinado; pero lo cierto es que lograban presentarse como si vivieran en las cimas y entre tormentas. Sus ideales y sus convicciones eran muyelevarlos y generosos. Nuestro padre creía en el advenimiento de la justicia social y de la paz universal, anunciaba el triunfo de la República y la armoniosa formación de los Estados Unidos de Europa. Su desencanto sería cruel si volviese a vivir entre nosotros.

Bergeret hablaba todavía, y su hermana se había ido ya; reunióse con ella en el salón vacío y resonante. Allí recordaron los sillones y el sofá de terciopelo granate que muchas veces tuvieron por murallas y castillos en sus juegos infantiles.

—¡Oh! ¡La conquista de Damieta! —exclamó el señor Bergeret—. ¿Te acuerdas, Zoé? Nuestra madre, que lo aprovechaba todo, guardaba las envolturas de papel de estaño de las libras de chocolate. Un día me regaló muchas y las recibí como un donativo regio. Forré cascos y corazas, construidas con las cartulinas de mapas viejos; y cuando nuestro primo Pablo vino a comer a casa, le presté una de las armaduras, la de sarraceno, y me puse la otra, que me convertía en un San Luis. Ambas armaduras eran bruñidas. En realidad, ni los moros ni los caballeros cristianos armábanse de aquel modo en el siglo XVIII; pero este anacronismo irreflexivo no fue obstáculo para que yo conquistara la fortaleza de Damieta.

"Su recuerdo renueva la más cruel humillación de mi vida. Dueño ya de la fortaleza, hice prisionero a mi primo Pablo, lo até con una cuerda de saltar, y empujéle con tanto brío que se cayó de bruces. Como se lamentara de un modo estrepitoso a pesar de su arrogancia fiera, mi madre acudió al punto, y al ver atado a Pablo, que lloraba tendido en el suelo, levantóle, secó sus lágrimas, y, después de besarle, me dijo: ¿No te avergüenza, Luciano, pegar a un niño más pequeño que tú?' Ciertamente, Pablo, que tampoco ahora es alto, era entonces muy bajito. No me atreví a disculparme alegando que así ocurría en la guerra; no me disculpé de ningún modo, y quedé confuso y avergonzado; pero mi humillación aumentaba con la magnanimidad de mi primo, que, mientras lloriqueaba, repetía: ¡Si no me ha hecho daño!' Hermoso salón el de nuestros padres suspiró el señor Bergeret—. Ahora está empapelado de nuevo; pero me lo represento poco a poco, ¡ tan agradable, con su feo papel de ramaje verde! ¡ De qué modo aquellas horribles cortinas de reps encarnado cernían la luz y conservaban el calor! Sobre la chimenea desde lo alto del reloj y con los brazos cruzados, tenía Espartaco una expresión indignada; yo solía jugar con sus cadenas, que se rompieron unavez entre mis manos. ¡Hermoso salón! Mamá nos llamaba de cuando en cuando para que nos viera un viejo amigo. Besábamos a la señorita Lalouette, que tenía entonces más de ochenta años. Su cutis era terroso y peluda su barbilla; un diente amarillento asomaba entre sus labios negruzcos. ¿A qué magia se debe que la imagen de aquella espantosa anciana se me presente ahora con un delicioso encanto? ¿Qué atracción me induce a rebuscar los vestigios de aquel rostro extravagante y lejano? La señorita Lalouette disfrutaba, para vivir con sus cuatro gatos, una renta vitalicia de mil quinientos francos, y gastaba la mitad en imprimir folletos referentes a Luis Diecisiete. Siempre llevaba en su saquito una docena de sus folletos. Aquella señorita obstinábase en demostrar que el Delfín se había escapado del Temple en un caballo de madera. ¿Recuerdas, Zoé, que un día nos convidó a comer en su casita de la calle de Verneuil, donde bajo la roña antigua se guardaban riquezas misteriosas, polveras de oro, encajes y brocados?

—Sí —dijo Zoé—; nos enseñó unos encajes que habían pertenecido a María Antonieta.

—La señorita Laloutte era una mujer muy bien educada —dijo el señor Bergeret—. Sabía expresarse correctamente y conservaba la pronunciación antigua; por ella conocí a fondo el reinado de Luis Dieciséis. También nos llamaba nuestra madre para saludar al señor Mathaléne, que no era tan viejo como la señorita Lalouette, pero también era feísimo; nunca se albergó un espíritu tan delicado bajo una forma tan odiosa. Era un sacerdote a quien le retiraron las licencias; el año mil ochocientos cuarenta y ocho, mi padre le había encontrado en los clubes, y se aficionó a él por sus opiniones republicanas. Era más pobre que la señorita Lalouette, y hasta se privaba de comer para imprimir folletos, en los cuales se proponía demostrar que el Sol y la Luna giran alrededor de la Tierra, y no son en realidad mayores que un queso. Opinaba en esto como Pierrot, pero el señor Mathaléne no lo había comprendido hasta después de treinta años de meditaciones y cálculos. Aún suelen encontrarse alguna vez los folletos suyos en los puestos de libros viejos. El señor Mathaléne deseaba la dicha de todos los hombres, y los espantaba con su imponente fealdad; sólo hacía una excepción en su misericordia infinita: decía que trataban de envenenarle, y se preparaba él mismo su comida, tanto por prudencia como por pobreza.De este modo, el señor Bergeret, en la casa deshabitada, como Ulises en el país de los cimerianos, evocaba las sombras del pasado, y, después de quedar un momento pensativo dijo:

—Zoé, una de dos: o bien cuando éramos niños había más locos que ahora, o nuestro padre los acaparaba todos. Creo que le gustaban los locos, ya sea porque le inspirasen lástima, o porque le resultaran menos fastidiosos que las personas razonables; el caso es que tenía un gran cortejo de locos.

La señorita Bergeret meneó la cabeza.

—Nuestros padres trataban a gentes muy sensatas y a hombres de mérito. Lo que te ha sucedido, Luciano, es que las extravagancias inocentes de algunos viejos fijaron tu atención y conservas de ellas un vivo recuerdo.

—Zoé, no lo neguemos: crecimos entre personas que no pensaban de manera común y corriente. La señorita Lalouette, el señor Mathaléne y el señor Grille no tenían sentido común; esto es indudable. ¿Te acuerdas del señor Grille? Alto, grueso, rubicundo, con una barba blanca muy corta; en verano como en invierno llevaba unos trajes de tela de colchón, desde que sus dos hijos habían perecido en Suiza al subir a un ventisquero. Era, según nuestro padre, un helenista delicioso; sentía con delicadeza la poesía de los líricos griegos; cogía con mano firme y ligera el fatigoso texto de Teócrito; su locura consistía en negar la muerte de sus dos hijos, y mientras los aguardaba con obstinación inverosímil, se vestía de máscara en la generosa intimidad de Alcestes y de Safo.

—Nos daba caramelos —dijo la señorita Bergeret.

—Hablaba con prudencia, con elegancia, con sabiduría —repuso el señor Bergeret—, y nos asustaba mucho porque un loco infunde más miedo cuando más acertadamente razona.

—Los domingos —dijo la señorita Bergeret— nos apoderábamos del salón.

—Sí —respondió el señor Bergeret—. Después de comer nos entretenían los juegos de prendas. Hacíamos "ramos" y "retratos" y mamá sorteaba las prendas. ¡Oh candor! ¡Oh sencillez pasada! ¡Oh placeres ingenuos! ¡Oh encanto de las costumbres antiguas! Representábamos charadas, y para disfrazarnos revolvíamos tu armario, Zoé.

—Una vez descolgasteis los cortinajes blancos de mi cama. —Sí; para vestirnos de druidas. Nuestra especialidad fueron las charadas. ¡Y qué bondadoso espectador era nuestro padre! Nunca escuchaba y constantemente sonreía. Estoy seguro de que yo hubiera sido un buen actor; pero los mayores lo acaparaban todo y me tenían arrinconado. Siempre querían hablar ellos.

—No te hagas ilusiones, Luciano. Eras incapaz de representar un papel importante en una charada; careces de aplomo y decisión. Ya sabes que te reconozco inteligencia y talento; pero nunca fuiste improvisador. Necesitas vivir entre tus libros y tus papeles.

—Tienes razón sobrada, Zoé; confieso que no soy elocuente; pero cuando Julio Guinaut y el tío Mauricio tomaban parte en las charadas, nadie podía meter baza.

—Julio Guinaut mostraba una verdadera intuición cómica y una verbosidad inagotable —dijo la señorita Bergeret.

—Era estudiante de Medicina —repuso el señor Bergeret —, y guapo mozo.

—De esa fama gozó.

—Me parece que te quería.

—No lo creo.

—Se ocupaba mucho de ti.

—Esto es otra cosa.

—Y desapareció de pronto. —Sí.

—¿Nunca volviste a saber de él?

—No... Luciano, vayamos ya.

—Sí, vayámonos, Zoé. Los fantasmas del pasado nos obsesionan en esta casa.

Y el hermano y la hermana, sin volver la cabeza, salieron del deshabitado aposento, donde resurgía su infancia; bajaron en silencio la escalera de piedra, y cuando se vieron en la calle de los Grands­-Augustins, entre los coches y los ómnibus, las cocineras y los artesanos, la ruidosa y movible actividad ciudadana los aturdió, como si volviesen de un prolongado y silencioso retiro.