El señor Bergeret en París/Capítulo II

Capítulo II

Bajo la dirección de la señorita Zoé embalaron los muebles del profesor y los llevaron a la estación del ferrocarril.

Aquellos días, Riquet vagó tristemente por el aposento desmantelado; miraba con recelo a Paulina y a Zoé, cuya llegada había precedido en muy pocos días al trastorno de la casa, tan pacífica poco antes.

Las lágrimas de la vieja Angélica, que, metida en la cocina, lloraba sin cesar, aumentaron su tristeza. Le contrariaban en sus más gratas costumbres; hombres extraños, mal vestidos, mal hablados y desagradables, turbaban su reposo; al entrar en la cocina daban un puntapié a su plato de comida y a su cazuela de agua fresca, le quitaban las sillas a medida que se iba subiendo a ellas, tiraban bruscamente de las alfombras en que se hallabasentado, hasta el punto de que, en su propia casa, ya no sabía Riquet dónde meterse.

Digamos en su honor que al principio intentó resistir. Cuando quitaron el fregadero ladró furiosamente al enemigo, pero nadie acudió a su llamamiento; nadie le alentaba, y, al parecer, era combatido. La señorita Zoé le había dicho con sequedad:

"Cállate", y la señorita Paulina había añadido: "Riquet, no seas ridículo."

Renunció, por fin, a dar avisos inútiles y a luchar solo para defender los bienes comunes; deploraba en silencio las ruinas de la casa, y buscaba inútilmente, de habitación en habitación, un poco de sosiego. Cuando los mozos de cuerda entraban en el cuarto donde él se había refugiado, se ocultaba con prudencia debajo de un mueble; pero sus precauciones eran más perjudiciales que inútiles, porque al poco rato el mueble, tambaleándose, subía y bajaba, crujía y amenazaba aplastarle; huraño entonces y con el pelo de punta, buscaba un nuevo escondite, no más duradero y seguro que el anterior.

Las molestias y hasta los peligros que le hacían sufrir carecían de importancia comparados con las congojas de su corazón; como suele decirse, lo más afectado en Riquet era lo moral.

Los muebles de la casa no significaban para él objetos inertes, sino seres animados y bondadosos, genios favorables, cuya traslación auguraba crueles desgracias. Platos, azucareros, sartenes y cacerolas, todas las divinidades de la cocina; butacas, alfombras, almohadones, todos los ídolos del hogar, sus dioses lares y sus dioses domésticos, habían desaparecido. Seguro de que tan inesperado trastorno era irreparable, sintió por ello toda la pena que su almita pudo sentir. Por fortuna, semejante al alma humana, la de Riquet se distraía con facilidad y olvidaba pronto las desdichas. En ausencia de los bruscos mozos de cuerda, mientras la escoba de la vieja Angélica removía el viejo polvo del piso, Riquet recreaba su ligera imaginación con el paso de una araña o el olor a ratones; pero pronto la tristeza y el abatimiento le invadían de nuevo.

El día de la partida se desoló al ver que todo empeoraba por instantes. Le impresionaba dolorosamente ver las ropas recogidas en oscuras cajas. Con alegre precipitación, Paulina quiso arreglar su baúl. Riquet se apartó como si la hubiera sorprendido en el momento de cometer una malaacción, y, acurrucado junto a la pared, pensaba: "¡Esto es lo peor de todo! ¡Esto es el final de todo!" Ya sea porque creyese que las cosas no existían cuando no las veía, o que tratara sólo de evitarse un penoso espectáculo, tuvo buen cuidado de no mirar hacia donde Paulina estaba. La casualidad hizo que Paulina, en su constante ir y venir, advirtiese la actitud de Riquet; aquella actitud triste parecióle cómica, rióse y llamó al perro:

—¡Ven, Riquet, ven!

Pero el perro no se movió de su rinconcito, ni siquiera volvió la cabeza. No tenia humor de acariciar a su amita, y por un instinto secreto, por una especie de presentimiento, temía 'acercarse al baúl abierto. Paulina lo llamó repetidas veces; como el perro no atendía, fue a cogerlo y lo alzó entre sus manos. "¡Qué desgraciado eres! ¡Me das lástima!", le dijo irónicamente. Riquet no interpretaba la ironía; inerte y tristón entre las manos de Paulina, fingió no ver nada ni oír nada. "¡Riquet, mírame!" Tres veces le repitió lo mismo, y las tres veces en vano; después de lo cual, simulando una violenta cólera, le dijo: "Animal estúpido, ¡ desaparece!", y lo arrojó dentro del baúl, cuya tapa dejó caer.

Por haberla llamado su tía en aquel instante, al salir de la habitación dejó a Riquet dentro del baúl.

El perro sintió grandes inquietudes; ni un momento supuso que le habían metido en aquel baúl por juego y sin mala intención. Creía su estado bastante comprometido y esforzóse para no agravarlo con investigaciones desatentas, por lo cual permaneció breves instantes inmóvil, silencioso. Luego, sin temer ya nuevas desgracias, juzgó necesario explorar su oscuro encierro, tanteó con las patas las enaguas y las camisas, sobre las cuales había sido tan miserablemente arrojado, y buscó algún resquicio que le permitiera escapar. Hacía dos o tres minutos que se hallaba ocupado en aquella tarea, cuando el señor Bergeret, dispuesto a salir, le llamó:

—¡Ven, Riquet, ven! Vamos a despedirnos de Paillot, el librero. ¡Ven!... ¿Dónde estás?

La voz del señor Bergeret consoló al perrito, que arañaba desesperadamente su cárcel de mimbre para contestar de algún modo a su amo.

—¿Dónde está Riquet? —preguntó el señor Bergeret a Paulina, que entraba con un montón de ropa.

—Está dentro del baúl, papá.

—¿Y por qué está en el baúl? —Porque yo lo he metido.

El señor Bergeret acercóse al baúl y dijo:

—De igual modo, el niño Comatas, que tocaba la flauta mientras guardaba las cabras de su amo, fue encerrado en un cofre, y las abejas de las musas lo alimentaron con su miel. Pero tú, Riquet, no eres grato a las musas inmortales y te hubieras muerto de hambre dentro del baúl.

Después de hablar así el señor Bergeret libertó a su amigo. Riquet le seguía y meneaba el rabo, pero en la antesala tuvo de pronto una idea feliz: retrocedió hasta donde se hallaba Paulina, se puso en pie y apoyó sus patitas en la falda; sólo después de hacerle tumultuosas caricias, en señal de acatamiento, se reunió con su amo, que lo aguardaba en la escalera. Hubiérase creído falto de prudencia y de religión al salir sin dar pruebas de amor a una persona cuyo poder lo había arrojado en un baúl profundo.

Al señor Bergeret parecióle triste y fea la tienda de Paillot, quien estaba muy atareado, revisando con su dependiente los pedidos de la Escuela Municipal. Aquel trabajo no le permitió despedir al profesor con el afecto que las circunstancias requerían; nunca fue muy expresivo, y al envejecer perdía poco a poco el uso de la palabra. Cansado ya de vender libros, como el negocio iba de mal en peor sólo deseaba traspasarlo y retirarse a vivir en su casa de campo, donde se recogía todos los domingos. El señor Bergeret, según costumbre, se metió en el rincón de los pergaminos y pastas viejas y sacó de un estante el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes; también aquel día se abrió el libro por las páginas 212-213, y el señor Bergeret leyó una vez más estos párrafos insípidos.

"...trar un camino hacia el Norte. A este contratiempo, dijo, debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las Islas Sandwich y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento que, a pesar de ser el último, tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico. Las dichosas predicciones que se anunciaban así, desgraciadamente, no se vieron realizadas.

Aquellas líneas que leía por centésima vez y que le recordaban tantas horas de su vida modesta y dificultosa, embellecida, sin embargo, por escogidos trabajos intelectuales; aquellas líneas cuyo sentido no había intentado comprender nunca, le entristecieron y desalentaron como si encerrasen un símbolo de lanulidad de todas nuestras esperanzas y la expresión del vacío universal. Cerró el libro que tantas veces había abierto, que ya nunca volvería a abrir, y salió desolado de la tienda del librero Paillot.

En la plaza de San Exuperio dirigió una última mirada a la casa de la reina Margarita. Los rayos del sol poniente realzaban las vigas historiadas, y en el contraste violento de luces y sombras, el escudo de Felipe Tricouillard lucía soberbio los varoniles atributos de su blasón, armas parlantes colocadas como un ejemplo y como un reproche sobre aquella ciudad estéril.

De regreso en la casa desamueblada, Riquet se frotó las patas contra las piernas de su amo y alzó hacia él sus hermosos ojos afligidos, cuya mirada decía:

"Tú, que hace poco eras tan rico y poderoso, ¿te has vuelto pobre? ¿Te has vuelto débil, dueño mío? ¿Permites que hombres desconocidos, cubiertos de harapos viles, invadan tu salón, tu alcoba tu comedor, se arrojen sobre tus muebles y se los lleven fuera de aquí, arrastren por la escalera tu cómoda butaca, tuya y mía, la butaca donde reposábamos todas las noches y, con frecuencia, también por la mañana el uno junto al otro? Al verse presa de hombres mal vestidos, oí gemir a nuestra butaca, que es un ídolo fuerte y un espíritu bondadoso. No resististe a esos invasores. Si ya no posees ninguno de los genios que llenaban tu morada, si has perdido hasta las pequeñas divinidades con que te calzabas al levantarte del lecho (las zapatillas que yo mordía, juguetón), si eres indigente y miserable, ¡oh dueño mío!, ¿qué será de mí!

—Luciano, no queda tiempo que perder —dijo Zoé— . El tren sale a las ocho y no hemos comido aún; comeremos en la estación.

—Mañana estarás en París —dijo el señor Bergeret a Riquet—. París es una ciudad ilustre y generosa, pero su generosidad no se halla repartida entre todos sus habitantes, sino, por el contrario, entre un pequeño número de ciudadanos. Toda una ciudad y toda una nación residen en algunas personas que piensan con más energía y más tino que las otras; las restantes nada significan. Lo que llamamos el genio de una raza sólo se patentiza entre imperceptibles minorías. Escasean en todos los países los espíritus bastante independientes para libertarse de los terrores vulgares y descubrir por sí mismos la verdad oculta.