El señor Bergeret en París/Capítulo I

Capítulo I

Mientras el señor Bergeret tomaba su frugal cena, tenía a sus pies a Riquet echado sobre un almohadón. El alma de Riquet era religiosa; tributaba al hombre honores divinos y juzgaba magnánimo y poderoso a su dueño; pero, sobre todo al verle sentado a la mesa, reconocía la magnanimidad y el poder soberanos del señor Bergeret, porque si bien todos los alimentos eran para él agradables y preciosos, en particular el alimento humano parecíale augusto. Veneraba el comedor como si fuera un templo, y la mesa del comedor, como un altar. Mientras comía su dueño, Riquet aguardaba inmóvil y silencioso a sus pies.

—¡Mire qué pollito tan bien cebado! —advirtió la anciana Angélica al dejar la fuente sobre la mesa.

—Hágame el favor de trincharlo —dijo el señor Bergeret, poco diestro en el manejo de las armas e incapaz de hacer las veces de escudero trinchante.

—Con mucho gusto —afirmó Angélica—; pero no es a las mujeres, sino a los hombres, a quienes corresponde trinchar las aves.

—Yo no sé trinchar.

—El señor debiera saber.

No era la primera vez que hablaban de aquel modo; Angélica y su amo sostenían igual conversación en cuanto había sobre la mesa un ave asada; y no sin más ni más, ni por ahorrarse una molestia obstinábase la criada en ofrecer a su amo el cuchillo de trinchar, sino como testimonio de consideración y respeto. Entre los campesinos, a cuya clase pertenecía, y en casa de los burgueses donde había servido, corresponde por tradición al jefe de la familia trinchar las aves; y por hallarse muy arraigado en su alma fiel el respeto a las tradiciones, no aprobaba que el señor Bergeret dejase de hacerlo y delegara en ella una función magistral, en vez de realizarla por sí mismo, ya que no era bastante poderoso para tener un jefe de comedor, como lo tienen los Brecés, los Bonmont y otros señores en el campo o en la ciudad. Sabía muy bien cuánto obligasu propia estimación a un burgués que come en su casa, y procuraba, en todas las ocasiones propicias, recordárselo al señor Bergeret.

—El cuchillo está recién afilado, y el señor podría muy bien cortar un galón; es fácil encontrar la coyuntura cuando el pollo es tierno.

—Angélica, hágame el favor de trincharlo.

La criada obedeció muy a su pesar, y un tanto confusa se puso a trinchar el pollo en una esquina del aparador. Angélica tenía, respecto al alimento humano, ideas más exactas que Riquet, pero no menos respetuosas.

Entre tanto, el señor Bergeret examinaba en su fuero interno, las razones del prejuicio que indujo a la buena mujer a creer que el derecho de manejar el cuchillo corresponde únicamente al dueño de la casa; pero no buscó tales razones en el sentimiento generoso y benévolo del hombre que se reserva las tareas fatigosas y sin atractivos, porque se ha observado que los trabajos más penosos y desagradables de las casas correspondieron a las mujeres en el transcurso de los tiempos y con el consentimiento unánime de los pueblos. Así, el señor Bergeret relacionó la tradición venerada por la vieja Angélica con la antigua idea de que la carne de los animales preparada para sustento del hombre es algo tan sagrado que sólo el amo y señor debe trincharlo y repartirlo; y recordó al divino porquero Eumeo, que recibió a Ulises en su establo sin reconocerle, a pesar de lo cual tributóle honores reservados a un elegido de Zeus. Eumeo se levantó para servir con su equidad acostumbrada. Hizo siete partes, de las cuales consagró una a las ninfas y a Hermes, hijo de Maya; distribuyó las otras entre los invitados y ofreció a su huésped, paró honrarle, todo el lomo del cerdo. Complacido, el sutil Ulises dijo a Eumeo: "¡Ojalá, Eumeo, seas grato siempre a Zeus paternal por haberme honrado con la mejor parte sin que yo te revelara quién soy!" El señor Bergeret, ante su vieja criada, hija de la tierra fecunda, sentíase transportado a los tiempos antiguos.

—Si el señor quiere servirse...

Pero el señor Bergeret, no disfrutaba, como el digno Ulises y los reyes de Homero, de un apetito heroico, y mientras comía leía el periódico, extendido sobre la mesa; otra de sus costumbres que la sirvienta no aprobaba.

—Riquet, ¿quieres pollo? —preguntó el señor Bergeret—. Está bonísimo.Riquet nada respondió. Cuando estaba echado debajo de la mesa nunca pedía nada; jamás reclamó su parte, por apetitoso que fuera el olor del plato que a su amo servían, y ni se atrevió a probar lo que le ofrecieron... Negábase a comer en un comedor de seres humanos. El señor Bergeret, que, afable y compasivo, compartiera gustoso la comida con su compañero, al principio le dio algunos pedacitos, entre palabras cariñosas; pero con la soberbia que acompaña frecuentemente a la bondad, le dijo:

—Lázaro, recoge las migas del rico bondadoso, puesto que para ti soy el rico bondadoso.

Riquet siempre se había negado a aceptar semejante ofrecimiento; la majestad del lugar le sobrecogía, y acaso también, en su condición pasada, recibió lecciones que le enseñaron a respetar los alimentos del amo.

Un día el señor Bergeret instóle más que de costumbre para que comiera y sostuvo mucho rato junto a la nariz de su amigo un pedazo de carne sabrosísima. Riquet apartó la cabeza, se alejó y fijó en el amo sus hermosos ojos humildes, que, llenos de inocencia y reproche, parecían decir: "Señor, ¿por qué me tientas?

Con el rabo entre las piernas, las patas encogidas, arrastrándose sobre el vientre en señal de humildad, fue a sentarse tristemente junto a la puerta. Así estuvo mientras duró la comida, y el señor Bergeret admiró la santa paciencia de su compañerito negro.

Como su amo se daba cuenta de todos los sentimientos de Riquet, no insistió en que comiera; sin embargo, no ignoraba que, una vez terminada su comida, a la cual Riquet asistía respetuosamente, el perro devoraría en la cocina su ración, debajo del fregadero, soplando y resoplando a sus anchas. Tranquilizado respecto a este punto, entregóse de nuevo a sus divagaciones.

"Para los héroes —pensaba—, comer era un asunto muy importante. Homero no deja de decirnos que en el palacio del rubio Menelao era su criado Eteoneo, hijo de Boeto, quien cortaba la carne y repartía las raciones. Un rey merecía todo género de alabanzas cuando en su mesa daba a cada cual su parte de buey asado. Menelao era buen conocedor de las costumbres; Helena, la de los brazos blancos, guisaba en compañía de sus sirvientas, y el ilustre Eteoneo trinchaba la carne. El orgullo de tan noble ocupación resplandece aún en el afeitado rostro denuestros jefes de comedor. Estamos unidos al pasado por raíces profundas; pero yo como poco, no soy tragón, y Angélica Borniche, mujer primitiva, me lo reprocha. Me admiraría mucho más si yo tuviera el apetito de un atrida o de un Borbón.

El señor Bergeret había llegado a este punto de sus reflexiones, cuando Riquet abandonó su almohadón y se puso a ladrar delante de la puerta.

Aquel acto era chocante, por lo poco frecuente. Riquet no se levantaba nunca de su almohadón hasta que su amo se levantaba de la silla.

Riquet ladraba todavía cuando la vieja Angélica entreabrió la puerta y anunció, desconcertada, que unas señoritas acababan de llegar. El señor Bergeret comprendió que serían su hermana Zoé y su hija Paulina; no las esperaba tan pronto, pero sabía que su hermana Zoé tomaba decisiones bruscas y repentinas. Levantóse de la mesa, mientras Riquet al oír andar en el pasillo, ladraba furiosamente con objeto de producir alarma. Su prudencia salvaje, refractaria a toda educación liberal, inducíale a pensar que cualquier forastero es enemigo. Oliscaba un daño enorme, la terrible invasión del comedor, amenazas de ruina desoladora.

Paulina, de un salto, se arrojó al cuello de su padre, quien la besó sin soltar la servilleta que tenía en la mano, y retrocedió luego para contemplar a la muchacha, misteriosa como todas, a la cual apenas reconocía después de un año de ausencia; érale a un tiempo muy allegada y casi desconocida, pertenecíale por oscuros orígenes y se le escapaba por la fuerza resplandeciente de la juventud.

—¡Buenos días, papá mío!

Hasta la voz había cambiado; se hizo menos aguda y más cadenciosa.

—¡Qué alta estás, hija mía!

Le pareció bonita, con su nariz afilada, sus ojos inteligentes y su boca burlona. Sintió un goce intenso al verla; pero aquel goce se desvaneció al reflexionar que no se vive tranquilamente en el mundo, y que los jóvenes, ansiosos de felicidad, acometen, para lograrla, inseguras y difíciles empresas.

Besó a Zoé en las mejillas, y le dijo:

—Tú no has cambiado, mi buena Zoé... Aun cuando no os esperaba hoy, me satisface mucho veros.

Riquet no concebía que su amo hiciese a personas extrañas tan familiar acogida. Mejorhubiera comprendido que las arrojase de allí violentamente.

Acostumbrado a no comprender todas las acciones de los hombres, respetaba la voluntad del señor Bergeret y cumplía su obligación: ladraba muy fuerte para espantar a los malos; del fondo de su garganta salían gruñidos de odio y de cólera; un fruncimiento horrible de sus labios dejaba al descubierto sus dientes blancos; amenazaba a sus enemigos, a la vez que retrocedía temeroso.

—¿Tienes perro, papá?

—Creí que veníais el sábado —dijo el señor Bergeret.

—¿Has recibido mi carta? —preguntó Zoé.

—Sí — respondió el señor Bergeret.

—No; la otra.

—Sólo he recibido una.

—No es posible entenderse con este ruido. Era cierto que Riquet ladraba con todas sus fuerzas.

—El aparador está cubierto de polvo —dijo Zoé al dejar allí su manguito—. ¿Tu criada no limpia?

Riquet no podía sufrir que se apoderasen del aparador de aquel modo, y ya porque sintiese aversión hacia la señorita Zoé, ya porque le diera mayor importancia que a Paulina, contra ella lanzaba sus más furiosos ladridos. Cuando vio que ponía la mano sobre el mueble donde guardaban el alimento del hombre, ladró tan chillonamente que los vasos resonaron estremecidos sobre la mesa. La señorita Zoé volvióse con brusquedad hacia el perro y le preguntó irónica:

—¿Me vas a devorar?

Entonces Riquet huyó asustado.

—¿Muerde tu perro, papá?

—Nunca. Es inteligente y no es rabioso.

—Demuestra ser poco inteligente — dijo Zoé.

—Pues lo es —repuso el señor Bergeret—. No comprende todas nuestras ideas; pero tampoco nosotros comprendemos todas las suyas. Las almas son impenetrables unas para otras.

—Luciano —dijo Zoé—, nunca supiste juzgar a las gentes.

El señor Bergeret dijo a Paulina:

—Acércate para que te vea. ¡Casi no te conozco!

Riquet tuvo una inspiración: resolvió ir a la cocina, donde estaba la buena Angélica, y advertirla, si era posible, de los disturbios que desolaban el comedor; contaba con ella para restablecer el orden y arrojar a los intrusos.—¿Dónde has puesto el retrato de nuestro padre? —preguntó la señorita Zoé.

—Sentaos y comed —dijo el señor Bergeret—. Hay un pollo y algo más.

—Papá, ¿es cierto que nos vamos a vivir a París?

—El mes que viene, hija mía. ¿Estás contenta?

—Sí, papá, estoy contenta; pero también viviría con gusto en el campo, si tuviese un jardín.

Dejó de comer pollo para decirle:

—Papá, te admiro. Estoy orgullosa de ti. Eres un hombre ilustre.

—La misma opinión tiene mi perrito —dijo el señor Bergeret.